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Nathan vaciló vanos segundos antes de responder, dejando que el ambiente que destilaba el entorno le infundiera un halo de nostalgia. El gorjeo de los pájaros, los inmensos árboles que les proporcionaban ondulantes lazos de sombra y dorados rayos de sol. El aroma de la tierra húmeda, el aire limpio, y siempre ese fuerte olor a mar que le hacía pensar en su casa y en los suyos.

– Mis dos rincones favoritos de la propiedad son el lago y el mar. Todos los días, independientemente del clima, recorría este sendero, decidiendo durante el trayecto qué porción de agua visitaría ese día. -Rió al recordarlo-. La decisión era realmente agónica.

– ¿Por qué agónica? ¿Por qué no simplemente resolver el dilema alternando destinos a diario? ¿O mejor aún, visitando ambos?

– Excelentes sugerencias. Sin embargo, nunca me pareció viable visitar los dos, pues no soy amigo de las prisas, y en cuanto llegaba a una de las ubicaciones odiaba marcharme, de modo que era mucho lo que tenía que considerar a la hora de elegir mi destino diario. El clima, sin ir más lejos.

– ¿Qué tenía que ver el clima con su elección?

– Siempre elegía la ruta hacia el mar si había tormenta. El espectáculo de las olas rompiendo contra la orilla, el rugido de las aguas agitadas salpicando los accidentados acantilados me embelesaba. También elegía el camino que llevaba al mar directamente después de una tormenta, pues la orilla siempre mostraba una nueva selección de despojos a observar y de conchas que coger.

– Me encanta coleccionar conchas -dijo lady Victoria con los ojos brillantes-. Las guardo en un enorme jarrón de cristal en Wexhall Manor, y añado más todos los años después de nuestras vacaciones en Bath.

– En ese caso, sin duda disfrutará de la playa que tenemos aquí.

– ¿Debo entender entonces que optaba por la ruta que lleva al lago los días de buen tiempo?

– Normalmente sí, pues me gusta nadar en el lago. A veces venía solo, disfrutando de la soledad de flotar en el agua, mirando el cielo y viendo pasar las nubes. Sin embargo, casi siempre Colin, Gordon y yo íbamos juntos, metidos en alguna travesura, jugando a los piratas o a algo por el estilo.

– Gordon… ¿se refiere a lord Alwyck?

– Sí. Nos conocemos desde que éramos niños -dijo. Y éramos inseparables, pensó. Nathan apartó esa idea de su cabeza y prosiguió-: Naturalmente, los miércoles estaban siempre dedicados al lago, independientemente del día que hiciera.

– ¿Por qué?

– Porque es el día en que Hopkins se baña en el lago. Nos escondíamos en la orilla y esperábamos a que se hubiera sumergido del todo en el agua para robarle la ropa.

Victoria abrió mucho los ojos y se llevó los dedos enguantados a los labios para ocultar su sonrisa.

– ¿Y le hacían eso al pobre hombre todos los miércoles?

– Sin falta.

– ¿Y él no tomaba represalias?

– Oh, ya lo creo. Aquello se convirtió en una batalla por saber quién era más ingenioso. Hopkins empezó a esconder su ropa en lugares distintos y nosotros la encontrábamos. Él se llevaba una muda adicional, pero también caímos en la cuenta de eso. Escondía una toalla entre los arbustos y nosotros dábamos con ella. Siempre le dejábamos la ropa en el establo, pulcramente doblada, con una nota que decía: «Hasta la semana que viene, el Ladrón Que Te Deja Con El Trasero Al Aire». -Una sonrisa asomó a los labios de Nathan-. Cuando estaba en nuestra compañía, Hopkins fingía que no sabía que éramos nosotros los responsables de los robos. Pero nos ocultábamos en los bosques y le observábamos salir del lago, chorreando, lanzando maldiciones y juramentos, prometiendo venganza contra aquellos «jóvenes gamberros»… aunque el tono de las palabras que utilizaba era decididamente más elevado que eso y desde luego no eran palabras que yo vaya a repetir ante una dama.

Lady Victoria intentó mostrarse severa, pero la diversión que revelaba su mirada no dejaba lugar a dudas.

– ¿Y pudo alguna vez Hopkins con ustedes?

– Oh, ya lo creo. Una vez nos llenó las botas con estiércol de caballo. -Hizo una mueca y se echó a reír-. Jamás olvidaré la expresión que asomó al rostro de Colin cuando metió el pie en su bota. En otra ocasión, Hopkins se largó con nuestra ropa, algo que no puedo decir que no nos tuviéramos bien merecido. Y aunque casi logramos entrar en casa por la puerta de servicio sin ser vistos, desafortunadamente nos tropezamos con dos criadas que en ese momento se dirigían a las habitaciones a cambiar la ropa de cama. Y cuando digo tropezamos, quiero decir que literalmente tropezamos con ellas. Sábanas y fundas de almohadas por los aires, unos chiquillos desnudos y sonrojados, y un par de criadas boquiabiertas y jadeantes. Y, para terminar de empeorar las cosas, mi padre se cruzó con nosotros… Fue todo un espectáculo. Recibimos un buen tirón de orejas por parte de mi padre, que además nos prohibió volver a nadar en el lago.

– ¿Y le hicieron caso?

– Por supuesto que no. -Sonrió de oreja a oreja-. ¿Qué tiene eso de divertido? -Tiró de las riendas de Medianoche hasta detenerlo por completo y señaló-: Ahí está la bifurcación. ¿Qué dirección elige?

Al ver que Victoria se llevaba el dedo a sus labios fruncidos y meditaba su respuesta, Nathan dijo:

– Ahora entiende usted la agonía que supone tal decisión. Imagine, si puede, que sus dos tiendas favoritas de Londres hubieran decidido regalar su mercancía, pero solo durante una tarde, y a la misma hora. ¿A cuál elegiría ir?

– No elegiría ni la una ni la otra. Iría a una de las dos y enviaría a la otra a un criado que actuara en mi nombre.

Nathan no pudo contener la risa.

– Pero se perdería la excitación de poder elegir las prendas personalmente.

– Cierto, pero tendría las prendas de las dos tiendas -afirmó con una sonrisa-. Y, dado que hoy es miércoles, que no deseo interrumpir el baño rutinario de Hopkins prefiero la playa y poder coger algunas conchas.

Nathan saludó su elección con una profunda reverencia.

– Como desee.

Iniciaron el descenso por el sendero que no tardó en estrecharse, obligándoles a avanzar en fila de a uno. Nathan abría la marcha, permitiendo que las visiones del pasado fluyeran a su alrededor. Aquellos eran los senderos de su niñez, preñados de incontables recuerdos, conspirando ahora para resucitar el dolor sordo de la añoranza que creía finalmente enterrada. En un esfuerzo por mantener esa emoción a raya, dijo:

– Ahí delante está el mar. -Mantuvo a Medianoche al paso, incrementando así la sensación de anticipación, conocedor como lo era de la exquisita vista que les esperaba.

En cuanto llegó al final de la curva que dibujaba el sendero, tiró de las riendas de Medianoche e hizo un alto en el camino al tiempo que la panorámica que ofrecía a la vista el punto estratégico donde se encontraban le golpeaba sin compasión. Un cielo cerúleo, salpicado de nubes algodonosas y fundidas en el horizonte con el agua moteada de sol y del blanco de las crestas de las olas, cuyo azul se desgranaba del zafiro más profundo al más pálido celeste en las zonas menos profundas de la playa que se abría bajo sus pies. Los oscuros acantilados se elevaban mayestáticos, a un tiempo misteriosos y austeros, y, como bien sabía Nathan, un tesoro escondido de escondrijos para los contrabandistas.

Una brisa enérgica y salada le refrescó la piel. Nathan alzó el rostro, cerrando brevemente los ojos e inspirando hondo el aroma que desde siempre le había proporcionado una sensación de paz y un anhelo de aventura. Los chillidos de las gaviotas captaron su atención y, al abrir de nuevo los ojos, vio a un grupo de aves grises y blancas flotando al viento, suspendidas durante varios segundos con las alas completamente extendidas antes de lanzarse en picado para capturar un bocado en el mar.

– Oh, Dios… esto es espectacular.