– Lo crea o no, fui niño en una época. El día de mi octavo cumpleaños, recibí un ejemplar de las Histoires ou contes du temps passé, avec des moralités: Contes de ma mère l'Oye de Perrault. Al instante se convirtió en mi libro de cabecera. Y sigue siéndolo a fecha de hoy.
– Historias o cuentos de pasado con moraleja: Cuentos de Mamá Oca -tradujo Victoria-. Su francés es perfecto.
– Gracias. Un talento de gran utilidad cuando uno se dedica a espiar a los franceses.
– Tengo dos ediciones recientes del libro, una en francés y la otra traducida al inglés, que atesoro, aunque me encantaría poder disponer de un original.
– El mío es una primera edición.
Victoria se volvió a mirarle.
– ¿Una edición de mil seiscientos noventa y siete?
– No tengo noticia de que haya una primera edición anterior a ese año.
– Oh, me muero de envidia. Llevo años queriendo tener una, pero es imposible encontrarla. ¿Quizá estaría dispuesto a vender la suya?
– Me temo que no.
– ¿Y si le hiciera una oferta escandalosa?
Los ojos de Nathan se colmaron de una expresión indescifrable que, según alcanzó a suponer Victoria, le había ayudado enormemente durante su carrera como espía, pero que a ella le resultó absolutamente molesta.
– ¿Cuando dice una oferta escandalosa se refiere a una gran cantidad de dinero, lady Victoria? ¿O escandalosa en un sentido totalmente distinto?
El calor la abrasó hasta el nacimiento del pelo.
– Al dinero, naturalmente.
Nathan negó con la cabeza.
– No estoy interesado en venderla por ninguna cantidad. Fue el último regalo que recibí de mi madre antes de su muerte. El cariño que le tengo a ese libro nada tiene que ver con su valor pecuniario. -Miró a Victoria a la cara-. ¿Eso le sorprende?
– A decir verdad, sí. No creía que los hombres fueran tan sentimentales.
– ¿Se refiere a los hombres en general o a mí en particular?
Victoria se encogió de hombros.
– A ambos, supongo.
Entre los dos se hizo el silencio y Victoria se sorprendió innegablemente curiosa por conocer más sobre ese hombre al que, a juzgar por las palabras que su propio hermano había empleado para referirse a él, no le sobraba el dinero y que, a pesar de eso, ni se planteaba vender un libro de gran valor porque había sido un regalo de su madre. Diantre, cuando se había propuesto descubrir más sobre él no había imaginado descubrir nada que resultara… en fin, agradable.
– Me intriga que El gato con botas sea su cuento favorito de la colección de Perrault -dijo el doctor Oliver-. Habría dicho que La cenicienta era más su estilo.
– ¿Ah, sí? ¿Y por qué?
– Un apuesto príncipe, un deslumbrante baile… parecen ser las cosas preferidas por la mayoría de las damas.
– Oh, me gustó la historia, sobre todo el aspecto mágico del hada madrina y el romanticismo con que el príncipe emprende la búsqueda de la mujer que le ha robado el corazón. Pero el endiabladamente listo Gato con botas me encantó. Su ingenuidad me hizo desear que estuviera vivo para poder competir con él en ingenio. Incluso intenté hacerle un par de botas a mi gato.
– Después de haber visto no hace mucho un claro ejemplo de sus habilidades con la aguja, creo no equivocarme al suponer que las botas no fueron un éxito abrumador.
Victoria le lanzó una mirada burlona.
– Desgraciadamente, no. Aunque gran parte de la culpa la tiene Ranúnculo, que simplemente se negó a ponérselas.
– ¿Su gato se llamaba Ranúnculo? -Nathan torció el gesto en una cómica expresión.
– Por lo que he oído, es usted una de las personas menos indicadas para cuestionar los nombres de las mascotas ajenas.
– Supongo que tiene razón, aunque, en mi defensa, debo alegar que mío es solo el nombre de Botas y el de mi perro. Los demás animales ya me llegaron con el nombre puesto.
– Sabe muy bien que podría habérselos cambiado.
– ¿Le gustaría que alguien le cambiara el nombre?
– No, aunque no soy ningún animal de granja.
Nathan se llevó el índice a los labios.
– Chist. Ellos no saben que son animales de granja -dijo con un susurro a todas luces exagerado-. Creen que son dignatarios reales de visita.
Victoria intentó contener una sonrisa ante semejante bobada.
– Reconozco que entiendo su postura. Yo soy propiedad de Ranúnculo. Es ella la que me permite vivir en su casa.
– Sí, lo mismo ocurrió con Botas en cuando la llevé a casa. Se instaló enseguida y se adueñó de mi sillón favorito. Alguien me dijo una vez que los perros tienen dueños y que los gatos tienen…
– Sirvientes -concluyó Victoria entre risas-. Totalmente cierto. ¿Botas fue un regalo?
– Un paciente me ofreció como pago un cachorro de la última carnada de su gata. Aunque observé detenidamente al grupo entero, supe enseguida que esta pequeña diablilla era la elegida.
Victoria bajó los ojos para mirar a Botas.
– No me sorprende que haya sido un amor a primera vista. Es un encanto. Me recuerda a mi Ranúnculo.
– ¿Ranúnculo es blanca y negra?
– Oh, no. Es atigrada, aunque tiene el pelo de color dorado.
– Ah, ya. Entiendo ahora que pueda recordarle a Botas. El parecido es cuando menos sorprendente.
Victoria no pudo evitar la risa ante el tono mordaz empleado por Nathan.
– Me refería a que a Ranúnculo le encanta que la tengan cogida así, y se queda dormida minutos después de que empiece a rascarle detrás de las orejas.
– Eso es algo con lo que disfrutan muchos animales, porque para ellos es un punto de difícil acceso.
– Dígame, doctor Oliver, ¿por qué era El gato con botas su cuento favorito?
– Como usted, también yo admiraba en gran mesura la inteligencia del gato. Mi parte favorita era cuando este convence a su dueño para que se bañe en el río y le esconde la ropa bajo la roca y le cuenta al rey no solo que su dueño se está ahogando, sino que unos ladrones le han robado la ropa.
Victoria se rió entre dientes.
– Menudo espectáculo para el rey y para su hija.
– Sin duda. Y una forma inteligente de cerciorarse de que la andrajosa ropa de su dueño no fuera vista por los hombres del rey. Aunque siempre me he preguntado si la princesa se enamoró del dueño del gato porque estaba muy guapo con los ricos ropajes que el padre de ella le había prestado… o porque le había visto desnudo. Victoria intentó contener una carcajada, pero no lo logró del todo. Levantó la mirada hacia él y vio en sus ojos un destello de picardía. Antes de que pudiera ocurrírsele una respuesta adecuada, Nathan dijo:
– Y siempre me he sentido muy identificado con la moraleja de la historia.
Victoria se quedó unos segundos pensativa y luego citó:
– «Aunque recibir una cuantiosa herencia encierra una gran ventaja, la diligencia y la ingenuidad valen más que la riqueza adquirida de los demás.»
Nathan pareció un tanto sorprendido ante la recitación de Victoria y no tardó en asentir.
– Además, encajaba a la perfección con mi condición de segundón -murmuró-. Esas palabras me resultaban… inspiradoras.
Una extraña sensación, que no consiguió identificar, recorrió a Victoria. Antes de que pudiera definirla, Nathan añadió:
– Reconozco, sin embargo, que la otra moraleja me resulta muy superficiaclass="underline" que la ropa, el aspecto y la juventud desempeñan un papel importante en los asuntos del corazón.
– Superficial, puede ser -concedió Victoria-, aunque cierta. Estoy convencida de que forma parte de la naturaleza humana sentirnos atraídos por aquello que es bello. A fin de cuentas, no solo el dueño de la ropa era decididamente apuesto, sino que la princesa aparece descrita como la joven más hermosa de mundo.
– Cierto. Aun así, la belleza está en el ojo de quien mira. ¿Se habría enamorado la princesa del apuesto héroe si le hubiera visto con su ropa de hombre pobre?