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– Aunque sin duda podría encontrar un modo más delicado de describir lo acontecido, en una palabra, sí, eso es exactamente lo que ha ocurrido. Y quiero que sepas que los patos y yo nos estábamos llevando fantásticamente bien hasta que ya-sabes-quién se ha acercado a mí sigilosamente.

Al verla así, tan despeinada e indignada, Nathan tuvo que apretar los labios para reprimir una sonrisa. Los ojos de Victoria se entrecerraron al instante.

– No te estarás riendo, ¿verdad?

Nathan tosió para disimular una carcajada.

– Por supuesto que no.

– Porque, si fuera así, mucho me temo que un gesto semejante hablaría muy mal de ti. Espantosamente.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué harías? ¿Empujarme al suelo sobre mi trasero? ¿Aplastarme con tu pañuelo desprovisto de encaje?

– Ambas son posibilidades harto tentadoras. No obstante, no deben revelarse jamás los planes de venganza, especialmente a la persona a la que se desea convertir en destinatario de ella. Seguro que eso es algo que todo espía sabe.

– Oh, sí. Creo que se menciona en el Manual Oficial del Espía.

Tras mascullar algo que sonó sospechosamente parecido a «qué hombre tan exasperante», Victoria le lanzó una mirada airada que resultó considerablemente menos intensa debido al rizo que le dividía la nariz, e intentó levantarse. Nathan se puso en pie y le ofreció la mano, pero ella la apartó a un lado. En cuanto estuvo de pie, se plantó el puño cerrado en la cintura y levantó el otro brazo para señalar con un dedo imperioso a Petunia, que estaba sentada, perfectamente relajada, bajo un bosquecillo de olmos cercano.

– Esa cabra es una amenaza.

– De hecho, es muy dulce. Su único defecto es que tiene una curiosidad insaciable.

– Y que tristemente carece por completo de criterio en lo que a las golosinas se refiere.

– Sí, eso también.

Victoria se fijó en la ropa de Nathan.

– ¿Cómo es que no parece faltarte ningún botón y que no tienes la marca de ningún mordisco en tu ropa?

– Aprendí muy deprisa, en cuanto perdí no uno sino dos botones del chaleco, que aunque a Petunia le gustan las golosinas que tengan algo que ver con la ropa, le encantan las zanahorias y las manzanas. El Manual Oficial del Espía explica con claridad que resulta más fácil lidiar con nuestros enemigos cuando les ofrecemos lo que desean.

– Es decir, que has salvaguardado tu ropa con…

– Zanahorias y manzanas. Sí.

Victoria se sacudió una mancha de polvo que le deslucía la falda.

– Podrías haber mencionado ese útil detalle un poco antes.

– No me lo habías preguntado hasta ahora. Además, no se me había ocurrido que fueras a llegar a las cuadras antes que yo.

– Quería asegurarme de que no intentarías salir a escondidas sin mí.

Las palabras de Victoria tuvieron sobre él el efecto de una jarra de agua fría y los hombros de Nathan se tensaron.

– Hemos hecho un trato. Soy un hombre de palabra -dijo con voz glacial.

El silencio se extendió entre ambos. Victoria levantó la mano, se ocultó el rizo rebelde bajo el sombrero y observó atentamente a Nathan.

– En ese caso, supongo que te debo disculpas.

Él se limitó a inclinar la cabeza y a esperar.

Siguió un nuevo silencio. Por fin, Victoria dijo:

– No estoy nada contenta con el estado de mi pañuelo.

Él la miró fijamente, perplejo, y meneó la cabeza.

– Vaya, ha sido la peor disculpa que me han ofrecido nunca.

– ¿Qué quieres decir? He reconocido que te debía una disculpa.

– De hecho, lo que has dicho es que «suponías» que me la debías.

– Exacto. ¿Qué más quieres?

– Una disculpa no pronunciada no es tal, Victoria. -Nathan se cruzó de brazos y arqueó las cejas.

Una vez más, Victoria le estudió durante largos segundos con una extraña expresión en el rostro. Luego se aclaró la garganta.

– Lo siento, Nathan. Hicimos un trato y no me has dado ningún motivo para que dude de que eres un hombre de palabra. -Pegó firmemente los labios y él no pudo contener una carcajada.

– A punto has estado de ahogarte para no añadir las palabras «hasta ahora», ¿verdad?

– Ha requerido cierto esfuerzo, es cierto.

– Bueno, acepto tus disculpas. Y, en honor a la justicia, te ofrezco las mías. Siento que mi cabra te haya destrozado el pañuelo. Ya sé que es un pobre sustituto, pero… -Se llevó la mano al chaleco, sacó un cuadrado doblado de lino y se lo presentó a Victoria con una floritura-. Por favor, acepta el mío en su lugar.

– Esto no es necesario…

– Aun así, insisto -dijo él, depositando el pañuelo en la mano de ella-. Y demos gracias de que Petunia no te haya mordisqueado los zapatos en vez del pañuelo, pues mucho me temo que los míos son demasiado grandes para ofrecértelos como recambio.

Los labios de Victoria se contrajeron.

– Hum. Sí. Sobre todo teniendo en cuenta que ya tienes una mascota que, como su nombre indica, se caracteriza por destrozar el calzado. -Se metió el pañuelo de Nathan y el suyo, roto como estaba, en el bolsillo del traje de montar y le tendió la mano-. ¿Tregua?

Nathan estrechó su mano. Sin embargo, un instante después, un diablo interior le impulsó a llevarse la mano de Victoria a los labios. Aun así, no tuvo bastante con rozar con los labios los dedos enguantados de la joven, de modo que hizo girar la mano para dejar a la vista la delgada franja de muñeca desnuda que quedaba al descubierto entre el guante y la manga de su chaqueta de montar. Manteniendo la mirada clavada en la de ella, posó los labios en el suave atisbo de pálida piel. E inmediatamente lo lamentó.

Un esquivo olorcillo a rosas jugó con sus sentidos, colmándole al instante de una apremiante necesidad de hundir el rostro en la suave piel de Victoria e inspirarla por completo. Pero fue la reacción que observó en ella lo que le obligó a contener un gemido del más puro deseo. Un fugaz jadeo seguido de una larga y lenta exhalación. Ojos que se abrían ligeramente para entrecerrarse un instante después. La punta de la lengua humedeciendo unos labios ligeramente despegados. Victoria parecía enardecida, excitada y… demonios, el efecto que esa mujer tenía sobre él era totalmente absurdo. Había conseguido ponerle de rodillas ante ella con una simple mirada. Que Dios le asistiera si en algún momento decidía seducirle deliberadamente.

Maldición, tendría que haberla dejado seguir enojada con él, haber intentado mantener por todos los medios la pequeña distancia que había entre ambos. Le habría resultado mucho más fácil resistirse a ella si Victoria hubiera insistido en no hablarle. En no desafiarle. En no mirarle con esos enormes ojos azules. Pero no, había aceptado su oferta de tregua cuando lo que en realidad tendría que haber hecho era insistir para que ella se cubriera con un saco de yute.

Y ahora estaba a punto de disfrutar de su compañía toda una tarde. Una tarde durante la cual se vería obligado a visitar el lugar donde había vivido la peor noche de su vida. Que Dios le asistiera. Nathan no estaba seguro de lo que más le atemorizaba… si pensar en el comienzo de la tarde o en su final.

Capítulo 13

La mujer moderna actual merece experimentar una gran pasión en su vida, pero desgraciadamente no todas las mujeres tienen la bendición de encontrar a alguien que inspire en ellas tamaño deseo. Si por fortuna conocen al hombre que haga palpitar su corazón, temblar sus rodillas y estremecerse todo su ser, no deberían permitir que nada se interpusiera en su camino y les impidiera disfrutar a manos llenas de la felicidad.

Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.