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Sin embargo, antes de poder informar de ello a Nathan, él preguntó:

– Dime, ¿te interrogaron anoche mi hermano o Gordon sobre tu réplica de la nota?

– Sí. De hecho, ambos lo hicieron. Después de que te marcharas.

– ¿Estabais los tres juntos?

– No. Lord Alwyck me lo preguntó cuando nos quedamos un momento a solas.

Los ojos de Nathan se entrecerraron.

– ¿Y cómo llegasteis a quedaros unos instantes a solas?

Sintiéndose totalmente en control de la conversación Victoria tomó otro bocado de huevos antes de responder.

– Me llevó a visitar la sala de música.

– ¿Dónde estaban los demás durante esa visita?

– Mi tía y tu padre estaban jugando una partida de Backgammon. Tu hermano había salido a la terraza.

– ¿Qué fue lo que Gordon te preguntó?

– Hasta qué punto había sido capaz de recordar el contenido de la nota y hasta dónde habías sido tú capaz de descifrarla.

– ¿Y tu respuesta?

– Como te prometí, no revelé nada. Adopté el papel de la mujer olvidadiza, boba y dada a la risa fácil.

– ¿Te creyó?

– Sin duda. A buen seguro está acostumbrado a esa clase de mujeres.

– ¿Y mi hermano? ¿Debo asumir que también te viste a solas con él?

– Brevemente. Cuando regresamos aquí, al venir hacia la casa. Utilicé el mismo ardid con él.

– ¿Su reacción?

Victoria lo pensó durante varios segundos y luego dijo:

– No me cabe duda de que también él me creyó. Aunque debo decir que a la vez me pareció bastante… aliviado. No hará falta que te diga que ahora ambos caballeros me tienen por una cabeza de chorlito.

– Al contrario. Estoy seguro de que te tienen por una mujer femeninamente encantadora.

– Y por una cabeza de chorlito -masculló-. ¿Te interrogaron también a ti?

– Sí. Les dije que, como eres una olvidadiza, boba y risueña cabeza de chorlito, cualquier investigación quedaba pospuesta hasta que reciba noticias de tu padre.

Después de decidir que nada de lo que pudiera decir resultaría agradable, Victoria dedicó toda su atención al desayuno. Tras untar generosamente su galleta con mermelada arándanos, le dio un mordisco, masticó y cerró los ojos, extasiada.

– Es la mermelada más deliciosa que he probado en mi vida -proclamó-, y es todo un cumplido, pues me considero una gran experta en el tema.

Siguió comiendo en silencio durante un instante. Entonces es oyó a Nathan reírse entre dientes.

– Veo que no solo eres golosa, sino que además tienes buen apetito.

El calor le arreboló las mejillas al percatarse de que se había dejado llevar por un impulso. Normalmente desayunaba sola, pues su padre solía dormir hasta tarde, de ahí que estuviera habituada a copiosas comidas… algo que una dama no debía hacer delante de un caballero.

– Me temo que sí.

– No tienes de qué avergonzarte. No era una crítica. Lo cierto es que observarte comer me resulta muy… estimulante. Me ha inspirado una idea.

El tenedor cargado de jamón se detuvo a medio camino cutre el plato y los labios de Victoria, quien miró a Nathan desde su extremo de la mesa. Él la observaba con una mirada especulativa en los ojos mientras se golpeaba despacio los labios con la yema del índice. A pesar de que Victoria no sabía con certeza cuál era la idea que había inspirado en él, el aspecto de los labios de Nathan, tan suaves y firmes bajo su dedo, sin duda inspiraban en ella una idea. De hecho, varias.

– ¿Qué clase de idea? -preguntó, maldiciéndose por dentro al oírse tan falta de aliento.

– Un picnic. Le diré a la cocinera que nos prepare una comida que podamos llevarnos con nosotros para que así no nos veamos obligados a interrumpir nuestra búsqueda volviendo a comer a casa. ¿Qué te parece?

¿Pasar una mañana y una tarde explorando el campo en busca de una valija de joyas robadas con un hombre ante el que todo su ser se estremecía y temblaba al unísono? ¿Con un hombre que la excitaba, la frustraba y la desafiaba como ningún hombre lo había hecho jamás? Se le antojó estimulante Excitante. Y, oh, definitivamente tentador. Su mente no tardo en enviarle un condenatorio mensaje de cautela ante la posibilidad de volver a estar a solas con él, pero su corazón silenció al instante cualquier objeción. Victoria deseaba una oportunidad para volver a besarle… bajo sus condiciones… y el acababa de ofrecérsela.

Y, a juzgar por la breve conversación que había tenido con tía Delia la noche anterior antes de retirarse a sus aposentos, sin duda no tenía que preocuparse de que la señora pusiera la menor objeción a que saliera a pasear a caballo a solas con Nathan. Lo cierto es que su tía la había apremiado, diciendo «Cielos, querida, disfruta de este tiempo delicioso mientras puedas. Que a mí no me guste montar a caballo no significa que tú debas prescindir de ello. Aquí las cosas son mucho menos formales que en Londres. Los paseos a caballo por el campo a plena luz del día son perfectamente respetables».

– Me parece perfecta… mente aceptable.

– Excelente. Lo dispondré todo con la cocinera mientras subes a ponerte el traje de montar. Nos encontraremos en… ¿te parece dentro de media hora en las cuadras?

– Perfecto.

Nathan se llevó la servilleta a la boca y se levantó. Tras una ligera reverencia, salió de la habitación y Victoria dejó escapar un largo y femenino suspiro.

Los pantalones de Nathan eran ciertamente de color crema. Y… le quedaban maravillosamente.

Nathan estaba sentado en un taburete de madera en la enorme cocina, masticando una galleta todavía caliente y viendo cómo la cocinera iba metiendo las cosas en la gastada alforja de cuero marrón que él había bajado de su habitación. De pronto le embargaron recuerdos de otras ocasiones en que había estado sentado también en ese mismo lugar, disfrutar do de algún dulce recién horneado. Durante su infancia, la cocina había sido uno de sus lugares favoritos a los que escapar, no solo debido a las deliciosas golosinas que allí conseguía, sino también a la excitación de lo prohibido… pues ni él ni Colin tenían permitido visitar la cocina. Según había decretado su padre, esa clase de visitas eran de lo más impropio. Sin embargo, como era precisamente en la cocina donde estaban todos los dulces, ni Colin ni él hacían el menor caso a ese dictado.

– Como en los viejos tiempos, ¿eh, doctor Nathan? -dijo la cocinera con una sonrisa de oreja a oreja que dividía en dos sus jubilosos rasgos y las redondas mejillas teñidas de rosa por el calor de la cocina.

Nathan sonrió a su vez. La cocinera se llamaba Gertrude, aunque durante los veinticinco años que llevaba al frente de la cocina de Creston Manor la habían bautizado con el simple apodo de la Cocinera.

– Eso mismo pensaba yo. -Nathan inspiró hondo-. Hum. Estoy convencido de que este es el lugar que mejor huele de toda Inglaterra.

No hubo duda del placer que experimentó la Cocinera ante el comentario.

– Por supuesto que lo es. Y debería darle vergüenza haberse ausentado durante tanto tiempo. Pero ahora ha vuelto y les he preparado, a usted y a su joven dama, un auténtico festín.

– No es mi joven dama -dijo él, ignorando el incómodo hormigueo que esas dos palabras habían provocado en él-. Es simplemente una invitada. A la que le gusta comer. Y mucho.

– Oh, pero esas son las mejores damas, doctor Nathan. Las que no tienen reparos en comer delante de los demás y las que no se las dan de nada. No soporto a esas damas que apenas tocan la comida en el comedor y se ceban en su habitación. -Agitó la mano y arrugó la nariz-. Bah. Unas falsas, eso es lo que son. Siempre se puede saber la clase de mujer con la que se trata por su forma de comer. ¿Dice que la tal lady Victoria tiene buen apetito? En ese caso, haría bien quedándose con ella, acuérdese de lo que le digo.