– Nunca había visto conchas semejantes -dijo, cogiendo varias más.
– Y todavía no hemos llegado al mejor lugar que ofrece la playa -apuntó el doctor Oliver.
Victoria se protegió los ojos del sol con una mano de dedos cubiertos de arena y, todavía agachada, miró a Nathan.
– ¿No irá a decirme que hay un lugar mejor que este?
Nathan rió.
– Del mismo modo que, como dueño que soy de dos patos, puedo dar fe de que graznan. A menudo, a primera hora de la mañana, cuando menos apetece oírlos. -Le tendió la mano-. Vamos. Le enseñaré el lugar mágico y podrá ir llenando su sombrero durante el camino.
Victoria depositó su mano en la de él y le permitió ayudarla a ponerse en pie. Las palmas de ambos solo se tocaron durante varios segundos antes de que él la soltara, pero el impacto del contacto reverberó por todo su cuerpo. La mano de Nathan era grande, fuerte y cálida. Victoria había podido detectar en ella la rasposa dureza de los callos de la palma, una intrigante textura que hasta entonces jamás había sentido, pues ninguno de los caballeros de su círculo habría construido jamás un corral para animales ni tampoco habría montado sin guantes.
A pesar de que avanzaban despacio, pues Victoria se agachaba cada pocos segundos a coger otra concha, aunque ella no hubiera estado añadiendo piezas a su colección, tampoco habría podido apresurarse más. El fragor de las olas al romper contra la arena y contra los acantilados ofrecía un hipnótico marco al dramático escenario que les rodeaba. Tras recrearse en el sonido durante varios minutos, Victoria dijo por fin:
– ¿Puedo hacerle una pregunta?
– Sí, aunque, a juzgar por su tono, he de suponer que se trata de un asunto que quizá suscite una discusión… Una lástima, pues hasta el momento todo estaba saliendo estupendamente.
– No, no se trata de una discusión. Sin embargo, se trata de una cuestión… personal.
– Ah. Bien, pregunte y yo haré lo posible por satisfacer su curiosidad.
– Antes ha dicho que cuando su misión fracasó, tuvo un enfrentamiento con su padre y con su hermano y que lo mejor para los implicados fue que se marchara.
Nathan miró al frente y un músculo se le contrajo en la mandíbula.
– Sí. -Se volvió a mirarla y sus ojos se clavaron en los de ella-. Supongo que lo que quiere saber es qué fue lo que provocó nuestra separación.
– No le negaré que siento cierta curiosidad, aunque lo que en realidad me preguntaba era si su regreso significa que las diferencias entre ustedes han quedado resueltas. -Al ver que él se limitaba a mirarla, Victoria cayó en su odiosa costumbre de balbucear cuando se sentía desconcertada-. Solo me lo preguntaba porque sé muy bien lo doloroso que puede resultar la ruptura de los lazos familiares. Mi madre rompió los vínculos con su hermana y yo fui testigo de primera mano de lo dañina que la situación fue para ambas antes de que mamá muriera. Simplemente esperaba que su situación hubiera quedado resuelta.
Pronunció las palabras apresuradamente y tuvo que apretar físicamente los labios para poner fin al torrente que amenazaba con desbordarla.
Un ceño tiró de las cejas de Nathan hacia abajo, que de nuevo se volvió y miró al frente.
– La herida sigue abierta, aunque todos maniobramos cuidadosamente a su alrededor, como si se tratara de un montón de algo que hubiéramos limpiado de los establos y no deseáramos pisar. No sé con certeza si llegará a sanar algún día. Cuesta reparar la confianza, una vez rota. Y las palabras, una vez dichas, no pueden ya ignorarse.
– Cierto, pero hay un gran poder en el perdón, tanto para quien lo otorga como para quien lo recibe.
– En ese caso, espero que algún día mi hermano y mi padre lleguen a perdonarme.
«Perdonarle por qué», quiso preguntar Victoria. Aun así, logró contenerse y abrigó la esperanza de que él le ofreciera la información voluntariamente. Pasó casi un minuto de silencio entre los dos antes de que Nathan volviera a hablar.
– El fracaso de esa misión sigue pesando sobre mis hombros. Colin y Gordon recibieron sendos disparos y a punto estuvieron de morir. Las joyas desaparecieron. Creyeron que había sido yo quien había traicionado la misión a fin de quedarme con las joyas.
– ¿Quién lo creyó?
– Todos los que importaban. -Las palabras de Nathan sonaron amargas-. Aunque no llegó a probarse nada contra mí, los rumores fueron muy dañinos.
– ¿Lo hizo usted?
Nathan se volvió a mirarla y Victoria se vio de pronto paralizada por el intenso escrutinio del doctor.
– ¿Cree que lo hice?
– Apenas le conozco lo suficiente para saber si es cierto.
– Y yo apenas la conozco lo suficiente para reconocer haber cometido un crimen.
Victoria asintió despacio, consciente de no haberle oído proclamar su inocencia.
– Así que la nota de mi padre contiene información sobre esas joyas, información que o bien podría reunirle con su botín obtenido de un modo supuestamente poco lícito… cuyo valor intuyo cuantioso…
– Un auténtico tesoro -concedió Nathan.
– … o proporcionarle un modo de limpiar su nombre de toda sospecha… una posibilidad igualmente valiosa.
Nathan arqueó una ceja.
– O mejor aún: quizá sea un modo de llevar a cabo ambas tareas.
– Dado que mi padre le ha enviado esa información, me parece evidente que le considera inocente.
– ¿Ah, sí? Una deducción harto ingenua, lady Victoria. Es igualmente posible que tenga otros motivos.
– ¿Como por ejemplo?
– Como que haya planeado tenderme una trampa. O quizá quiera recuperar las joyas para su propio beneficio económico o político.
Nathan leyó claramente la indignación que arreboló las mejillas de Victoria, pues antes de que ella hablara, añadió:
– No se trata de ninguna acusación, ni siquiera una sugerencia. Me limito simplemente a subrayar que las cosas no siempre son lo que parecen y que a menudo hay más de una explicación o motivo para cualquier circunstancia.
– Eso apesta a excusas, cosa que me hace pensar en algún método más que conveniente para justificar cualquier indiscreción pasada.
En vez de mostrarse ofendido, un brillo malvado asomó a los ojos de Nathan.
– Sin duda algo de lo que todos somos culpables en algún momento u otro de nuestra vida. Hasta usted, lady Victoria.
– No he hecho nada por lo que tenga que expresar mis excusas.
– ¿Nunca? ¿Una mujer hermosa como usted? Oh, vamos. Seguro que en alguna velada algún impertinente rufián quedó fascinado por sus encantos y la convenció para que le concediera un beso. -Se golpeó el mentón con el dedo-. Hum. ¿Quizá sus pretendientes, lord Bransby o Dravenripple?
– Branripple y Dravensby -le corrigió Victoria con una voz fría que nada tenía en común con la oleada de vergüenza que sintió trepar por su cuello-. Y eso no es asunto suyo.
– Y seguro que después -prosiguió Nathan, haciendo caso omiso del tono glacial de la joven -justificó su comportamiento recurriendo a cualquier excusa en vez de aceptar el verdadero motivo de su forma de actuar.
– ¿Y cuál podría ser ese motivo?
– Que encontró tan atractivo al caballero en cuestión como él a usted. Que sentía tanta curiosidad por conocer el sabor y el contacto de su beso como él por conocer el suyo.
Victoria a menudo maldecía su incapacidad para pensar en una respuesta adecuada hasta horas o días después del hecho que la merecía, aunque nunca tanto como en ese momento. El desconsuelo le ardió en las mejillas, pues era plenamente consciente de que él se refería al apasionado beso que habían compartido. Y el hecho de que él hubiera adivinado con semejante certeza que ella no había dudado a la hora de excusar su escandaloso comportamiento no hizo sino confundirla aún más. Nathan se detuvo a coger de la arena una pequeña concha perfectamente formada que sostuvo en alto para proceder a su examen.