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– Diría que no es una mujer con la que uno pueda «quedarse».

La Cocinera asintió, dando muestras de una comprensión inmediata.

– Tozuda la dama, ¿eh?

– Mucho. Y de fuerte carácter.

– Bendiciones ambas, sin duda. Seguro que se cansaría pronto de una muchacha que estuviera siempre de acuerdo con usted.

– Quizá. Aunque no me desagradaría que estuviera de acuerdo conmigo alguna vez -masculló.

La Cocinera rió.

– Vaya, así que le tiene disgustado…

– Porque es exageradamente irritante. -Y añadió para sí: Además de preciosa. Y divertida. Y encantadora. Y deseable.

La Cocinera rió entre dientes y meneó la cabeza.

– Eso es exactamente lo que pensábamos mi William y yo el uno del otro al principio. No sabíamos si aporrearnos o besarnos. Y puedo decir con toda sinceridad que, en los veintitrés años que llevamos juntos, ninguno de los dos se ha aburrido jamás.

– Y me alegro por usted -dijo Nathan, cogiendo un paño con el que limpiarse los dedos-. Pero, como ya le he dicho, lady Victoria no es mi dama. De hecho, cuanto antes se vaya de Cornwall, mejor para mí.

La Cocinera se encogió de hombros, aunque la especulación que asomó a sus perspicaces ojos oscuros no dejó lugar a dudas.

– Naturalmente, quién sino usted para saber qué es lo que más le conviene. -Cerró la solapa de la alforja y empujó el bulto hacia Nathan-. Aquí tiene. Y espero que me la devuelva vacía.

Nathan levantó la alforja y fingió tambalearse a causa de su peso.

– ¿Vacía? Esto podría llevarnos una semana entera.

– Lo dudo mucho. Al parecer, montar a caballo siempre abre el apetito.

La voz y la expresión de la Cocinera eran la personificación de la inocencia, pero Nathan la conocía lo suficiente para saber que inocencia era precisamente lo que no había en ellas, le dedicó un fingido ceño, que ella ignoró alegremente.

– Gracias por prepararnos la comida -dijo, colgándose la alforja al hombro y dirigiéndose hacia la puerta.

– De nada. Que tenga una tarde agradable.

– Lo dudo -gruñó Nathan por lo bajo al salir-. Aunque al menos no pasaré hambre.

Cruzó el césped a grandes zancadas hacia las cuadras con el ceño fruncido. Maldición, no estaba de buen talante, y la sensación no le gustó nada. La vida que llevaba en Little Longstone era tranquila. La que llevaba desde que había llegado a Cornwall era… exactamente lo opuesto a tranquila. Sentía como si tiraran de él en media docena de direcciones. A pesar de que su sensatez cuestionaba la sabiduría que encerraba la decisión de pasar el día con Victoria, el corazón se le aceleraba en el pecho ante semejante perspectiva. Aunque era plenamente consciente de que no debía desearla, lo cierto es que así era, presa de una creciente desesperación que amenazaba con abrumar su sentido común. A pesar del hecho de que las posibilidades de dar con las joyas y limpiar con ello su nombre eran escasas, seguía sintiéndose obligado a intentarlo. Y, aunque una parte de él deseara fervientemente regresar a Little Longstone, no podía negar que había echado de menos Creston Manor. No había sido consciente en qué medida le afectaría verse de nuevo cerca del mar, de los acantilados y las cuevas. Ni del arrebato de nostalgia que la visita provocaría en él.

Sacudiéndose de encima esas cavilaciones, miró al frente hacia las cuadras. Su sorpresa fue mayúscula al ver a Victoria junto al corral de los animales, de espaldas a él. Cuando, media hora antes, Nathan había sugerido que se encontraran en las cuadras, no se le había ocurrido que Victoria no solo acudiría a la cita puntualmente, sino que lo haría antes de la hora acordada. Como de costumbre, el corazón se le aceleró ridículamente en el pecho. Sus pasos hicieron lo propio.

Victoria se volvió en ese momento y los pasos de Nathan vacilaron al ver que no estaba sola. No, estaba con Petunia. Y Victoria y su cabra parecían estar enzarzadas en un conato de guerra a causa de lo que parecía ser un fragmento de material blanco. Sin duda se trataba del pañuelo de Victoria. Después de haber tenido varios altercados de ese orden con Petunia, Nathan bien sabía cuál de las dos saldría victoriosa del lance, y desde luego no sería la mujer que intentaba arrancar un retal de tela de una cabra claramente decidida a no dárselo.

Echó a correr al ver que ni Victoria ni Petunia cejaban en su empeño. Al acercarse, Nathan oyó a Victoria bufar y resoplar por el esfuerzo.

– Otra vez no -dijo entre dientes, tirando hacia atrás-. Me robaste la nota pero no pienso dejar que me robes mi pañuelo favorito. ¿Por qué no puedes comer arbustos como las cabras normales?

Nathan dejó la alforja en el suelo y se acercó. En cuanto Petunia lo vio, soltó la tela que tenía entre los dientes y salió trotando hacia él, sin duda a la espera de una golosina aún más apetecible. Afortunadamente, con ello soltó el pañuelo de Victoria. Pero, por desgracia, también soltó a Victoria. Con un grito de sorpresa, Victoria se tambaleó hacia atrás y cayó al suelo, aterrizando sonoramente sobre su trasero.

Nathan echó a correr hacia ella y se agachó, apoyando una rodilla en el suelo junto a ella.

– ¿Estás bien?

Victoria se volvió a mirarle. Tenía las mejillas teñidas de carmesí y la piel brillante a causa del esfuerzo. Se le había ladeado el sombrero y un largo rizo moreno le dividía la frente en dos, tapándole el puente de la nariz. Jadeos entrecortados se abrían paso entre sus labios entreabiertos. El triunfo resplandecía en sus ojos.

– He ganado. -Levantó la mano enguantada, que agarraba un arrugado y no muy limpio pañuelo de lino al que le faltaba un trozo de encaje en uno de los bordes.

Aliviado al ver que obviamente ella estaba bien, Nathan dijo:

– No estoy seguro de poder declarar vencedora a la joven despeinada del sombrero inclinado que está sentada sobre su trasero en el fango. Aun así, me inclino ante su valoración de la situación.

Victoria resopló hacia arriba para apartar el rizo que le tapaba la nariz, pero el sedoso bucle volvió a posarse exactamente en el mismo lugar.

– Lo importante no es quién esté en el suelo, ya que el ganador es quien ostenta el botín de guerra. -Agitó el puño en el que tenía agarrado el pañuelo para hacer hincapié en su declaración.

– ¿Te has hecho daño?

– Solo tengo herido el orgullo. -Lanzó una mirada afligida a su puño cerrado-. Aunque me temo que mi pañuelo está gravemente malherido.

– ¿Qué diantre estabas haciendo?

Ella se volvió a mirarle y arqueó una ceja.

– ¿Acaso no era evidente? Intentaba rescatar mi propiedad de esta cuadrúpeda ladrona de pañuelos.

– ¿Y cómo ha conseguido cogerlo, me lo puedes explicar?

– Se ha acercado a mí sigilosamente por detrás. Estaba dando de comer a tus patos cuando he notado que algo me empujaba. En cuanto me he vuelto, tu cabra se estaba comiendo mi pañuelo.

– ¿Y dices que un animal que pesa al menos sesenta kilos se ha acercado a ti sigilosamente?

Victoria levantó la barbilla y le lanzó una mirada altiva.

– Es sorprendentemente sigilosa para su tamaño.

– ¿Por qué estabas dando de comer a los patos? Creía que no te gustaban las… ¿Cómo llamaste a mis animales? Ah, sí, bestias de corral.

– Nunca he dicho que no me gusten los patos. Lo que dije fue que no me gustaban los animales que pesan más que yo. Como verás, tus patos son considerablemente más pequeños que yo.

– ¿De dónde has sacado el pan?

– Del comedor.

– Entiendo. O sea, que te dedicas a sustraer comida de la casa de mi familia para luego intentar engatusar a mis patos con material robado.

Un inconfundible sonrojo culpable tiñó las mejillas de Victoria, y Nathan sintió que algo cambiaba en su interior al darse cuenta de que ella había intentado ganarse la amistad de sus patos. Sin embargo, en lugar de parecer abatida, ella alzó aún más la barbilla y le miró directamente a los ojos sin inmutarse.