Выбрать главу

Y de pronto descubrió que deseaba que él la besara de nuevo. Deseaba saber si la magia que había experimentado tres años antes había sido real o solo un producto de su hiperactiva y juvenil imaginación. Había llegado a Cornwall armada con la intención de compartir con él otro beso, pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza la posibilidad de llegar realmente a desear besarle por otra razón que no fuera la venganza. Un ceño se dibujó entre sus cejas. Diantre, desear a Nathan, en cualquiera de sus variantes, no formaba en absoluto parte de su plan. Era él quien debía desearla.

Desvió bruscamente su atención hacia arriba y las miradas de ambos se encontraron. Victoria gimió para sus adentros. Obviamente, él la había sorprendido mirándole. Por si eso fuera poco, peor aún fue la ausencia del menor atisbo de deseo en los ojos del doctor. No, Nathan se limitaba a mirarla con una expresión de absoluto desinterés. Definitivamente, Las cosas no apuntaban bien para su plan de venganza.

A juzgar por lo poco… dispuesto a ser seducido que vio a Nathan, Victoria comprendió que no era el momento óptimo para intentar actuar. Bien, no importaba. Tendría muchas oportunidades durante su visita, aunque no podía negar que le irritaba ver que él había logrado turbarla de ese modo mientras que su proximidad obviamente no había conseguido afectar ni un ápice al doctor. Retiró las manos de los hombros de Nathan y retrocedió varios pasos, más molesta aún al notar que las rodillas casi no la sujetaban. Las manos de él se retiraron de su cintura y, a pesar de que había dejado de tocarla, Victoria habría jurado que seguía sintiendo las huellas de sus manos en el talle.

Varios segundos de silencio se alargaron entre ambos y Nathan se aclaró la garganta antes de hablar.

– ¿Seguimos hasta la playa?

– Por favor.

Victoria echó a andar junto a él, y tuvo que admitir a regañadientes que Nathan era la personificación misma de la cortesía, pues le ofreció la mano allí donde el sendero se empinaba un poco, apartó las ramas del camino para que ella pudiera pasar sin sufrir daño alguno y hasta la tomó del brazo al verla tropezar en una ocasión. Huelga decir que estaba en la obligación de agarrarla, dado que era el único culpable de su tropiezo. Si Victoria hubiera estado concentrada en el sendero en vez de haberlo estado en cómo su hombro rozaba el brazo del médico, nunca habría perdido pie.

Sin embargo, cualquier expresión de fastidio resultó del todo imposible en cuanto se acercaron a la playa. Una franja de arena dorada se extendió ante sus ojos, y al instante la embargó el deseo de extender los brazos y echar a correr sobre sus intactos granos. La brisa marina le zarandeó el sombrero y Victoria se llevó una mano a la cabeza.

– Una causa perdida, sin duda -dijo el doctor Oliver, señalando el sombrero con el mentón-. Estamos a punto de abandonar la protección de los árboles y el viento puede soplar con fuerza.

Victoria siguió con la mano firmemente pegada a la cabeza al tiempo que se adentraban en la arena. Al ver que el viento parecía haber remitido, bajó la mano. Casi de inmediato una ráfaga impregnada en sal le arrebató el sombrero de la cabeza.

– ¡Oh!

El doctor Oliver le dedicó una breve sonrisa y dijo con voz clara:

– Ya se lo había dicho. -Luego echó a correr hacia el agua en busca del sombrero huido. Ver a Nathan cruzando la arena a la carrera la colmó con el abrumador deseo de imitarle. Se agarró las faldas y tiró de ellas hasta sujetarlas por encima de los tobillos, y echó a correr tras él.

Los botines de piel que se había puesto para montar se hundieron en la blanda arena, frenando su progreso, pero el viento le azotó el cabello y el vestido, el sol brillaba en las aguas celestes y el olor a salado frescor le llenó los pulmones, insuflándole una vertiginosa sensación de libertad en nada comparable a ninguna sensación conocida. Una carcajada encantada escapó de sus labios, luego otra, y corrió más deprisa, levantando arcos de granos de arena dorada a su paso.

Siguió corriendo hacia el agua mientras veía cómo el doctor Oliver se agachaba en dos ocasiones a coger su sombrero, aunque ambas tentativas fueron en vano, hasta que por fin logró hacerse con el esquivo objeto por uno de sus largos lazos de satén de color verde oscuro. Nathan la vio correr hacia el cuando estaba sacudiendo la arena del sombrero. Se paró a mirarla mientras ella seguía acercándose. Victoria se detuvo a escasos metros de él, riendo sofocada por la carrera.

– Así que ha recuperado mi sombrero -dijo, hablando en entrecortados jadeos al tiempo que la respiración le inflamaba el pecho-. Gracias.

Nathan le hizo entrega del sombrero.

– De nada. Aunque yo se lo habría dado. No había necesidad de que se agotara de ese modo.

– No estoy agotada. ¡Estoy llena de energía! -Victoria abrió del todo los brazos y giró sobre sí misma un par de veces-. Nunca había estado en un sitio tan vigorizante como esta playa. Diríase que la energía vibra en el aire. Sin embargo, de algún modo me siento… serena. -Hizo un gesto despreciativo con la mano y se echó a reír-. Me temo no poder explicar exactamente cómo me siento.

Él la envolvió en la intensidad de su mirada.

– No es necesario que lo haga, pues entiendo a la perfección lo que dice. Es un lugar que inspira excitación y que infunde paz en el alma.

– ¡Sí! Eso es exactamente.

Una lenta sonrisa que curvó los labios de Nathan aceleró el corazón de Victoria de un modo totalmente distinto a como lo había hecho su improvisada carrera. Se sintió hechizada por la mirada del médico, cautivada por el modo en que la brisa le alborotaba el cabello y por cómo la luz del sol le bañaba en un halo de calidez dorada. Logró obligarse a bajar la mirada y la paralizó reparar en cómo la brisa pegaba la camisa de algodón a su pecho y a su torso, ofreciendo un burlón atisbo de su silueta masculina que resultaba a la vez absolutamente exagerado y casi insuficiente.

Decidida a no volver a verse sorprendida mirando, Victoria volvió la cabeza y sus ojos tropezaron con una concha en la arena. Rápidamente se quitó los guantes y se agachó.

– Mi primer tesoro -dijo al levantarse, sosteniendo en las manos la delicada y nacarada concha blanca.

– Preciosa -murmuró Nathan.

Ella le miró y pudo ver que él no miraba la concha sino a ella con esa misma expresión inescrutable. ¿Qué podría borrar esa expresión de sus ojos y colmarlos de algo fácilmente descifrable como… el deseo?

Aunque no estaba segura de tener la respuesta a esa pregunta, se dio cuenta de pronto de que ardía en deseos por encontrarla.

Capítulo 8

La mujer moderna actual debe dominar el arte del beso, sobre todo el beso de saludo y el de despedida. El de saludo porque marca el tono de su encuentro con un caballero, esencial cuando se trata de seducirlo y fascinarlo. Y el beso de despedida porque ella desea dejarle con algo en lo que pensar… es decir, en ella.

Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.

Tras atar los lazos del sombrero y formar con él un improvisado cesto, Victoria depositó en él su concha y se lo colgó del hombro como si de un bolso se tratara. Acto seguido, vio otra concha a unos metros de ella. Se abalanzó sobre el tesoro, exclamando al tener en sus manos el inusual hallazgo.