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– Si tal disposición no le satisface, señora mía, no tiene más que entregarme la nota. De lo contrario, me temo que me veré obligado a ser para usted como el verde para la lechuga, o el amarillo para el narciso; como el rojo para el tomate o el…

– Creo que he captado el mensaje. -Lady Victoria frunció los labios y Nathan se sorprendió clavando la mirada en la boca de la joven, anticipándose al momento en que relajaría la presión y los labios recuperarían de nuevo su carnosa voluptuosidad-. Sin duda cree usted que haciéndose pesado, gesta en absoluto difícil, por cierto, su constante compañía me resultará tan absolutamente odiosa que terminaré por entregarle encantada la nota.

– Ese es mi mayor deseo, sí.

– En tal caso me subestima usted, a mí y mi determinación.

– Al contrario, me doy cuenta de lo testaruda que es.

– Hay una gran diferencia entre la determinación y la testarudez.

– Estoy seguro de que así lo cree. Y estaría encantado de poder oír su teoría sobre la cuestión durante nuestro paseo. -Arqueó las cejas-. Y yo que creía que desearía disfrutar de mi compañía para asegurarse con ello que no estoy registrando su habitación durante su ausencia. -Recorrió con la mirada la figura de Victoria. A continuación volvió a mirarla a los ojos y en sus labios se dibujó una lenta sonrisa-. A menos, claro, que tema que pueda encontrar la nota en su persona.

Victoria alzó el mentón dando muestra de esa actitud obstinada, remilgada, altanera y despreciativa que, por alguna estúpida razón, él encontraba intensamente excitante.

– Por supuesto que no.

– Excelente. Entonces está decidido. Sígame. -Se dirigió a las cuadras y Victoria se apresuró tras él. Observándola de reojo, Nathan contuvo una sonrisa ante las miradas furtivas que ella iba lanzando por encima del hombro a sus animales, que iban directamente detrás de ellos.

Entraron a las cuadras y Nathan gritó:

– Hopkins, ¿está usted aquí?

– Aquí estoy -respondió una voz apagada. La puerta del primer establo situado a la izquierda se abrió de par en par y un hombre recio con una encendida mata de pelo rojo y barba del mismo color se abrió paso a golpe de hombro por la portezuela con un cubo grande en cada mano.

– Buenas, mi señora, doctor Nathan. -Levanto los cubos en el aire-. A punto estaba de llenar los comederos de su prole. Las gallinas han dejado un regalo de tres hermosos huevos.

Nathan sonrió.

– Gracias, Hopkins. Llévelos a la cocina y que la cocinera se los prepare.

– Gracias. -Echó una mirada de ojos entrecerrados a la cabra, el cerdo, la vaca y los patos que merodeaban junto a la puerta-. Vamos, fuera de aquí. Ya llega la manduca. -Miró entonces a Nathan-. ¿Necesitará que le ensille los caballos, doctor Nathan?

– Si se encarga usted de dar de comer a los animales, yo me encargo de ensillar a los caballos para lady Victoria y para mí.

Hopkins saludó la propuesta asintiendo con la cabeza y salió, seguido muy de cerca por el rebaño. En cuanto desapareció, su voz volvió a colarse en el interior de la cuadra.

– Aparta de mi trasero ese maldito hocico, maldita bestia impaciente.

Fingiendo no haber oído nada, Nathan dijo:

– Permítame que acomode a Botas. -Dejó a la gatita dormida en el primer establo y cerró la puerta con pestillo. Al volver, preguntó a lady Victoria-: ¿Es usted una buena amazona?

– Sí.

– Bien. Creo que Miel será una buena montura para usted. Es enérgica, aunque muy dulce. -Abrió la marcha hasta el último establo, donde la yegua, bautizada por su crin de color dorado claro, relinchó al verle.

– Es preciosa -exclamó lady Victoria cuando él sacó a la yegua del establo. Nathan la vio entonces acariciar el cuello y el aterciopelado hocico del animal.

Mientras lady Victoria y Miel se conocían, él ensilló a la yegua con una silla de mujer al tiempo que oía a Victoria susurrar al caballo palabras suaves y halagüeñas. Ensilló después para él a Medianoche, un castrado purasangre negro.

Tras acomodar a lady Victoria en su silla, Nathan montó de un salto a lomos de Medianoche y abrió la marcha al exterior. Curioso por saber si ella era en realidad una amazona experimentada, no tardó en emprender un enérgico trote hacia el inmenso bosquecillo de olmos situado en el extremo más alejado de los parterres de césped, evitando a propósito la dirección opuesta, donde los tormentosos recuerdos de la noche acontecida tres años antes esperaban para abatirse sobre él en despiadada emboscada. Cuando se acercaban ya a los árboles, Nathan aflojó el paso, vagando despacio por los senderos impregnados de olor a madera, salpicados de los primeros rayos del pálido sol de la mañana. Los pájaros gorjeaban, las hojas crujían bajo los cascos de los animales y una suave brisa marina le colmaba los sentidos. Desde todas direcciones le asaltaban los recuerdos. Había cabalgado, caminado y corrido por esos caminos innumerables veces durante su juventud, e incluso, a pesar de tan prolongada ausencia, tenía la sensación de no haberse marchado de allí nunca.

No sabía con seguridad cuánto tiempo llevaban avanzando en silencio cuando ella dijo:

– El paisaje es precioso. ¿Visita a menudo Creston Manor?

Nathan se preguntó si Victoria habría visto algo reflejado en su rostro que la hubiera llevado a hacer esa pregunta.

– Hacía tres años que no venía.

Victoria arqueó las cejas.

– ¿Es decir desde su última misión?

– Sí.

– ¿Por qué no ha regresado desde entonces?

Nathan se volvió y la miró directamente a los ojos. El sol destellaba en el castaño oscuro de los rizos que enmarcaban el rostro de lady Victoria, lanzando al aire reflejos color canela. Su traje de montar de color verde oscuro armonizaba con su blanco cutis. Y los labios… diantre, los labios parecían forjados en un par de melocotones carnosos, jugosos y suculentos. Quizá haberla acompañado en su paseo a caballo no había sido a fin de cuentas una buena idea.

– ¿Lord Nathan? ¿Por qué no ha regresado desde entonces?

Demonios, había perdido por completo del hilo de la conversación. Se planteó durante un instante si decirle la verdad y pensó que por qué no iba hacerlo. En cualquier caso, poco importaba la opinión que ella tuviera de él.

– Después de que fracasara la misión, tuve una discusión con mi padre y con mi hermano. Lo mejor para todos los implicados era que me marchara.

La mirada de Victoria buscó la suya y dijo entonces dulcemente:

– Debe de haber sido muy duro para usted.

Sin duda era lo último que Nathan esperaba oír de labios de ella. Había esperado notarla curiosa, burlona, quizá entrometida. En cambio, le había ofrecido su compasión, como si entendiera el peso de esa separación. Semejante reacción lo confundió. Y le inquietó. No tenía el menor deseo de descubrir nada agradable en ella.

– Supongo que el regreso habrá despertado en usted muchos recuerdos -dijo ella, de nuevo desarmándole con su extraña capacidad para comprender precisamente lo que él estaba pensando.

– Sí. El sendero por el que pasamos ahora fue siempre mi favorito. Se bifurca dentro de medio kilómetro. El camino de la derecha lleva a la playa y el de la izquierda a un pequeño lago privado enclavado en el extremo más alejado de la propiedad.

– ¿Así que este lugar en particular está plagado de recuerdos felices?

Nathan asintió despacio al tiempo que una sonrisa tironeaba de sus labios mientras algunos de esos recuerdos volvían a dibujarse en su mente.

– Sí, así es.

– ¿Por qué no comparte algunos conmigo?

Nathan le lanzó una mirada. La expresión de lady Victoria revelaba tan solo interés.

– ¿Es usted consciente de que, si conversamos, corremos el riesgo de discutir?

– No conversaremos -respondió ella con una sonrisa-. Puede hablar usted y yo me limitaré a escuchar las historias de su malograda juventud. Dígame, ¿por qué era este su rincón favorito?