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– Después de las cosas que he visto en mi profesión, te aseguro que ya nada puede escandalizarme. Y puesto que ya has logrado imprimir algunos cambios en el concepto que tengo de ti, en nada te perjudicará imprimir uno más.

– Muy bien. Sí. Preparé más pasteles de barro. Muchos más. Mamá nunca se enteró, y esas horas en las que fingí ser la mejor pastelera de toda Inglaterra fueron las más felices de mi infancia.

La imagen de Victoria preparando sus delicias culinarias de barro se dibujó en la mente de Nathan, provocando una cálida sensación a la que no supo dar nombre.

– ¿Y aprendiste a preparar un pastel de verdad?

Victoria soltó una risilla.

– No. No era más que un estúpido anhelo de infancia.

Nathan la observó con atención durante unos segundos.

– Justo cuando creo haber adivinado la clase de persona que eres -dijo-, descubro algo nuevo sobre ti, como por ejemplo tu afición a los pasteles de barro, que… -Hizo una pausa y pensó: «Me encanta. Me hechiza y me seduce. Me intriga y me fascina». Pero solo dijo-: Me sorprende.

– Lo mismo podría decir yo de ti… salvo por los pasteles de barro, naturalmente. A menos que también a ti te gustaran.

– Me temo que no. Y no es que no disfrutara ensuciándome en cuanto tenía ocasión, pero al criarme junto al mar, lo mío fueron siempre los castillos de arena.

El interés asomó a los ojos de Victoria.

– ¿Castillos de arena? ¿La clase de castillos en los que vivirían las princesas?

– Santo Dios, no. La clase de castillo en la que moraban los valientes guerreros mientras se preparaban para la batalla. -Miró al techo con un gesto de exagerada exasperación masculina-. Princesas… Que el cielo nos asista.

– Bueno, pues si yo construyera un castillo de arena -dijo Victoria con un altanero sorbido-, sería para una princesa.

Nathan no pudo reprimir una sonrisa.

– No me sorprende, teniendo en cuenta lo niña que en ocasiones llegas a ser.

– Supongo que eso es algo que no puedo evitar, pues, a pesar de que tu gran poder de observación parece no haber reparado en ello, soy una niña. -Meneó la cabeza y chasqueó la lengua-. Para ser un espía, resultas sorprendentemente poco observador.

Victoria bajó la mirada y Nathan fijó la suya en las manos de ella. Su dedo seguía acariciando suavemente la leve cicatriz. En ese instante no había nada que deseara más que levantar la mano de Victoria y acercar esa pequeña marca a sus labios. Algo realmente extraño le ocurrió a la zona alrededor de su corazón, una débil sensación que le llevó a pensar que quizá las amarras que lo sujetaban en el interior del pecho se hubieran desplazado. Maldición, naturalmente que se había dado cuenta de que Victoria era una niña. En el preciso instante en que, tres años antes, había puesto sus ojos en ella. Pero había pasado el tiempo y ella había dejado de ser una niña para convertirse en una mujer. Una hermosa y deseable mujer. Y todas y cada una de las terminaciones nerviosas y células de su cuerpo eran dolorosa y estridentemente conscientes de ello.

Victoria se aclaró la garganta y retiró suavemente su mano de la de Nathan para sumergir la punta de la pluma en la tinta.

– Dices que deseas que te escriba una réplica de tu carta, doctor Oliver, y aun así no haces sino distraer mi atención. Será mejor que vuelva a la tarea que me ocupa. -Inclinó la cabeza sobre el papel vitela.

¿Que él la había distraído? Demonios, pero si era ella la única fuente de distracción.

– Nathan -dijo él entonces con un leve tono de irritación en la voz.

Ella alzó la mirada, aunque solo levantó los ojos.

– ¿Cómo dices?

– Me has llamado doctor Oliver. Prefiero que me llames simplemente Nathan.

Ella asintió.

– Muy bien. ¿Y ahora puedo volver a la tarea que me has impuesto?

Sí -respondió él, presa de un inexplicable fastidio.

Victoria se aplicó a su tarea escrita, y Nathan se obligó a hacer lo propio y a fingir que no sabía que ella estaba lo bastante cerca para que pudiera tocarla.

Capítulo 11

La mujer moderna actual, dado que a la mayoría de los caballeros les gusta el juego, debería aprovechar o buscar oportunidad para lanzar una apuesta a su caballero con una recompensa para el ganador… recompensa que no será nunca dinero. No, un beso es sin duda un premio mucho más seductor. De ese modo, no solo ganan las dos partes, sino que el beso podría llevar a recompensas incluso aún más interesantes.

Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.

Después de releer por última vez la nota que había escrito, y satisfecha al comprobar que la había reproducido al pie de la letra, Victoria dejó la pluma sobre la mesa y alzó los ojos para descubrir sobre ella la intensa mirada de Nathan.

– He terminado -dijo, odiando el jadeante tono que su voz no supo ocultar. Deslizó el papel vitela hacia Nathan, quien alargó la mano e hizo girar la página para poder leerla.

– ¿Cuan exacto te parece que es? -preguntó, escudriñando las palabras.

– Estoy segura de que es un duplicado exacto. Anoche leí el original docenas de veces, examinando atentamente cada frase. Pude memorizar las palabras porque su empleo me resultó… inusual. Forzado. De no haber sabido que la carta era de mi padre, jamás habría podido creerlo. A menudo le ayudaba a responder su correspondencia social, y jamás he leído nada semejante a esa carta. -Frunció el ceño-. Y el contenido era muy extraño. A pesar de que papá no tiene el menor interés en el arte, no para de hablar de un cuadro. Si me das otra hoja de papel vitela intentaré duplicar para ti el dibujo que aparecía bosquejado en el extremo inferior de la nota.

Nathan levantó bruscamente la cabeza.

– ¿Un dibujo?

– Sí. Supuestamente se trata de una reproducción del cuadro sobre el que escribe. A juzgar por su boceto, el cuadro resulta absolutamente espantoso.

– ¿Por qué no me lo habías dicho hasta ahora?

– Porque no me lo habías preguntado.

Mascullando algo entre dientes que sonó escasamente halagador, Nathan abrió uno de los cajones del escritorio y a continuación empujó hacia ella una nueva hoja de papel vitela.

– Gracias -dijo Victoria remilgadamente, tras lo cual se puso manos a la obra.

Media hora más tarde, y después de mucha reflexión, concentración y trabajo duro, volvió a empujar el papel vitela por encima de la mesa hacia él.

– Aquí está.

Nathan giró la hoja y la miró, ceñudo.

– ¿Qué demonios se supone que es esto?

– Supongo que es el paisaje que él creía que quizá te interesaba adquirir, aunque lo cierto es que no alcanzo a imaginar por qué ibas tú a querer un cuadro tan horrible que consiste simplemente en un montón de garabatos desordenados.

Nathan alzó los ojos y la inmovilizó con la mirada.

– ¿Era exactamente así? ¿El mismo tamaño, el mismo número de garabatos, todos de idéntica longitud?

– Es lo más parecido a lo que recuerdo. Me temo que no soy buena pintora.

– Por decirlo de algún modo, si me permites el comentario.

Victoria le lanzó una penetrante mirada.

– Aunque fuera el mismísimo DaVinci, me temo que no presté tanta atención al dibujo como al contenido de la carta. ¿Reconoces el cuadro?

– No, aunque no es de sorprender. Sin duda lo que tu padre dibujó, bajo la apariencia de un cuadro, era un mapa que presumiblemente señalaría la ubicación de las joyas.

– ¿En serio? -Una sensación de excitación la recorrió de la cabeza a los pies-. ¿Lo supones simplemente porque los mapas ocultos son la clase de cosas que emplean los espías, o lo sabes con certeza?