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Victoria parpadeó y entrecerró los ojos.

– Doctor Oliver…

– Nathan. Creo que deberíamos dejar a un lado tanta formalidad, ¿no te parece?

– Nathan… no sabría decir si estás siendo sincero o simplemente te burlas de mí. Bien es sabido que los espías sois muy habilidosos.

– No negaré que puedo ser muy hábil cuando la ocasión lo requiere. Pero en este caso soy sincero.

Victoria le observó durante varios segundos.

– Quiero darte la nota -dijo-, pero insisto en hacerlo según mis condiciones. Quiero ayudar en la búsqueda de las joyas. -Apartándose de él, se paseó hasta los estrechos confines de la cueva y se detuvo a mirarle. Sus rasgos siguieron revelándose resolutos, pero sus ojos… esos enormes ojos azules que a Nathan le recordaban al mar… le suplicaron-. Nathan, a pesar de haber sido mimada y consentida toda mi vida, últimamente se me trata como si no fuera más que un objeto decorativo. Soy a la vez admirada e ignorada. Los hombres me oyen cuando hablo, pero no me escuchan. ¿Tienes idea de lo frustrante que eso puede llegar a ser? Y aunque casi siempre me las he ingeniado para reprimir estos sentimientos, últimamente…

Dejó escapar un largo suspiro y su actitud bravucona pareció menguar visiblemente.

– Últimamente he experimentado una inquietante y desconocida sensación de descontento que me obliga a dejar de aceptar aquello que no es de mi agrado. Las cosas que no me parecen justas. Y estos sentimientos han llegado a un punto crítico con el descubrimiento de la ocupación secreta de mi padre. Durante años él ha llevado una vida de aventura mientras a mí se me mentía y se me relegaba a una existencia tan excitante como ver secarse una gota de pintura. -Bajó la barbilla y miró al suelo-. Hasta que me has traído a esta cueva, el momento más excitante de mi vida fue el día en que me besaste en la galería.

Esa admisión, apenas susurrada, se estampó contra Nathan con la fuerza de un puñetazo en el pecho. Tensó los dedos que seguían bajo el mentón de Victoria, apremiándola a levantarlo suavemente hasta que las miradas de ambos se encontraron. Para su alarma y desconsuelo, los ojos de ella brillaban, llorosos.

– No irás a llorar, ¿verdad?

– Por supuesto que no. No soy ninguna llorona.

– Bien. Porque no soy la clase de hombre que se deje persuadir por las lágrimas femeninas. -Su conciencia le sacudió en pleno trasero al ser testigo de semejante mentira. Maldición, si Victoria le hubiera reñido, exigiendo salirse con la suya, él podría haberse enfrentado a ella, pero esa muestra de vulnerabilidad lo dejó desarmado. Por supuesto, antes muerto que permitir que ella lo notara.

Una chispa de rabia destelló en los ojos de Victoria, que se J apartó de él.

– Y yo no soy la clase de mujer que recurra a las falsas lágrimas y a engatusar con ellas a un hombre para que me dé lo que quiero.

– No. Ya veo que eres más de las que prefieren apalear a un hombre con tus exigencias.

– Simplemente estoy harta de que se me trate como a una bobalicona cabeza hueca por ser mujer.

– No me pareces una bobalicona cabeza hueca. Es más, estoy convencido de que eres incluso demasiado lista.

Victoria pareció recuperarse.

– Ejem… gracias. Demasiado lista para darte la nota sin que accedas a respetar mis condiciones.

– De acuerdo.

– No pienso transigir en esto.

– Muy bien.

– Y no pienses ni por un momento en que seré víctima de… -Le miró con los ojos entornados-. ¿Cómo dices?

– Que acepto tus condiciones.

– ¿Que ayudaré en la búsqueda de las joyas?

– A cambio de mi carta. Sí. Sin embargo, también yo tengo mis condiciones.

– ¿Que son…?

– Puesto que tengo experiencia en estos asuntos y tú no la tienes, espero que sigas mi consejo.

– Siempre que accedas a no desestimar mis ideas terminantemente, me parece aceptable. ¿Algo más?

– Sí. Existe la posibilidad de que haya algún peligro implícito en todo este asunto. Tu padre te ha enviado aquí por razones de seguridad y es mi deber ocuparme de que nada te ocurra. Insisto en que me des tu palabra de que no correrás ningún riesgo ni te aventurarás sola en ningún momento.

Victoria asintió.

– No tengo el menor deseo de correr ningún peligro. Tienes mi palabra. Entonces… ¿hemos llegado a un acuerdo?

– Sí. Bueno, salvo por el último detalle.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Victoria con un tono preñado de recelo.

– Debemos sellar nuestro acuerdo como lo hacen todos los espías.

– Ah, muy bien. -Le tendió la mano.

– Con un beso.

Ella retiró bruscamente la mano y entrecerró los ojos sin dejar de mirarle.

– ¿Qué bobada es esta?

– Los espías sellan sus acuerdos con un beso. -Cuando Nathan dio un paso hacia ella y Victoria retrocedió apresuradamente, él chasqueó la lengua-. Henos aquí, apenas unos segundos después de nuestro acuerdo, y ya lo estás incumpliendo, Victoria. Hemos acordado que, como el experto en cuestiones relacionadas con el espionaje soy yo, seguirías mi consejo. -Dio otro paso hacia ella, al que Victoria respondió con otro paso atrás.

– Y yo estaré encantada de seguir tu consejo cuando dejes de soltarme semejantes bobadas. ¿Un beso para sellar un acuerdo, dices? Y ahora supongo que esperarás que crea que sellaste acuerdos con mi padre, tu hermano y con lord Alwyck con un beso.

Otro paso adelante por parte de Nathan, otro paso atrás por parte de ella.

– Por supuesto que no. Los hombres espías se estrechan la mano empleando un código secreto. Solo los acuerdos entre los y las espías se sellan con besos. Está todo escrito en el Manual Oficial del Espía.

– ¿El Manual Oficial del Espía? -Victoria soltó un bufido de incredulidad-. Estás de broma.

– Hablo totalmente en serio. Como sabrás, el espionaje cuenta con reglas muy precisas, y tienen que estar escritas en alguna parte. De ahí la existencia del manual.

– ¿Y tienes un ejemplar?

– Por supuesto.

– ¿Me lo enseñarás?

Nathan sonrió y dio otro paso hacia ella.

– Mi querida Victoria, estaría encantado de enseñarte cualquier cosa que desees ver.

Victoria tragó saliva, retrocedió un paso más y su espalda fue a dar contra la refulgente pared. Alzó el mentón.

– Tengo la sensación de que eso de «sellar el acuerdo con un beso» no es más que una treta para volver a deslizar tu mano en el interior de mi corpiño.

– Aunque reconozco que la idea no deja de resultar tentadora, te demostraré mi sinceridad. -Nathan volvió a dar un paso adelante, deteniéndose cuando apenas les separaban unos centímetros. Alargó entonces los brazos, y, despacio, posó las manos en la pared de piedra a ambos lados de la cabeza de Victoria-. ¿Lo ves? Ni siquiera te tocaré. Mis manos seguirán exactamente donde están. Y ahora, ¿podemos sellar nuestro acuerdo?

Victoria siguió con la espalda pegada a la tosca pared de piedra, e intentó desesperadamente reunir la indignación que debería estar sintiendo contra él por haber vuelto a engañarla así una segunda vez. Sin embargo, en vez de indignación, un profundo anhelo y un estremecimiento puramente femeninos la sacudieron. ¿Había pasado menos de una hora desde que se había preguntado cómo serían los ojos de Nathan colmados de deseo? Bien, pues ya lo sabía. Brillaban con una combinación de avidez y de excitación ante la que sintió como si sus faldas hubieran prendido fuego. A pesar de que él no la tocaba, podía sentir el calor que manaba de todo su ser. Oler su cálida piel, la sutil fragancia del sándalo, del algodón almidonado, todo ello mezclado con la fresca y húmeda brisa marina. Todavía tenía que recuperarse del último beso devastador de Nathan. Lo cierto es que no estaba del todo segura de que las piernas la sostuvieran con un segundo beso. Pero sin duda la mujer moderna actual desearía descubrirlo…