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La cabeza morena de Nathan descendió sobre la de ella. Los ojos de Victoria se cerraron y pegó sus puños cerrados contra la pared, preparándose para la frenética embestida.

Embestida que nunca llegó. En vez de eso, Nathan depositó unos besos ligeros y aéreos, tan suaves como alas de mariposa, en su frente. En la sien y en los labios. En los párpados cerrados, en la línea del mentón, en las comisuras de la boca. El cálido aliento de Nathan, perfumado con algo especiado que a Victoria le recordó a la canela, le acarició la piel con el mismo toque suave que sus labios. Cuando la boca de él rozó con suavidad la suya, el corazón de Victoria palpitaba ya con tanta fuerza que pudo incluso sentir el frenético latir por lodo el cuerpo… En las sienes. En la base del cuello. Entre las piernas.

Ansiosa de pura impaciencia, Victoria se preparó para la exigente embestida del beso de Nathan, pero él volvió a sorprenderla apenas rozándole los labios. Fue un contacto lento y suave, seguido de un pausado roce de su lengua a lo largo de su labio inferior. Los labios de Victoria se abrieron y Nathan la besó lenta y suavemente, con una total falta de prisa que la derritió y la enloqueció a la vez. El cuerpo de ella anhelaba sentirse uno con el de Nathan. Sentir sus manos deslizándose sobre ella y pasar a su vez las suyas sobre él. El calor la inundó, concentrándose en el vientre. Juntó las temblorosas piernas en un esfuerzo por aliviar la hormigueante presión que se abría paso entre sus muslos, aunque la fricción no hizo sino frustrarla aún más. Deseaba, necesitaba más. Sin embargo, en cuanto deslizó la mano alrededor de la cintura de Nathan para atraerlo hacia ella, él dio un paso atrás. Un gemido de protesta surgió de labios de Victoria y sus manos cayeron inertes a sus costados. Agradeció la sólida pared que protegía su espalda y que le impidió deslizarse a la arena del suelo convertida en un ser jadeante y gelatinoso.

Victoria abrió con sumo esfuerzo los ojos y reparó, presa de un arrebato de despecho, que Nathan no estaba en absoluto alterado, cuando ella se sentía totalmente fuera de sí. Mientras seguía apoyada contra la pared, intentando recobrar el aliento y calmar su pulso enloquecido, Nathan recogió del suelo su fular. Sin pedirle permiso, le colocó el delicado pañuelo de encaje de blonda al cuello, fijándoselo con dedos ágiles a la parte superior del vestido. Después le ajustó el corpiño con un diestro tirón, dando muestra de una facilidad sin duda fruto de la práctica que indicaba que estaba muy familiarizado con los entresijos del vestuario de las damas. Una oleada de calor la recorrió por entero, y Victoria se preguntó si Nathan se mostraría tan experto a la hora de desnudar a una mujer.

Nathan posó de nuevo en ella una mirada inexcrutable.

– Nuestro acuerdo ha quedado sellado, Victoria. Mi nota, te lo ruego.

Victoria no tuvo más remedio que apretar con firmeza los labios ante la voz áspera y profunda que Nathan empleó para pronunciar su nombre a fin de contenerse y no pedirle que volviera a pronunciarlo.

– Te la daré en cuanto volvamos a la casa.

Una ceja oscura se arqueó bruscamente.

– Si es tu modestia la que intentas proteger, permite que te recuerde que estoy ya familiarizado con lo que oculta tu corpiño.

El fuego abrasó las mejillas de Victoria. Aun así, agradeció las palabras de Nathan, pues vio en ellas un recordatorio más que necesitado de que aquel hombre arrogante era un peligro para su paz interior.

– La nota no está escondida en mi corpiño. Te la daré cuando lleguemos a Creston Manor.

Nathan la observó con atención durante varios segundos, y Victoria respondió a su escrutadora mirada con una frialdad semejante. Por fin, él asintió.

– Muy bien. En ese caso, volvamos.

Nathan cogió el sombrero lleno de conchas de Victoria, se lo acomodó bajo el brazo y le tendió la mano. Sin pronunciar palabra, ella deslizó su mano en la de él y le permitió sacarla de la cueva. En cuando emergieron del estrecho pasadizo oculto entre las rocas, Nathan la soltó y Victoria se deshizo de la absurda sensación de decepción que la invadía. No había motivo para sentirse desilusionada. En realidad, debería estar pletórica. Hacía menos de veinticuatro horas que había llegado a Cornwall y ya había conseguido su objetivo: dar a Nathan un beso que él tardaría en olvidar. No obstante, tenía que hacer frente al hecho indiscutiblemente molesto de que también él le había dado un beso que ella tardaría en olvidar. Diantre, eso no había entrado en sus planes.

Fue entonces consciente de otra molesta consideración. ¿Realmente le había dado un beso que él tardaría en olvidar? A pesar de que no había la menor duda de que él se había mostrado físicamente excitado ante el encuentro, ¿cómo podía estar segura de que no olvidaría aquel beso pasados cinco minutos? Quizá ya lo habría olvidado.

Miró a Nathan con el rabillo del ojo mientras cruzaban la playa y apretó los labios con firmeza en una combinación de desconsuelo y de fastidio. Él caminaba tranquilamente a su lado como si no tuviera ninguna preocupación, con el rostro vuelto hacia el sol y el viento alborotándole los oscuros cabellos. Nathan se agachó y cogió de la arena una concha pequeña de perfecto nácar. Una sonrisa asomó a las comisuras de sus labios. Parecía a la vez imperturbado, despreocupado y sin duda en absoluto dedicado a darle vueltas al rato que habían pasado juntos en la cueva.

Incapaz de reprimir sus deseos por saber, Victoria dijo:

– ¿Puedo preguntarte qué estás pensando?

Nathan se frotó la mano contra el estómago.

– Me preguntaba lo que la cocinera habrá preparado para el almuerzo. Espero que sea abundante. Estoy muerto de hambre.

Comida. El muy puñetero estaba pensando en comida. Apretando la mandíbula para prohibirse así hacerle cualquier otra pregunta cuya respuesta no estuviera dispuesta a oír, Victoria siguió en silencio durante el resto del camino de regreso a la casa. Cuando se acercaban a las cuadras, vio a lord Sutton y a lord Alwyck de pie en la amplia entrada. Ambos la miraban atentamente, y Victoria reparó en el desastre en que debían de haber quedado convertidos sus cabellos a causa de la enérgica brisa. «Y de los largos dedos de las manos de Nathan», añadió su ladina voz interior.

«Bah.» El viento le había deshecho el peinado mucho antes que Nathan la tocara. Lo cierto es que le estaba agradecida al viento racheado pues sin él no habría tenido ninguna otra explicación que justificara su aspecto despeinado.

Sentado a horcajadas sobre Medianoche, Nathan observaba en qué modo su hermano y Gordon miraban acercarse a Victoria y decidió que no le gustaba lo que veía. Gordon la miraba como si Victoria fuera un deleitable confite y él hubiera adquirido de pronto una gran afición a los dulces. La expresión de Colin era igualmente absorta. Por lo que vio, a Nathan no le cupo duda de que ninguno de los dos hombres manifestaría la menor objeción ante la posibilidad de asumir su obligación de proteger a Victoria. Una sensación decididamente desagradable, que, según se dijo, no era otra cosa que hambre, le atenazó las entrañas.

La mandíbula de Nathan se tensó al ver que Victoria apenas había tenido tiempo de refrenar a Miel cuando Gordon la saludaba ya con una amplia sonrisa.

– Qué atractiva está usted, lady Victoria.

Ella rió.

– Es usted galante en exceso o espantosamente miope, lord Alwyck, pues bien sé que debo de estar horrible. El viento que soplaba en la playa me arrebató el sombrero y me temo que también el peinado.

– Pues yo tengo una visión perfecta -dijo Colin, uniéndose a ellos y sonriendo a Victoria-, y estoy de acuerdo con lord Alwyck. Está usted muy atractiva. ¿Ha disfrutado de su visita a la playa?