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– ¿Quiere que la añadamos a su colección?

Aprovechando la oportunidad para cambiar de tema, Victoria tendió su sombrero.

– Es preciosa -dijo-. Gracias.

– Algo por lo que recordarme -dijo él, depositando el tesoro en el sombrero.

Lo último que Victoria deseaba era ser poseedora de algo que le recordara al doctor Oliver cuando su único propósito al ir a Cornwall era borrarle de su memoria. Aunque por supuesto no tenía la menor intención de hacerle partícipe de sus intenciones. En vez de eso, miró el inmenso acantilado de roca que se elevaba ante ellos.

– Ya casi hemos llegado al final de la playa -observó-. ¿Estamos cerca de ese lugar mágico que ha mencionado?

– Sí. De hecho, está situado directamente sobre nosotros.

– ¿El acantilado?

En vez de responder, Nathan sonrió y le tendió la mano.

– Vamos. Deje que le muestre la magia.

Incapaz de resistirse a la intrigante invitación, Victoria colocó su mano en la de él. Los dedos largos y fuertes del médico se cerraron sobre los suyos, ocasionándole un cálido hormigueo brazo arriba. Cuando, un instante después, se acercaron al prominente acantilado rocoso, todo pareció indicar que Nathan pretendía adentrarse directamente en la tosca superficie de la roca. Para asombro de Victoria, la llevó al interior de una estrecha grieta inteligentemente disimulada en la piedra, tan estrecha que tuvieron que avanzar de costado para poder recorrerla.

– Con cuidado -dijo él, moviéndose despacio-. En algunos lugares las rocas pueden estar afiladas.

Victoria siguió su ejemplo, deteniéndose cuidadosamente sobre la arena apelmazada, evitando rozar contra la roca negra y escarpada. El aire en el estrecho pasadizo era frío y quieto y, cuanto más se adentraban en la grieta, menor era la intensidad de la luz. El sonido de las olas remitió hasta quedar reducido a un eco lejano. El pasadizo se ensanchó lo suficiente para permitirles caminar en fila de a uno, pero entonces fueron engullidos por una total oscuridad. Aunque Nathan iba a no más de medio metro por delante de ella, Victoria no podía verle.

El médico debió de sentir su aprensión porque susurró: -No se alarme. Ya casi hemos llegado. Victoria notó que doblaban una esquina y, aliviada, vislumbró ante ellos lo que parecía un pálido retazo de luz. Doblaron una segunda esquina y de pronto se encontró en una caverna circular de aproximadamente unos cuatro metros de diámetro. Un pálido halo de luz iluminaba débilmente la zona, y Victoria levantó los ojos. Un pequeño fragmento de cielo azul quedaba visible a través de una abertura rectangular en la piedra a muchos, muchos metros por encima de su cabeza.

– ¿Qué lugar es este? -preguntó, dejando el sombrero en el suelo y girando despacio sobre sí misma.

– Uno de mis lugares predilectos. Lo descubrí por casualidad cuando era niño durante una de mis eternas exploraciones. La bauticé la Cueva de Cristal.

– ¿Por qué la Cueva de Cristal? No veo ningún cristal.

– Eso es solo porque obviamente una nube tapa el sol. Pase el dedo por la pared.

Extraña petición, aunque Victoria pasó ligeramente la yema de un dedo por la tosca superficie de la roca. Él le tomó la mano y se la acercó a los labios. -Saboréelo -dijo con voz queda.

Una petición aún más peculiar. Sin embargo, sin apartar los ojos de los de él, Victoria se llevó a la lengua la yema del dedo.

– Salado -dijo.

Nathan asintió.

– Esta caverna se llena de agua con la marea alta… algo que descubrí por las malas y que casi no viví para contar. Pero es así durante la marea baja. Cuando el sol incide en los cristales de sal seca acumulados…

Su voz enmudeció en el momento en que un resplandeciente rayo de sol iluminó la cueva. Victoria contuvo una exclamación cuando de pronto las oscuras paredes destellaron en un mar de chispas de luz.

– Es como estar rodeada de resplandecientes diamantes -dijo, encantada y maravillada ante el espectáculo. De nuevo giró despacio sobre sí misma-. Jamás había visto algo semejante. Es… deslumbrante.

– Sí. Casi había olvidado hasta qué punto.

Victoria dejó de girar y le miró. Entonces se quedó inmóvil cuando descubrió que Nathan también la miraba. El corazón le dio uno de esos ridículos vuelcos que parecía ejecutar cada vez que se encontraba junto a él.

– Supongo que su hermano, lord Alwyck, y usted vivieron aquí muchas aventuras. Nathan negó con la cabeza.

– Nunca les hablé de este lugar. -Apoyó los hombros contra la pared y la miró con una enigmática expresión-. Jamás había traído aquí a nadie. Hasta ahora.

Sus suaves palabras parecieron resonar en las deslumbrantes paredes. Apoyado contra la roca, en sombrío contraste contra los deslumbrantes cristales, parecía oscuro, ligeramente peligroso… muy semejante al disoluto pirata en el que ella le había imaginado convertido en una ocasión… y sumamente delicioso. El corazón le latía con tanta fuerza contra el pecho que se maravilló de que el sonido no reverberara contra las deslumbrantes paredes.

– Supongo entonces que debería halagarme el hecho de que me haya traído con usted -dijo Victoria, orgullosa del tono despreocupado que había logrado emplear. Aun así, la curiosidad la llevó a preguntar-: ¿Por qué lo ha hecho?

Nathan observó brillar el mar de destellos de luz alrededor de Victoria, envolviéndola en lazos de chispas, y cualquier buena intención que pudiera haber albergado le abandonó en ese mismo instante. Parecía una princesa bañada en diamantes, con sus sedosos rizos en glorioso desorden por obra del viento y esos labios carnosos brillando a la luz, tentándole como el canto de una sirena. Se apartó de la pared con un ligero empujón y se acercó a ella despacio.

– Podría darle un buen número de motivos plausibles, como que deseaba desempeñar el papel de cortés anfitrión y que creí que le gustaría. O que de repente me embargó un irresistible deseo de visitar la cueva y, como no podía dejarla sola en la playa, la traje conmigo. Y, a pesar de que ambos motivos son ciertos, si los empleara como respuesta, estaría exculpando mi comportamiento en lugar de admitir el verdadero motivo.

Cuando apenas les separaba medio metro, Nathan extendió el brazo y tomó la mano de Victoria, cuyos ojos se dilataron ligeramente, aunque no hizo ademán de detenerle. Por el contrario, se humedeció los labios con la punta de la lengua, sin duda en un gesto inconsciente, aunque bastó para lanzar un torrente de calor líquido a la entrepierna del médico. Demonios, pocas posibilidades tenía Nathan de ser inmune al beso de Victoria si ella conseguía provocar en él tan dolorosa excitación antes incluso de que los labios de ambos se hubieran unido.

– ¿Cuál es el verdadero motivo? -susurró Victoria.

– ¿Está segura de que desea saberlo? -Y, al verla asentir, dijo-: Siento curiosidad por saber si el beso que compartimos en su momento resultaría tan delicioso en una segunda ocasión. -Colocó entonces la mano de ella sobre su pecho, justo sobre el punto donde su corazón palpitaba como si acabara de correr en una carrera, la tomó suavemente de la cintura y la atrajo lentamente hacia él. Cuando entre ambos hubo apenas unos centímetros, preguntó-: ¿Está dispuesta a admitir que desea lo mismo?

Nathan se quedó totalmente inmóvil, esperando una respuesta, preguntándose si Victoria haría alarde del mismo valor que ya había mostrado la noche anterior o si, por el contrario, se ocultaría tras una falsa cortina de reserva remilgada y doncellesca. Victoria se apoyó contra él, levantó la cabeza y susurró:

– Deseo lo mismo.

«Gracias a Dios.» Nathan logró a duras penas reprimir el deseo primitivo y casi abrumador de atraerla bruscamente hacia él y devorarla, y se limitó a inclinar lentamente la cabeza hacia esos labios tentadores que tanto le habían atormentado durante incontables horas. Por fin descubriría si simplemente había imaginado lo maravilloso que había sido el beso compartido en un pasado ya remoto.