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La amargura que había estado conteniendo durante años torció los labios de Nathan.

– En lugar de serlo para un hijo menor desprovisto de titulo que no es más que un pobre médico de pueblo de dudosa reputación. Estoy absolutamente de acuerdo contigo.

La mirada de su padre se endureció.

– No tengo la menor objeción en lo que respecta a la profesión de tu elección. Sin duda, ser médico es una carrera respetable para un hombre de tu posición y mucho más preferible que ver cómo arriesgas tu vida y la de tu hermano como espía. Sin embargo, ni apruebo ni comprendo las decisiones que has tomado en lo que concierne adonde y cómo vives y al modo en que te marchaste de Cornwall.

Nathan arqueó una ceja.

– Little Longstone es un lugar tranquilo y encantador…

– Donde la gente te paga con animales de corral y donde vives en una barraca.

– Casa de campo. Es una casa de campo. Y no todo el mundo me paga con animales de corral. Y, por si ya lo has olvidado, me fui de aquí porque tú me ordenaste que me marchara.

Un silencio preñado de tensión siguió las palabras tersamente pronunciadas por Nathan. Un músculo se contrajo en la mandíbula de su padre, quien replicó con voz queda:

– No nos engañemos, Nathan. Por parte de ambos se dijeron palabras airadas. Sí, te pedí que te fueras, pero ambos sabemos que eres la clase de hombre que jamás harías nada que no desearas hacer.

– También soy la clase de hombre que no se queda donde no es bien recibido.

– Reconócelo. Querías irte. Y huir de la insostenible situación que habías provocado con tus actos. Quizá te dije que te marcharas de Creston Manor, pero la de huir fue una decisión enteramente tuya.

Un sonrojo incómodo encendió el rostro de Nathan.

– Jamás he huido de nada en toda mi vida.

– Lo sé. De ahí que me resultara, y que todavía me resulte, tan desconcertante que lo hicieras en esa ocasión. Aunque tu situación era difícil, en vez de luchar por lo que quería optaste por irte.

– Me fui en busca de lo que quería. De lo que necesitaba. Un lugar tranquilo. Un lugar donde nadie murmurara a mis espaldas ni me mirara con duda ni sospecha.

Otro estallido de risas atrajo la atención de Nathan hacia el extremo opuesto de la habitación. Victoria sonreía a Gordon en ese momento de un modo que hizo que Nathan rechinara los dientes. Cuando logró volver a centrar la atención de su padre, se encontró de pronto siendo el centro de una airada mirada.

– Si crees que una mujer como lady Victoria optará por la rusticidad con la que vives cuando podría ser condesa y ser dueña de todo esto -dijo el padre de Nathan, abarcando con un ademán toda la estancia-, me temo que estás destinado la más completa decepción.

– Dado que estoy de acuerdo en que no solo soy una elección en nada adecuada para una dama como ella sino que además sí que una chiquilla rica y malcriada como lady Victoria sería para mí una desastrosa elección, no temo sufrir la menor decepción. Y ahora que eso ha quedado claro, ¿retomamos la partida?

– Por supuesto. -El padre de Nathan alargó el brazo y movió su alfil-. Jaque mate.

Nathan clavó la mirada en el tablero y se dio cuenta de que acababan de derrotarle. Volvió a mirar hacia el extremo opuesto de la habitación y su mirada se cruzó con la de Victoria, quien le observaba por encima de sus cartas. Nathan sintió el impacto de esos ojos como si acabara recibir un puñetazo por sorpresa, y temió haber sido derrotado en más de un frente.

Capítulo 12

La mujer moderna actual debe ser consciente de la importancia que tiene la moda en su búsqueda de la satisfacción íntima. Hay ocasiones en las que debe lucir un elegante vestido de baile, otras en las que es conveniente que se cubra solo con un negligé y otras en las que no debe llevar nada en absoluto…

Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.

La mañana siguiente, Victoria salió temprano de su habitación con paso firme y un plan claramente definido en su cabeza: encontrar a Nathan y asegurarse de que no escapara como lo había hecho de la biblioteca la tarde anterior y del salón de lord Alwyck al caer la noche. No había tenido ocasión de hablar con él en privado desde que el día antes Nathan había abandonado la biblioteca con las notas y el mapa, una situación sin duda molesta. El corazón le había dado un vuelco en el pecho y había notado cómo se le encogía el estómago cuando la noche previa había visto a Nathan de pie en el vestíbulo antes de que el grupo saliera hacia Alwyck Hall. Y, sin duda, no por lo apuesto y disolutamente guapo que le había visto vestido de noche, ni tampoco a causa de la mirada encendida y absorbente que había visto reflejada en sus ojos. No, era porque podía disfrutar de un momento a solas con él para descubrir qué había estado haciendo durante toda la tarde. Si, ese era el único motivo.

Pero entonces había aparecido lord Sutton, seguido rápidamente por su tía y por el padre de Nathan. La oportunidad no se había presentado ni durante el multitudinario trayecto en carruaje ni tampoco durante la cena o la sesión de juegos que había tenido lugar en el salón, y durante todo el tiempo ella no había dejado de fingir su entusiasmo ante las atenciones que le prodigaban tanto lord Alwyck como lord Sutton, cuando lo que en realidad anhelaba era llevarse a Nathan a alguna alcoba apartada y besarle. Es decir, interrogarle.

Nathan se había retirado de la residencia de lord Alwyck antes que el resto del grupo, alegando un principio de jaqueca y afirmando que prefería volver a casa andando pues un poco de aire fresco normalmente le aliviaba en ocasiones así. Una oleada de compasión recorrió a Victoria al conocer la noticia como si hubiera visto a Nathan realmente bajo de ánimo, y se preguntó si la conversación del médico con su padre había sido la causa de su indisposición. Su compasión, no obstante no tardó en convertirse en sospecha. Quizá la repentina jaqueca no había sido más que una excusa y Nathan planea dedicar la noche a la búsqueda de las joyas. Perfectamente podía estar haciéndolo en aquel mismo instante. Sin ella. El muy condenado. Victoria avanzó pisando fuerte por el pasillo y entró al comedor. Entonces se detuvo en seco.

O quizá Nathan estaba en el comedor desayunando unos huevos y leyendo el London Times.

Nathan sostuvo el tenedor en el aire y arqueó una ceja.

– Ah, eres tú, Victoria. Al oír esos pasos he creído que quizá estábamos sufriendo una invasión de soldados en plena marcha.

Oh, qué gracioso. Qué gran sentido del humor. Y que irritante que necesitara como poco una semana para dar con una réplica afilada con la que contrarrestar el comentario. Y más irritante aún era ser consciente de que Nathan estaba sencillamente divino. Con una camisa blanca inmaculada que adornaba un pañuelo anudado con evidente precipitación chaleco de color crema y una chaqueta marrón de Devonshire que no ocultaba algunas arrugas; no debería haber estado tan… perfecto. Sobre todo porque se habría dicho que se había peinado limitándose a pasarse sus impacientes dedos por el pelo. Hum… ¿de qué color eran los pantalones? Victoria se sorprendió poniéndose de puntillas en un esfuerzo por dar respuesta a esa pregunta, pero la mesa de caoba le impidió la vista. Probablemente beige, decidió, imaginando las musculosas piernas de Nathan embutidas en la tela color crema. Apartando la imagen de su mente, volvió a apoyar los talones en el suelo de parquet.

– Al parecer somos los únicos madrugadores -dijo Nathan. Señaló con el mentón al aparador cubierto de escalfadores de plata-. Por favor, sírvete. ¿Prefieres café o té?