Nathan se volvió a mirar a lady Victoria, cuyos ojos brillaban, sumidos en complacido asombro, mientras su mirada escudriñaba lentamente el panorama que se extendía ante ella. Pensó en ese instante que los ojos de Victoria eran del mismo tono de azul idénticamente intrigante que el de la línea donde el cielo y el mar se encontraban. La vio alzar el rostro hacia el sol, cerrar los ojos e inspirar hondo, exactamente como él acababa de hacer. Luego ella volvió a abrir los ojos y le miró con expresión perpleja.
– No sé con certeza lo que esperaba ver -dijo casi sin aliento-. Pero desde luego no era… esto.
Nathan la miró fascinado, mientras una sonrisa asomaba lentamente al precioso rostro de lady Victoria. Era preciosa hasta cuando fruncía el ceño, pero su sonrisa le hechizaba por completo. El mismo arrebato de atracción que había experimentado la primera vez que había puesto los ojos en ella volvió a sacudirle con pasmosa fuerza.
– Jamás había visto nada semejante -dijo ella con voz queda, trazando un amplio arco con la mano-. La absoluta belleza de los colores, la majestad de los acantilados y del mar desde esta altura… absolutamente magnífico. Debería haberme preparado para lo que estaba a punto de ver, pues la vista me ha dejado sin aliento.
La mirada de Nathan quedó brevemente suspendida en los labios húmedos de la joven.
– Soy de la opinión que hay cosas para las que no podemos prepararnos, lady Victoria. Simplemente… ocurren. Y nos dejan sin aliento. -Se obligó a fijar de nuevo la mirada en sus ojos-. A pesar de las incontables veces que he girado por esa curva y he visto esta misma panorámica, cada vez me quedo maravillado de lo que tengo ante mis ojos. Y no solo porque sea hermoso, sino porque es del todo inesperado.
Ella asintió despacio.
– Sí, eso lo describe a la perfección. Ante un espectáculo así no puedo por menos que lamentar no haber traído conmigo mis acuarelas, aunque esta es sin duda una escena cuya espectacularidad y vibrantes colores son más adecuados para óleo.
– ¿Pinta usted?
Una mancha rosada le tiñó las mejillas, como si acabaran de recibir la pincelada de un pintor invisible.
– Me temo que no lo hago bien, aunque disfruto enormemente del pasatiempo. Nunca he intentado pintar al óleo, pero he traído a Cornwall mis acuarelas.
– En ese caso, debe intentar plasmar esta escena antes de su regreso a Londres.
La mirada de Victoria se desplazó hacia la extensión de arena dorada que tenían debajo.
– ¿Cómo se accede a la playa?
– Hay un sendero a un poco más de un kilómetro de aquí. Sígame.
Victoria a punto estuvo de decir algo y apartó luego a regañadientes la mirada de la vista panorámica para centrar su atención en el sendero que se abría ante ella. Sus ojos quedaron sin embargo prendidos en la ancha espalda del doctor Oliver. La camisa de algodón blanco se tensaba sobre la extensión de piel dorada y lustrosos músculos que tan vívidamente recordaba haber visto el día anterior desde la ventanilla del carruaje. Los rayos de sol atravesaban por entre las hojas y las ramas de los árboles, brillando entre los oscuros mechones de sus cabellos. Manejaba su montura con mano experta, y un escalofrío de alarma la recorrió por entero ante el espectáculo de esas poderosas piernas a horcajadas sobre la silla. Su forma de moverse… desde la fluida facilidad con la que montaba hasta sus andares suaves y casi rapaces… la obligaron a tragar saliva a fin de aliviar la repentina sequedad que le atenazaba la garganta. Cielos, el viejo doctor Peabody, que había sido el médico de la familia durante años, no tenía ese aspecto ni se movía así. No, se movía por la casa con la gracia de un elefante.
Sin embargo, no había nada de desagradable en el doctor Oliver. Con gran esfuerzo, lady Victoria apartó de él la mirada, concentrándose en la belleza del entorno, el sonido de las gaviotas y de la espuma, la enérgica frescura del aire preñado de olor a mar, los atisbos del azul salpicado de blanco entre los árboles. Aun así, mirara donde mirada, era plenamente consciente de la presencia de Nathan a lomos de su caballo delante de ella, y se preguntó en qué estaría pensando él.
Siguieron avanzando durante un cuarto de hora antes de que Nathan se detuviera y desmontara cerca de un pequeño estanque.
– El sendero que lleva a la playa está ahí delante. Podemos dejar aquí a los caballos para que beban y descansen mientras nosotros exploramos.
Medianoche se dirigió de inmediato a beber al estanque mientras el doctor Oliver se acercaba a Victoria. Cuando llegó junto a Miel, levantó los brazos sin decir una palabra para ayudarla a desmontar.
El corazón de Victoria ejecutó en su pecho la más ridícula de las volteretas ante la que no pudo reprimir un reproche interno. Varios habían sido los caballeros que la habían ayudado a desmontar en el pasado sin provocar en ella reacción semejante. No obstante, el hecho de pensar en las enormes manos de doctor Oliver agarrándola por la cintura, un hombre cuyas manos la habían acariciado en una ocasión de un modo que había dejado patente que no era del todo un caballero, la turbó de tal manera que no pudo por menos que reconocer que la…
Excitaba.
A pesar de que su lado más sensato la advertía de que no debía permitir bajo ningún concepto que Nathan se acercara menos de un metro de ella, nada pudo hacer contra el poder abrumador de su emergente yo más osado, que tanto deseaba su roce.
Miró a Nathan desde las alturas y leyó fácilmente la diversión y el desafío impreso en los ojos del médico.
– No muerdo, lady Victoria. Al menos, no muy a menudo.
– Todo un alivio, sin duda -respondió ella despreocupadamente-. Sin embargo, ¿está usted seguro de que yo tampoco muerdo, doctor Oliver?
Los ojos de Nathan parecieron oscurecerse y su mirada descendió suavemente hasta la boca de la joven.
– Según creo recordar. Aun así, es un riesgo que estoy dispuesto a correr.
El significado de sus palabras no dejaba lugar a falsas interpretaciones y Victoria apenas puedo resistirse al impulso de abanicarse con su mano enguantada. Sin duda él recordaba el beso que habían compartido, probablemente con más detalle de lo que ella había sospechado. Bien, si esa información era cierta, excelente. Eso no haría sino ayudar a su causa, algo que había perdido de vista durante unos instantes.
Victoria tendió las manos hacia abajo hasta apoyarlas en los hombros del médico. Él la tomó de la cintura y la bajó al suelo, aunque no con la rapidez y la eficacia que ya habían de mostrado antes otros caballeros. No. Victoria se vio descendiendo al suelo entre sus manos con una deliberada falta de prisa que arrastró su talle a lo largo del musculoso pecho del doctor. La picardía y algo más, algo que le aceleró el corazón, destelló en los ojos de Nathan. Cuando sus pies por fin tocaron el suelo, Victoria sintió el rostro encendido y la respiración entrecortada.
En vez de soltarla, las manos del médico se tensaron alrededor de la cintura de Victoria, cuyos dedos respondieron flexionándose sobre sus anchos hombros. La joven inspiro bruscamente y su cabeza se colmó con la fragancia de éclass="underline" ropa limpia, piel cálida por el sol, todo ello mezclado con un ligero olor a sándalo. Apenas unos centímetros separaban sus cuerpos. La última vez que Victoria había estado tan cerca de él, la habitación se hallaba sumida en la penumbra. Sin embargo esa mañana los envolvía un entramado de lazos de sol. Victoria alzó la mirada y admiró las motas de oscuro dorado que salpicaban los ojos de Nathan, unos ojos que, incluso desde tan cerca, seguían resultando enloquecedoramente inescrutables. Reparó entonces en la fina maraña de arrugas que se extendían desde el extremo de sus ojos, como si Nathan fuera un hombre habituado a la risa. La textura dorada de la piel, suavemente afeitada, se tensaba sobre los pómulos y sobre el firme mentón. Y además estaba la boca…
Sus labios, como todo lo demás en él, la habían fascinado desde el momento en que los había visto. Supuestamente no había hombres bendecidos con bocas tan hermosas como aquella. Los labios de Nathan parecían a la vez firmes y suaves, tan capaces a la vez de proferir bruscas órdenes como de ceder dulcemente. Quizá la respuesta estuviera en la línea precisa y perfecta del labio superior, que contrastaba de forma inesperada con la sensual carnosidad del inferior. Era sin duda una boca que exigía atención, y Victoria sabía que no podía ser la única mujer que sintiera semejante fascinación por ella. Como bien recordaba, Nathan sabía utilizar esa boca.