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Tan absorta estaba Victoria acariciando al perro que no se dio cuenta de que ya no estaba sola hasta que una voz cuya gravedad le resultó claramente familiar dijo:

– Ya veo que has hecho un nuevo amigo.

Victoria se volvió. Nathan estaba en la entrada de la biblioteca con un hombro despreocupadamente apoyado contra el marco de la puerta y cruzado de brazos. La miraba con esa expresión indescifrable tan habitual en él.

– ¿Me hablas a mí o al perro? -preguntó Victoria, sin dejar de acariciar a R.B. Sus palabras parecieron surgir ligeramente faltas de aliento… naturalmente, debido al ejercicio de sus caricias.

– A ti, aunque sin duda mi afirmación podría ser aplicable a cualquiera de los dos. -Se separó de la entrada empujándose contra el marco y caminó hacia Victoria-. Le gustas.

Victoria le lanzó una mirada picara.

– No sé de qué te sorprendes.

– Pues, de hecho, lo estoy.

– Vaya, gracias. No recuerdo haber oído un cumplido más encantador. Sinceramente.

– Pues pretendía serlo. R.B. suele ser más reservado con los desconocidos.

– ¿Quizá porque los desconocidos tienden a mostrarse reservados con él? Su tamaño resulta, cuando menos, intimidatorio, por si lo habías olvidado.

– Supongo que tienes razón. Espero que seas consciente de que, a partir de ahora, R.B. querrá que le rasques siempre que te vea. De hecho, apostaría a que podría estar así un par de semanas.

– ¿Un par de semanas? -Victoria sonrió-. ¿Y luego qué?

– Oh, luego se volvería muy desagradable y probablemente te abrumaría con húmedos lametones. -Nathan se detuvo junto al sofá y alargó la mano para acariciar el lomo de R.B.-. Te gusta tanta atención, ¿eh, chico?

R.B. soltó un ladrido.

– Eso quiere decir que sí -tradujo Nathan. Su mirada se deslizó sobre Victoria y un calor que nada tenía que ver con las enérgicas caricias que prodigaba al perro le ascendió desde el pecho-. Veo que te has cambiado de ropa. Y que te has peinado.

– Me ha parecido lo más aconsejable. De lo contrario, quizá R.B. habría estado tentado de enterrarme en el jardín. Tal como estaba, creo que el penoso estado de mis cabellos por poco le cuesta cinco años de vida a tu lacayo.

– En absoluto. Todo el mundo tiene ese aspecto después de un día ventoso en la playa.

Victoria decidió no comentar que a él el viento no parecía haberle afectado en absoluto. Al contrario, tenía un aspecto absolutamente masculino y devastadoramente atractivo. Como un alto pirata de tosca belleza, con el pelo revuelto por el aire del mar. Victoria reparó en que también él se había cambiado de ropa y que lucía una camisa limpia de lino y unos pantalones de color azul marino. Una vez más, Nathan había renunciado al pañuelo, y la mirada de Victoria fue a fijarse en su poderoso y bronceado cuello. El atuendo de Nathan estaba totalmente pasado de moda… Sin duda, en algunos círculos se lo calificaría de escandaloso. Aun así, Victoria no podía negar que le encantaba sobremanera ese tentador atisbo de su piel.

– Por cierto, tu pelo no me parecía espantoso.

La voz de Nathan la sacó abruptamente de la ensimismada contemplación de su cuello, y su mirada voló en ascendente para verle estudiando su pelo. Una oleada de calor la sobrecogió y una risa temblorosa se abrió paso entre sus labios.

– Tienes razón. Horripilante quizá sea una descripción más adecuada.

Nathan negó con la cabeza.

– No. No es esa la palabra que yo emplearía.

Victoria inspiró exageradamente.

– De acuerdo, me doy por vencida. ¿Cuál es la palabra que utilizarías?

La mirada de Nathan se encontró con la de ella.

– Exquisito.

Esa simple palabra, pronunciada con suavidad, la aturdió. Antes incluso de que pudiera pensar en una respuesta, Nathan dio a R.B. una firme caricia última y se puso en pie.

A continuación, dirigiéndose a grandes zancadas al escritorio, dijo:

– Te he preparado papel vitela, una pluma y tinta.

– Gra… gracias -respondió Victoria, manteniendo su atención en el perro mientras intentaba recuperar el aplomo que Nathan había logrado arrebatarle de un plumazo-. Y gracias también por el almuerzo que has ordenado que me sirvieran en mi habitación.

– ¿Te ha gustado el estofado?

– Estaba delicioso. Lo he engullido con vergonzoso deleite.

– No tienes por qué sentirte avergonzada conmigo, Victoria. Nunca.

Ante esas palabras pronunciadas con voz ronca la mirada de ella se elevó de pronto hasta que los ojos de ambos se encontraron.

– El mar y la brisa marina tienden a abrir el apetito -dijo él-. Personalmente, admiro a las mujeres que no temen satisfacer su apetito.

De pronto, Victoria ya no estaba tan segura de que estuvieran hablando de comida. Y, sin duda, en dos días de plazo podría ocurrírsele alguna respuesta ingeniosa. En ese momento, sin embargo, su mente se mantuvo tercamente en blanco.

– Supongo que es demasiado pedir que recuerdes todo lo que puedas del contenido de la carta, ¿verdad?

«¿Carta?» Victoria parpadeó y volvió en sí, aclarándose la garganta.

– De hecho, y dado que la estudié detalladamente, me creo capaz de reproducirla con bastante exactitud.

– Excelente. ¿Empezamos pues?

– Por supuesto.

Después de rascar por última vez a su nuevo amigo, Victoria se levantó y cruzó la biblioteca hacia el escritorio. No pudo evitar una sonrisa al ver a R.B. trotar tras sus talones.

– Nunca había visto un escritorio tan grande -dijo, pasando los dedos por la suave superficie de nogal y los accesorios de bronce pulido que adornaban el borde del mueble-. De hecho, parecen dos escritorios unidos por delante.

– Eso es, precisamente. Se llama escritorio asociado y está pensado para que dos personas trabajen mirándose. Es muy práctico para mi padre cuando repasa las cuentas con su secretario.

Nathan retiró una silla de cuero marrón. Victoria se sentó y murmuró un «gracias» mientras él le empujaba la silla hacia el escritorio, siendo en todo momento consciente de la proximidad del médico. Con una mano de Nathan en el respaldo de la silla y la otra en el brazo de cuero, Victoria se sintió rodeada por él. Volvió la cabeza con la clara intención de indicar que estaba cómodamente instalada y se encontró mirando directamente a la parte delantera de los pantalones de Nathan, que estaban a menos de medio metro de ella.

«Oh, Dios.» Clavó en ellos los ojos, transpuesta, al tiempo que su ávida mirada quedaba fascinada por las musculosas piernas y por su…

«Oh, Dios, Dios, Dios…»

El calor la invadió como si hubiera prendido fuego en su vestido, y su imaginación se desató, totalmente descontrolada. A pesar de que la Guía había descrito detalladamente lo que esos pantalones cubrían, Victoria no alcanzaba a dibujarlo del todo en su mente. Y ahí, literalmente delante de sus ojos, estaba lo que a todas luces se adivinaba como un perfecto ejemplo. Cuánto lamentó que aquellos malditos pantalones le frustraran el espectáculo…

– ¿Estás preparada, Victoria?

Ella alzó bruscamente el mentón y se encontró con Nathan que la observaba con una mirada especulativa, una mirada con la que él delataba ser plenamente consciente de que ella había estado comiéndose con los ojos su… lo que cubrían sus pantalones. Más calor, esta vez fruto de la vergüenza, se le agolpó en el rostro.

– ¿Preparada? -repitió ella, horrorizada al percibir el débil chillido al que había quedado reducido su voz.

– Para reproducir mi nota… a menos que haya alguna otra actividad a la que prefieras dedicarte.

Aunque su tono de voz era la personificación misma de la inocencia, sus ojos brillaban de tal modo que provocaron en ella un abrasador sonrojo que la cubrió hasta las suelas de los zapatos.

– Reproducir. Nota. Eso es. -Tomó la pluma como si se tratara de una cuerda de salvamento lanzada a una víctima que se estuviera ahogando y agachó la cabeza sobre el papel vitela.