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– No lo sé. -Un diablo interno la empujó a añadir-: Aunque si su teoría es cierta, la princesa se enamoró de él porque lo vio desnudo.

Nathan rió.

– Sí, y eso plantea la siguiente pregunta: Si nos deshiciéramos de toda la impedimenta que proporcionan riqueza y privilegio, dejando solamente expuesta a la auténtica persona, ¿seguiría siendo amada esa persona? ¿Admirada? ¿Solicitada? No lo creo.

– Una visión muy cínica.

– No, simplemente realista. Tómese usted misma como ejemplo, lady Victoria. Su padre está actualmente estudiando ofertas no de uno, sino de dos barones. Si cualquiera de ellos quedara de pronto desprovisto de su riqueza, posición y título, ¿seguiría planteándose la posibilidad de casarse con él?

El desafío que asomó a su mirada era inconfundible, y una fisura de irritación serpenteó por el cuerpo de Victoria.

– Escuchándole, cualquiera diría que hay algo malo en que una mujer desee hacer un buen matrimonio.

– En absoluto. Simplemente estoy desafiando la definición de «buen matrimonio». ¿Tiene más que ver con el título, con la riqueza y con la posición del candidato o con su carácter, honor e integridad?

– Sin duda esas cosas no son autoexcluyentes. Se puede poseer un título y patrimonio y aun así ser una persona honorable e íntegra.

– En efecto. Pero si tuviera que escoger entre lo uno o lo otro… interesante dilema. En mi opinión, si la princesa de cuento más hermosa del mundo hubiera visto al dueño del gato con sus harapos y no la hubieran engañado para convencerla de que era un hombre rico, jamás habría reparado en él.

– Resulta difícil culpar a una princesa por ello.

– Supongo que sí. Aun así, es el aspecto externo del dueño del gato de lo que ella se enamoró… y no del hombre en sí. De ello se desprende que el cuento no hace sino probar que las apariencias desempeñan un papel importante en las cuestiones del corazón.

Había algo en su tono que avivó la curiosidad de Victoria, quien de pronto se preguntó si habría alguna mujer que era dueña del corazón de Nathan. La idea la inquietó de un modo que fue incapaz de definir. Un ceño se dibujó entre sus cejas. Si el doctor estaba comprometido con alguien, eso podría arruinar sus planes.

– Entiendo que eso significa que cuando escoja esposa lo hará con una venda en los ojos -apuntó alegremente, observándole con atención-. ¿O acaso ya ha elegido a alguien?

Nathan negó con la cabeza y sonrió.

– Nada de venda en los ojos… podría muy bien elegir una maceta de gardenias, creyendo que la dama en cuestión olía bien y se mostraba encantadoramente reservada. Y no, no he elegido esposa. Ni siquiera sé si me casaré algún día. Dado que no soy el primogénito ni que tampoco tengo necesidad de encontrar a una heredera que me ayude a pagar deudas de juego o cosas semejantes, no tengo razón para casarme… salvo por amor.

A pesar del alivio que sintió al ser conocedora de su estatus de soltero, Victoria arqueó las cejas.

– ¿Por amor? Jamás habría creído que los espías fueran tan… sentimentales.

– No sé de dónde saca usted esas ideas sobre los espías, lady Victoria. ¿De sus tórridas novelas, quizá? Mi razón tiene tanto que ver con la lógica como con el sentimiento. Puesto que no tengo necesidad de dar un heredero al apellido ni de engrosar las arcas de la familia, ¿por qué iba a plantearme empeñar mi vida a una mujer a menos que la amara?

– Qué… anticuado.

– En los elevados círculos que usted frecuenta, sí, estoy seguro de que lo es. Aun así, es práctica bastante común cuando nos apartamos del brillo de las clases altas. Además, me traen sin cuidado los dictados de la moda. Nunca me han importado. Jamás permitiré que las caprichosas reglas de la sociedad dicten con quién paso el resto de mi vida. -Negó con la cabeza-. De hecho, compadezco a Colin por verse sometido a las responsabilidades maritales que le impone su condición de heredero. Yo disfruto de libertades que él jamás conocerá.

Victoria digirió sus palabras no sin una buena dosis de sorpresa. Hasta la fecha jamás se había planteado que un hijo menor no envidiara al heredero por su título y su posición.

Antes de poder considerar en profundidad el asunto, sin embargo, se dio cuenta de que estaban ya cerca de las cuadras. Su mirada quedó prendida en la estructura que Nathan había levantado alrededor de los establos para sus animales. Y sus ojos se abrieron de par en par.

Una pareja de patos salió aleteando por la puerta abierta del recinto. Contoneándose, se dirigieron hacia ellos. Iban seguidos de una vaca, un cerdo enorme y una cabra… una cabra que llevaba sobre el lomo lo que parecía una paloma. El grupo al completo rompió a trotar. Victoria se detuvo a mirar. El doctor Oliver siguió andando y poco después se volvió a mirarla y se echó a reír.

– Daría lo que fuera por que pudiera verse la cara, lady Victoria. Su expresión no tiene precio.

– Cualquiera diría que van a atacarle.

– En absoluto. Simplemente me dan los buenos días… con entusiasmo, como si fuera yo quien les da de comer.

Victoria siguió exactamente donde estaba, prefiriendo observar desde la distancia sin dejar de acunar a Botas. Observó, perpleja, cómo el doctor Oliver era «saludado» por el grupo de animales. Los patos graznaban ruidosamente, picoteándole las botas, mientras el cerdo se frotaba contra sus piernas como un gato. La vaca soltó un lastimero mugido y luego lamió la mano del doctor Oliver con una lengua enorme, una escena a la que Victoria saludó arrugando la nariz. La cabra empujó suavemente por la espalda al doctor hacia el establo mientras el pájaro que iba sentado sobre su lomo, y que, según Victoria pudo apreciar, se trataba efectivamente de una paloma enormemente gorda, arrulló y ahuecó sus plumas.

El doctor Oliver los acarició a todos, hablándoles como si fueran niños y no animales… animales que, a juzgar por el fuerte olor que flotó hasta ella, necesitaban con urgencia un baño.

– Venid -dijo Nathan al grupo, llevándolos hacia Victoria-. Permitidme que os presente a lady Victoria…

– Esto no es necesario -dijo ella apresuradamente, retrocediendo y mirando desconfiada a la cabra que mostraba un gran interés por los crespones de encaje que adornaban sus muñecas.

El doctor Oliver se detuvo y, maldición, a Victoria no le pasó desapercibido que se estaba divirtiendo de lo lindo a expensas de ella.

– Después de la impresionante actuación con la que me deleitó anoche, jamás habría pensado en usted como en una mujer cobarde, lady Victoria.

Victoria levantó la cabeza y se vio obligada a tomar aire por la boca debido al espantoso olor que impregnaba el aire.

– No soy ninguna cobarde. Simplemente no me gustan los animales que… pesan más que yo. Y que tienen un olor tan… peculiar. -Levantó un poco a Botas-. Es solo que prefiero los gatos a las cabras.

– ¿Le gustan los perros?

– De hecho, sí.

– Excelente, pues está a punto de conocer a R.B.

– ¿Quiénes…? ¡Ay!

Victoria dio un traspié hacia delante al verse firmemente empujada por el centro mismo de su trasero. En cuanto recuperó el equilibrio, se volvió de espaldas para encontrarse cara a cara con el perro más enorme que había visto en su vida., De color marrón claro, con manchas más oscuras y un hocico negro y mofletudo, el monstruo se erguía regiamente, observándola desde unos ojos separados de color castaño oscuro a los que asomaba una expresión alerta aunque con suerte también amable. La parte superior de la cabeza del gigante le llegaba al pecho. Victoria se obligó a quedarse totalmente inmóvil mientras la bestia levantaba la cabeza para olisquear el aire sin dejar de mover el hocico.

– Lady Victoria, permítame presentarle a R.B.

– ¿Qué quieren decir las siglas R.B.? -preguntó, suponiendo que la B hacía referencia a «bestia» o a «batacazo».