Se acercó un poco más al espejo y con gesto vacilante se llevó hasta ellos las yemas de los dedos. Solo había un modo de describir su boca enrojecida e inflamada: una boca profusamente besada. Sus ojos se cerraron y, en el curso de un pálpito, los pensamientos que había intentado reprimir invadieron su mente. El modo vertiginoso en que él la había abrazado y la había acariciado, la estremecedora dureza del cuerpo de Nathan pegándose a ella, la deliciosa sensación de pasar las manos por aquel fuerte torso y la no menos fuerte espalda. A pesar de todo lo que había aprendido de la Guía femenina jamás había llegado a imaginar lo que había compartido con Nathan en la cueva. Él había dicho que sentía curiosidad por saber si una segunda vez podía resultar mejor que la primera. Victoria no creía posible que la magia a la que él la había introducido tres años antes pudiera verse superada. Pero así había sido. Y, Dios del cielo, cuánto había deseado que el no parara.
Irguió la espalda y lanzó una mirada ceñuda a su reflejo.
– Ten cuidado con este hombre y no lo subestimes -susurró a la mujer de ojos dilatados que la miraba desde el otro lado. El plan consistía en volverse inolvidable para él… y no al contrario. Si Nathan y ella iban a darse otro beso, Victoria se aseguraría de que fuera bajo sus condiciones.
Una vez tomada esa decisión, optó por no llamar a Winifred, sabiendo como sabía que aquella boba de mirada escrutadora notaría al instante su estado agitado y sus labios inflamados por los besos. En vez de eso, simplemente se quitó el traje de montar, utilizó la jofaina para refrescarse y procedió a desenmarañarse el pelo. Después de peinarse los rebeldes rizos en un sencillo recogido griego, se puso su vestido de día de muselina celeste, su favorito. Acababa de introducir los pies en las chinelas a juego cuando llamaron a la puerta. En cuanto dio orden de pasar, una sonriente y joven criada entró en la habitación con una bandeja de plata que dejó sobre la mesa de cerezo situada junto a la cama. Un aroma tentador flotó desde las tapas que cubrían los platos y el estómago de Victoria rugió de anticipación.
– Huele fantásticamente.
– Es una de las especialidades de la cocinera, mi señora. Un jugoso y abundante estofado hecho con un surtido de mariscos de la zona. La cocinera lo ha preparado especialmente para el doctor Nathan porque es su plato favorito.
Teniendo en cuenta que Nathan se negaba en redondo a comerse a los animales que le regalaban como forma de pago, a Victoria no le sorprendió que su plato favorito fuera el pescado. En cuanto la criada se retiró, hundió la cuchara en la rica mezcla y extrajo un poco de caldo con una pequeña porción de desmenuzado pescado blanco. Tuvo que contenerse para no poner los ojos en blanco de puro éxtasis. Jamás había probado nada más delicioso. Dos blandos panecillos acompañaban el estofado y Victoria los empleó para dar cuenta de los restos del sabroso almuerzo. Sin duda el mar y el aire salado afectaban su apetito, pues no recordaba haber disfrutado tanto de una comida. Tanto era así, que miró el cuenco vacío y suspiró, desolada.
Dejando a un lado la servilleta de lino, se dirigió al vestíbulo, desde donde Langston la acompañó a la biblioteca.
Se quedó junto a la entrada y dejó vagar la mirada por la habitación perfectamente amueblada. El sol entraba a raudales por los enormes ventanales que ocupaban la mitad centra, de la pared posterior y el cristal reluciente estaba flanqueado por estanterías de madera oscura repletas de volúmenes forrados en cuero. Había un escritorio enorme, situado delante de las ventanas para aprovechar la luz natural. Otra pared tapizada de estanterías cubría los siete metros que separaban el suelo del techo, haciendo las delicias de Victoria y colmándola con la necesidad de explorar la maravillosa habitación. El alegre resplandor que ardía en la rejilla de una inmensa chimenea de mármol ocupaba la pared opuesta y bañaba la sala en un agradable calor. Una alfombra Axminster en tonos azules y marrones cubría el suelo y confortables grupos de sillas exageradamente mullidas se repartían por la habitación. El sofá de brocado colocado en ángulo delante de la chimenea invitaba a acurrucarse en él con un libro favorito. Victoria inspiró hondo y brevemente cerró los ojos ante las tan conocidas y queridas fragancias del cuero, pergamino viejo y cera de abeja. Cuando los abrió, se dio cuenta de que estaba sola. ¿Dónde estaba Nathan?
Cruzó la estancia hacia la chimenea, decidida a sentarse mientras esperaba. Al sortear el sofá, se detuvo en seco. R.B., el mastín de Nathan, estaba tumbado de costado sobre la alfombra junto al hogar. Su cuerpo ocupaba por completo la longitud de la chimenea al tiempo que su hocico no dejaba de emitir ronquidos caninos. ¿Qué había dicho Nathan que significaban las iniciales R.B.? ¿Rompe Botas? Regia Bestia le resultó más acertado dada la visión que tenía ante sus ojos. Jamás había visto a un perro de semejantes proporciones.
Justo en ese instante, el hocico del animal se contrajo, como si hubiera percibido el olor de algo. Sus ojos se abrieron de golpe, y cielos, para un animal de ese tamaño, se movió con sorprendente rapidez, poniéndose en pie en cuestión de segundos sin dejar de mirarla fijamente… Victoria esperó que no estuviera viendo en ella a una sabrosa chuleta de cerdo.
– Buen chico -murmuró Victoria, dando un cauteloso paso atrás-. Eres un buen perro. Vuelve a dormirte.
Pero R.B. se acercó lentamente a ella. Victoria recordó haber oído en alguna lección recibida durante la infancia que no se debía echar a correr ante un perro porque con ello solo se conseguía que él echaran a correr detrás de ti, y, rezando para que Nathan se hubiera expresado correctamente al decir que se trataba de una bestia mansa, optó por quedarse totalmente inmóvil. R.B. se detuvo delante de ella. Después de olisquear detenidamente su vestido, se sentó sobre sus cuartos traseros y levantó una de sus enormes patas delanteras hacia ella.
Victoria parpadeó.
– ¿Así que quieres que nos demos la mano? Pero, ejem… ya nos han presentado.
Claramente eso a R.B. le traía sin cuidado, pues seguía con la pata levantada. Rezando para que aquel gesto no anunciara la intención del perro de arrancarle el brazo de un mordisco, Victoria tendió la mano vacilantemente y le tomó de la pata. En cuanto lo soltó, R.B. se levantó y le dio un pequeño empujón en la cadera con el hocico. Luego pegó su nariz fría y húmeda a la muñeca de Victoria y le lamió el anverso de la mano con una lengua más larga que su zapato.
Victoria acarició la cabeza del animal con gesto indeciso y luego le rascó detrás de las oscuras orejas. Con eso provocó un inmediato meneo de cola que amenazó con barrer el jarrón Stafford que había sobre una mesilla auxiliar.
– Ah, así que es esto lo que te gusta -murmuró Victoria, que continuó rascando mientras sorteaba al animal para sentarse en el sofá en un esfuerzo por conservar la integridad del jarrón.
R.B. la siguió y, en cuanto Victoria tomó asiento empezó a rascarle tras las orejas con ambas manos. Ella sentada y él erguido, estaban prácticamente a la misma altura. Victoria le rascó entonces vigorosamente y se rió al ser testigo de la entusiasta reacción del perro. La cola de R.B. iba de un lado al otro, la lengua le colgaba entre los dientes y un jadeo de pura felicidad rugía en su garganta.
– Vaya, vaya… así que lo de perro enorme y feroz es pura apariencia -exclamó entre risas, pasando a rascar el pelo duro y tosco del grueso cuello de R.B.-. En el fondo, no eres más que un dulce cachorrillo.
R.B. gruñó y soltó luego un gemido, como diciendo: «Por fin… ¡alguien que me entiende!».