– Mucho. El paisaje era impresionante y he llenado mi sombrero con las conchas más preciosas.
– Yo también he disfrutado del paseo -dijo Nathan secamente, acercando a Medianoche a la montura de Victoria.
– Pero ¿dónde está su acompañanta, lady Victoria? -preguntó Gordon, lanzando a Nathan una mirada desaprobatoria.
– ¿Desde cuándo se requiere la presencia de una acompañanta para dar un paseo a caballo a plena luz del día? -interrumpió Nathan, mirando a Gordon con una expresión fría con la que le desafiaba a sugerir que lady Victoria o él podían haber actuado de un modo inadecuado-. El riguroso paseo a caballo y el no menos riguroso paseo por la playa habrían resultado sin duda agotadores para lady Delia.
Gordon y Colin volvieron a depositar toda su atención en Victoria. Gordon la ayudó a desmontar y Nathan reparó, tensándose, en que las manos de su amigo permanecían en la cintura de ella unas décimas de segundo más de lo estrictamente necesario. Y en que un favorecedor rubor teñía, como resultado, las mejillas de Victoria.
Nathan bajó del caballo de un salto. Colin, que sujetaba las riendas de Miel, se las entregó como si fuera un mozo de cuadras. Disgustado como no recordaba haberlo estado hasta entonces, Nathan condujo a los dos caballos a la cuadra, seguido al sombrío interior por el sonido de la risa de Victoria, que en ese momento disfrutaba de las atenciones de sus dos nuevos admiradores. Todo hacía pensar que tendría que arrebatársela a Colin y a Gordon para llevarla de regreso a la casa a buscar su nota. De pronto se le ocurrió que si Colin hubiera acompañado a Victoria a la cueva, con toda probabilidad los talentosos dedos de su hermano podrían a esas alturas haberla liberado de la nota, aunque, maldición, la idea de Colin poniendo las manos encima de Victoria no le sentó nada bien.
– ¿Ha disfrutado del paseo, señor Nathan? -preguntó Hopkins, acercándose a saludarle desde el cuarto de los aperos.
– Ha sido… estimulante. E intrigante, pensó con estremecimiento. Y dolorosamente excitante, añadió para sí.
– Así que estimulante, ¿eh? -Hopkins asintió pensativo-. Un paseo en compañía de una mujer hermosa suele serlo. -Señaló con la cabeza hacia la entrada donde Colin, Gordon y Victoria estaban concentrados en una animada conversación-. Al parecer hay cierta competición por su atención.
Los hombros de Nathan se tensaron.
– Yo no participo en la competición por sus favores.
– Naturalmente que no. Ella solo tiene ojos para usted.
La cabeza de Nathan se volvió bruscamente para mirar a Hopkins.
– ¿A qué se refiere?
Sin duda su voz había sonado más afilada de lo que pretendía, pues Hopkins le miraba entre dolido y sorprendido.
– Disculpe, señor Nathan. No era mi intención faltarle al respeto. Es solo que usted y yo solíamos hablarnos sin rodeos.
Nathan se pasó una mano por el cabello y en silencio maldijo su desconsideración. Hopkins llevaba con la familia desde antes de que él naciera, y él siempre había tenido a aquel hombre bondadoso que adoraba los caballos por un amigo.
– Aun podemos hablar sin rodeos -dijo Nathan, cerrando la mano sobre el hombro del anciano-. Perdóneme. Es solo que sus palabras me han sorprendido.
Hopkins aceptó las disculpas con un movimiento de cabeza y dijo:
– Soy yo el sorprendido. Normalmente es usted un gran observador. ¿No ha reparado en cómo le mira?
– De hecho, sí. Como si quisiera ensartarme en un espetón y asarme a fuego lento.
– Sí, esa era precisamente la mirada -dijo Hopkins con una risilla-. Está loca por usted, créame. -Miró a Nathan con ojos entrecerrados-. Me pregunto si ella se habrá dado cuenta de cómo la mira usted.
– ¿Como si quisiera meterla en el primer carruaje que salga de Cornwall?
– No. Como si fuera un melocotón maduro que deseara arrancar del árbol. Y darse un banquete con él.
Maldición, ¿cuándo se había vuelto tan condenadamente transparente? Antes de que pudiera articular una negativa, Hopkins se rió entre dientes.
– Y tampoco me parece usted muy feliz al respecto. Y a mí no me lo niegue. Soy capaz de leerle las intenciones desde que era un chiquillo. -Entornó los ojos, volviendo la mirada lucia la salida, ahora vacía-. Una buena potranca esa lady Victoria. Enérgica… eso se ve. Y buena amazona. Aunque no deja de ser una jovencita malcriada de Londres… para nada el tipo de dama que a usted solía gustarle. Y algo me dice que usted tampoco es la clase de hombre en el que ella normalmente se fija.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué clase de hombre soy yo?
– Es más la clase de hombre que no es. No es uno de esos engreídos y elegantes londinenses que pasean su nariz fruncida de fiesta en fiesta. Usted es un hombre decente y trabajador. No pretendo ofender a la dama, pero dudo mucho que haya mirado dos veces a alguien de tan baja condición como pueda ser un médico. Comprensible. Aunque lo esté haciendo ahora. -Hopkins observó a Nathan-. Y usted le devuelve la mirada.
– Parece haber adivinado mucho en muy poco tiempo -dijo Nathan.
Hopkins se encogió de hombros.
– Está en mi naturaleza observar a la gente.
Antes de que Nathan pudiera articular otra respuesta se oyó una conmoción que provenía del exterior, seguida de un fuerte grito que sin duda alguna procedía de Victoria.
– ¡Oh! ¿Qué haces? ¡Basta!
Nathan corrió hacia las puertas con Hopkins pegado a sus talones. Al salir, se detuvo de golpe y abarcó con la mirada el espectáculo que tenía ante sus ojos. Gordon y Colin, con aspecto apesadumbrado, estaban arrodillados junto a Victoria, que se había agachado y se agarraba el dobladillo del vestido. Su rostro estaba por completo desprovisto de color. Los tres miraban fijamente a Petunia, que estaba de pie junto a ellos y cuyo barbado mentón se movía de atrás adelante mientras masticaba.
Nathan se adelantó a grandes zancadas y se agachó junto a Victoria, alarmado ante su palidez. La tomó de los brazos.
– ¿Estás bien? ¿Qué ha ocurrido?
– Esta cabra idiota tuya es lo que ha ocurrido -dijo Gordon, cuyo tono de voz rezumaba enojo-. No solo el animal le ha dado a lady Victoria un susto de muerte, sino que le ha hecho un agujero en su traje de montar. Este animal es una amenaza. Podría haberla mordido.
La mirada de Nathan se desvió hacia Petunia, que movió el rabo y a continuación se alejó tranquilamente hacia el corral. Nathan volvió entonces a concentrar su atención en Victoria y dijo:
– No te has hecho daño, ¿verdad?
Cuando ella respondió negando con la cabeza, él se puso en pie y la ayudó a levantarse.
– Te ruego que aceptes mis disculpas. Petunia es famosa por mordisquear lo que no debe. Me aseguraré de que te arreglen el traje de montar. Y, si no es posible, me encargaré de que te den uno nuevo.
– No es mi traje de montar lo que me preocupa -dijo ella con un hilo de voz. Alzó la mirada hacia él con ojos compungidos-. Es tu nota.
– ¿Qué pasa con mi nota?
– Tu cabra acaba de comérsela.
Capítulo 10
La mujer moderna actual no debería bajo ningún concepto desaprovechar la oportunidad de ver a un espécimen masculino superior, sobre todo si este se encuentra en cierto estado de desnudez. Si debe enfrentarse a semejante golpe de buena fortuna, no debería permitir que la modestia la llevara a malgastar tan venturoso giro de los acontecimientos. Debe, pues, disfrutar del momento, aprovechar la ocasión al máximo y prepararse para lo que pueda venir a continuación.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima.
Charles Brightmore.
Con el estómago encogido de incredulidad y de miedo, Victoria vio que Nathan entornaba los ojos. Esperó oírle gritar, aunque él se limitó a hablar con una calma silente y glacial.
– ¿Cómo dices?