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Nathan dejó escapar un sonido que sonó sospechosamente parecido a una carcajada disfrazada de tos y ella apretó con firmeza los labios a fin de controlar la oleada de balbuceos nerviosos que se le acumularon en la garganta. Dios del cielo, aquello jamás funcionaría. ¿Qué diantre le ocurría? Se sentía como si se estuviera tambaleando sobre una cornisa resbaladiza, a punto de perder el equilibrio y caer al vacío. Jamás se había sentido tan falta de aplomo. Dado que no tenía el menor problema a la hora de hablar con otros caballeros, sin duda su inusual comportamiento era culpa de él. Bien, cuanto antes completara la labor que tenía ante ella, antes podría alejarse de la inquietante compañía de Nathan.

No obstante, en cuanto la idea cruzó su mente, Victoria se dio cuenta de que la mera posibilidad de separarse de su compañía no la tranquilizaba en lo más mínimo. Más bien la dejaba… desolada. Dios del cielo, había perdido el juicio. No se atrevió a dar voz a esas preocupaciones por temor a ser confinada a un manicomio.

Atisbando desde debajo de sus pestañas, vio a Nathan sentado en una silla de cuero idéntica a la suya en el lado opuesto del escritorio. Les separaban apenas un metro y medio de lustroso nogal, sin duda salvaguarda suficiente, y aun así ella seguía dolorosamente consciente de que solo tenía que estirar un poco el brazo para tocarle las manos.

Sus manos… Para una mujer que hasta entonces nunca había reparado especialmente en las manos de un hombre, se vio de pronto fascinada por las de Nathan. Grandes y de largos dedos, parecían capaces, firmes y fuertes. Victoria imaginó que debían de ser las manos perfectas para un médico. El sol les había bronceado la piel y a la vez había aclarado la fina capa de vello que las cubría, tiñéndola de un dorado leonado. Aunque no pudiera verle las palmas, sabía que mostraban las durezas propias de la labor física, cosa que no debería haberle resultado atractiva, aunque la verdad fuera bien distinta. A pesar de su tamaño y de su fuerza, Victoria sabía que las manos de Nathan podían ser tiernas… mágicamente tiernas, como bien lo había demostrado al pasarle lentamente los dedos por el pelo. Al rozarle los labios con las yemas. Y, aun así, podían también ser exigentes… excitantemente exigentes, como lo había demostrado cuando la había sujetado firmemente contra él, explorando sus curvas y…

Dios del cielo, la mente de Victoria había vuelto a enloquecer. Volviendo de nuevo a concentrar su atención en el marfileño papel vitela en blanco, sumergió la punta de la pluma en el pequeño receptáculo de tinta añil y se obligó a con centrarse en la carta que con tanto detalle había estudiado la noche anterior. El saludo se dibujó en su cabeza: «A mi gran amigo Nathan»… Y se puso entonces manos a la obra. Hizo alguna pausa ocasionalmente, cerrando los ojos para invocar la imagen de la carta cuando alguna palabra se empeñaba en eludirla. No tardó en darse cuenta de que Nathan frotaba su pluma contra su propio papel vitela.

Nathan dejó de escribir su carta al padre de Victoria para reflexionar sobre la siguiente frase. Sin embargo, cualquier palabra que pudiera habérsele ocurrido se desvaneció de su mente en cuanto dirigió la mirada hacia Victoria que, sentada al otro extremo del escritorio, tenía los ojos cerrados y fruncía el ceño. La mirada de Nathan quedó prendida en el modo en que ella se pellizcaba el labio inferior entre los dientes, y al instante recordó el hechizante contacto de esa boca carnosa la suya. Cuando la lengua de Victoria asomó para humedecerse los labios, él se sorprendió imitando el gesto, rememorando vívidamente el lujurioso sabor de ella y lamentando profundamente que aquel maldito escritorio les separara. Aun así, solo tenía que estirar el brazo para tocarle las manos, y de pronto se encontró rechinando los dientes en un esfuerzo por no hacerlo.

¿Cuándo se había sentido tan atraído por las manos de una mujer? La verdad era que nunca. Sin duda la obsesión que las de Victoria despertaban en él rozaba lo ridículo. Eran las manos blancas y delicadas de una aristócrata consentida. Pero esa piel pálida, esos finos dedos, le fascinaban, y no tuvo que buscar mucho para dar con la razón. Se debía a que sabía muy bien lo tiernas que podían ser esas manos, cuan dolorosamente temblorosas cuando ella le había tocado con gesto vacilante. Y cuan increíble era la sensación que esas manos habían provocado en él al acariciarle la piel. Y el olor a rosas que desprendían. Y cuan impacientes podían llegar a mostrarse de puro deseo, cerrándose sobre su pelo cuando Victoria volvía a pedirle que la besara.

Victoria volvió a su escritura y Nathan se sintió incapaz de hacer nada salvo mirarla, irracionalmente fascinado por la visión de esos dedos aferrados a la pluma. Cuando sus ojos vagaron por la mano de ella, reparó en una fina cicatriz apenas insinuada junto a la muñeca. Sin poder contenerse, estiró el brazo y acarició con la yema del dedo la diminuta señal. Victoria se quedó inmóvil y levantó bruscamente la cabeza. Los ojos de ambos se encontraron y una sombra rosada tiñó las mejillas de la joven. Nathan decidió que el tono de aquel rubor era de lo más apropiado para la piel de Victoria, pues ella olía exactamente a esa flor.

Volvió a recorrer la cicatriz con el dedo.

– ¿Cómo te la hiciste?

La mirada de Victoria descendió hasta el lugar donde el dedo de Nathan la acariciaba y también él bajó los ojos. La mano pálida, fina y suave de la joven contrastaba crudamente con la piel más tosca y oscura de él. Demonios, el hecho de verse tocándola le excitó hasta el extremo de tener que cambiar de posición en la silla.

– Me corté -murmuró Victoria con voz ronca.

– ¿Cómo? ¿Cuándo? -preguntó él, acariciándola despacio.

– Tenía… tenía doce años -respondió ella, y Nathan decidió entonces que le encantaba el modo suspirado de su respuesta-. Estaba cavando en el barro y desenterré una piedra afilada que me cortó la mano.

– ¿Cavando en el barro? ¿Así que te gusta la jardinería?

– Sí, pero no estaba plantando nada cuando me hice esta herida.

– ¿Qué estabas haciendo? ¿Buscando un tesoro enterrado?

– No. Estaba haciendo un pastel de barro.

Nathan apartó la mirada de las manos de ambos para mirarla a los ojos.

– ¿Un pastel de barro?

– Sí.

– ¿Por pastel de barro debo entender un pastel hecho de barro?

– Difícilmente podría ser un pastel de manzana y miel.

– ¿Y qué podía saber la hija de un barón sobre pasteles de barro?

Victoria levantó el mentón.

– De hecho, mucho, puesto que solía hacerlos con frecuencia. El barro de los jardines inferiores de Wexhall Manor era muy superior al de los jardines superiores. Sin embargo, la tierra que estaba junto al estanque era la mejor.

Nathan meneó la cabeza.

– No puedo imaginarte jugando en el barro y… ensuciándote. ¿Por qué lo hacías?

Victoria vaciló un instante.

– Me encantaban los pasteles que preparaba nuestra cocinera y quería aprender a hornearlos -dijo-. Pero mamá me prohibió entrar en las cocinas. Así que no me quedaba otro remedio que fingir.

– ¿No te permitían entrar en las cocinas pero sí jugar con el barro?

– No. A mamá le habría dado un vahído si se hubiera enterado. De hecho, el día que me hice el corte que me dejó esta cicatriz, se enteró. Después de que me vendaran adecuadamente, mamá me dio un interminable sermón sobre el correcto decoro que corresponde a las jóvenes damas… parte del cual es que nunca, nunca, preparan pasteles de barro.

– ¿Y volviste a hacer alguno?

Los labios de Victoria se contrajeron y una sombra traviesa afloró en sus ojos.

– Hum… No estoy segura de que me convenga responder a esa pregunta.

– ¿Por qué?

– Porque quizá te escandalice. Además, odiaría echar por tierra la elevada opinión que tienes de mí como la joven y delicada flor de invernadero e hija de barón que jamás se dignaría a ensuciarse las manos con el barro.