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Llegados a ese punto, Victoria llevaba ventaja en el trato forjado entre ambos, como si de un juego de ajedrez en el que ella tuviera en jaque al rey de Nathan se tratara. Ahora necesitaba superarle estratégicamente y ratificar el jaque antes de que él pudiera reagruparse y planificar una defensa. Victoria necesitaba información: sobre él y sobre su fallida misión. La noche anterior había mantenido los ojos bien abiertos, colmándose de una determinación que hasta entonces jamás había sentido. No volvería a permitir que nadie la tratara como una niña a la que podían tranquilizar con una caricia en la cabeza y mandarla luego con viento fresco. Lady Victoria Wexhall era una mujer moderna y alguien a tener en cuenta. «Prepárese, doctor Oliver. Su ciudadela está a punto de ser tomada.

Victoria salió de la casa por la terraza posterior, supervisando el terreno desde su posición ventajosa mientras cruzaba el espacioso patio de piedra. Los jardines se extendían hasta la izquierda: una serie de setos perfectamente recortados y de flores coloridas. Parecían como mínimo tan grandes como los jardines de Wexhall Manor… una agradable sorpresa. Más illa de los jardines se evidenciaba una gran extensión de verde césped, refulgente bajo un argentino manto de rocío matinal. El césped dejaba paso a unos árboles de gran altura que se elevaban apuntando a un cielo todavía salpicado con los trazos cada vez más apagados del alba.

Se detuvo durante un instante antes de descender los escalones de la amplia y curva terraza. Una ligera brisa jugueteó con los zarcillos de cabello que enmarcaban su rostro, acariciándole la piel con un aire fresco y bienvenido. Alzó el rostro, cerró los ojos e inspiró hondo varias veces. El aire tenía allí un olor distinto; limpio y fresco como solo podía oler el aire del campo, aunque con un ligero e intrigante toque de fuerte aroma a sal procedente del mar. Se había asegurado de que el paseo de la mañana incluyera una panorámica del agua.

Después de decidir que lo mejor sería salir antes de que los demás habitantes de la casa despertaran, a punto estaba de bajar la escalera cuando un suave maullido la detuvo. Cuando bajó la mirada, vio un diminuto gatito que se frotaba contra el dobladillo de su falda.

– Vaya, hola -canturreó, agachándose para rascar la bola de pelusa acumulada tras las minúsculas orejas del animal-. ¿Qué haces aquí tan solo? ¿Dónde está tu mamá?

Por única respuesta el gatito dejó escapar el maullido más lastimero que Victoria había oído en su vida.

– Oh, Dios, eso es tristísimo.

Cogió al gatito y lo acunó contra su pecho, donde el animalito rompió a ronronear de inmediato.

– Menudo adulador estás hecho.

Sonrió y acarició con las yemas de los dedos la suave barbilla del gatito. Era totalmente negro, salvo por las patas, de un blanco níveo.

– Cualquiera diría que te has caído en un cubo de pintura -le dijo entre risas. Un ronroneo encantado surgió del diminuto pecho del cachorro, que a su vez tendió una de las patas delanteras sobre la manga de Victoria-. Me pregunto si eres tú el pequeño diablillo que no podía bajar del árbol.

– Sí, así es -dijo una voz conocida y grave procedente de un punto situado exactamente a su espalda.

Victoria se volvió apresuradamente. El doctor Oliver estaba a menos de dos metros de ella, cruzado de brazos con aire despreocupado. A Victoria el corazón le dio un vuelco, sin duda a causa de la inesperada compañía del médico, al tiempo que se le encogía el estómago… indudablemente, por culpa de los huevos. Paseó la mirada por él, reparando en sus cabellos desordenados, como si se hubiera peinado los lustrosos mechones con los dedos, dejando caer varios rizos sobre la frente. Bajó un poco más la mirada y al instante quedó fascinada por la camisa, o para ser más exactos por el modo en que Nathan llevaba la prenda. Ningún pañuelo le adornaba el cuello, permitiéndole una visión libre del bronceado cuello y un tentador atisbo del musculoso pecho antes de que la tela blanca de la camisa le frustrara el espectáculo. Nathan se había remangado, dejando a la vista unos fuertes y musculosos antebrazos y cubiertos por una sombra de vello negro. Estaba casi tan irresistible con aquella camisa como lo había estado el día anterior sin ella.

Unos pantalones de color camello se ajustaban de tal modo a sus largas y musculosas piernas que Victoria lamentó no poder detener el tiempo durante unos instantes para gozar de la oportunidad de estudiar sus fascinantes piernas minuciosamente. Las botas negras eran sin lugar a duda viejas favoritas, pues se habría dicho que el doctor había recorrido Inglaterra entera con ellas. ¿Cómo se las había ingeniado para cruzar toda la terraza de piedra sin ser oído? Debía de moverse como un fantasma. Un irritante, fastidioso y arrogante fantasma. Aun así, e independientemente de qué otras cosas pudiera pensar de él, Victoria no podía negar que era un hombre atractivo. De un modo grosero y en absoluto caballeroso. Con un gran esfuerzo, volvió a alzar la vista. La mirada escrutadora reflejada en los ojos de Nathan indicaba que había sido sorprendida observándole, y sintió cómo una oleada de calor le encendía el rostro. A Dios gracias los espías no podían leer las mentes.

Nathan la saludó con una inclinación de cabeza y en cierto modo logró incluso parecer cortés y burlón a la vez.

– Buenos días, lady Victoria.

Ella inclinó la cabeza dando muestra de su estilo más remilgado y regio.

– ¿Ha dormido usted bien?

– Maravillosamente.

Nathan arqueó una ceja.

– ¿Es cierto eso? A juzgar por las sombras que tiene bajo los ojos, se diría que ha estado despierta toda la noche, probablemente intentando descifrar mi carta.

Victoria no habría sabido decir qué era lo que más la irritaba: si la suposición espeluznantemente acertada o el hecho de que el doctor hubiera dado a entender que parecía cansada.

– Oh, gracias. Sin duda no recuerdo haber sido jamás blanco de tan florido cumplido.

En vez de mostrarse avergonzado, Nathan sonrió, mostrando su reluciente y blanca dentadura.

– ¿Iba usted a los establos?

– Sí. Me gusta dar un paseo a caballo por las mañanas.

– Yo también me dirijo hacia allí. ¿Vamos juntos? A pesar de nuestro encuentro de anoche, estoy seguro de que podremos llegar a las cuadras sin iniciar ninguna discusión.

– Sí… siempre que ambos guardemos silencio.

Destelló una nueva sonrisa y Nathan señaló los escalones con una floritura.

– ¿Vamos?

Dado que aquella era una perfecta, aunque sin duda inesperada, oportunidad para saber más cosas sobre él, Victoria asintió.

– Por supuesto -dijo.

Descendieron la amplia y curva escalera y cruzaron luego el césped inmaculadamente cortado. En vez de guardar silencio, el doctor Oliver señaló con la cabeza al gatito que se había sumido en un sueño ronroneante.

– Al parecer, se ha ganado usted una amiga. Mírela, dormida como un ángel. -Negó con la cabeza y rió-. A punto he estado de partirme el cuello mientras rescataba a esta diablilla. ¿Y cree usted que ha dado a cambio la menor muestra de agradecimiento?

– Naturalmente que no -dijo Victoria, acariciando el pelo de la gatita con la yema del índice-. Le ha arruinado su diversión. Seguro que ha olisqueado el aire y se ha alejado con aire ofendido.

Una lenta sonrisa asomó a los labios del doctor y dibujó un intrigante hoyuelo en su mejilla.

– Muy propio de las mujeres -murmuró.

Optando por hacer caso omiso del comentario y evitar así una discusión, Victoria preguntó:

– ¿Cómo se llama?

– Botas.

Victoria no pudo reprimir una sonrisa.

– Botas… El gato con botas… Le Chat Botté. Un nombre de lo más adecuado. Y uno de mis cuentos favoritos.

La sorpresa destelló en los ojos de Nathan.

– También el mío.

Victoria arqueó las cejas.

– ¿Cuentos? ¿Un espía aterrador como usted?