– Dices que ni tu hermano ni tu padre proclamaron tu inocencia. ¿La proclamaste tú?
Nathan apartó los ojos de los de ella y echó una mirada a la espesura del bosque.
– Les dije que no había traicionado a mi país, aunque mis palabras cayeron en oídos sordos. Colín se sentía engañado y sospechaba de mi continuo secretismo. Mi padre, perplejo al descubrir que sus hijos habían estado trabajando para la Corona, me acusó de ser el responsable de la herida de Colin. Según dijo, Colin podía haber muerto. Como si yo no lo supiera. Como si eso no fuera a carcomerme la conciencia durante el resto de mi vida. Tuvo lugar una terrible discusión. Se dijeron palabras enojadas e hirientes. Ellos se sentían traicionados y embaucados, y yo me sentía… -Su voz se apagó.
– ¿Cómo te sentías? -preguntó Victoria con suavidad.
– Culpable. Presa del remordimiento. Destrozado. Mi padre me ordenó que me fuera y así lo hice.
– Debe de haber sido muy doloroso.
Nathan se volvió a mirarla, buscando en su rostro algún atisbo de condena. Sin embargo, en él tan solo pudo detectar un velo de compasión. De algún modo, eso le hizo sentirse aún peor que si Victoria le hubiera dedicado una mirada de censura.
– Por no decir… más. Después de ir de aquí para allí durante dos años, descubrí por fin Little Longstone. Allí todos me aceptan simplemente como el doctor Nathan Oliver. Nadie está al corriente de la elevada posición de mi familia, de mi pasado de espía ni de mi mancillada reputación. Me dedico en cuerpo y alma a la profesión que amo y vivo como siempre quise hacerlo. Del modo que siempre me ha hecho sentir más cómodo. Con toda sencillez. Y pacíficamente.
– Pacíficamente quizá, aunque no estés realmente en paz.
A pesar de que una inmediata negación asomó a labios de Nathan, las palabras murieron ante la cálida compasión y la gentil ternura que supo leer en la mirada de Victoria.
– Puedo verlo en tus ojos, Nathan -dijo ella con renovada suavidad-. Las sombras. El dolor. En cuanto volví a verte supe que no eras el mismo hombre que conocí hace tres años.
Maldición, ¿cómo se las ingeniaba esa mujer para deslizarse tras su guardia de ese modo? Victoria le hacía sentirse… vulnerable. Indefenso. Y eso no le gustaba.
– Estoy seguro de que lo dices en el mejor de los sentidos -dijo Nathan en un tono seco como la grava.
– Lo que quiero decir es que enseguida supe que algo te había cambiado. Ahora sé lo que es. Y lo siento por ti.
– Porque te resulté encantador la primera vez que nos vimos.
Aunque había una inconfundible dosis de sarcasmo en las palabras de Nathan, Victoria le sorprendió respondiendo en un tono de extrema seriedad:
– Sí. -Entonces sonrió-. Aunque sin duda eso debió de resultarle obvio a un maestro del espionaje como tú. Creo recordar que también yo te gusté.
Dios, sí, por supuesto. A Nathan le había gustado el aspecto de Victoria. El brillo de sus ojos. Su seductora sonrisa. Esa dulce inocencia mezclada con malicia revestida de delicada belleza. Su encantador parloteo nervioso, que le había llevado a silenciarla con un beso. Y también su deleitable sabor. Su delicioso contacto y el olor no menos agradable. Nada ni nadie habían logrado encenderle la sangre ni afectarle tan profundamente ni antes ni desde entonces.
– Sí, Victoria -respondió con voz queda-. Me gustaste. -Dios del cielo, todavía le gustaba. Y mucho se temía que demasiado.
Un rubor teñido de rosa manchó las mejillas de Victoria y él agarró con firmeza las riendas de Medianoche para evitar sucumbir a la tentación de tocarla.
– No sé si sabes que… esa noche… fue mi primer beso -dijo ella.
Nathan sintió que algo se expandía en su interior.
– No, no lo sabía con seguridad, aunque debo confesar que lo sospechaba.
Las mejillas de Victoria se ruborizaron aún más y su mirada terminó apartándose de la de él.
– Mi inexperiencia debe de haberte aburrido.
Nathan no pudo hacer más que clavar en ella la mirada. Debía de estar de broma. ¿Aburrirle? Ojalá. Sin embargo, el rubor y la vergüenza que evidenciaba Victoria eran un claro indicador de que hablaba en serio. Mientras que el sentido común le decía que lo más sensato era dejarla creer lo que quisiera, su conciencia no le permitió que Victoria abrigara un malentendido tan intolerable. Tendió la mano y apoyó las yemas de dos de sus dedos bajo el mentón de ella. Incluso ese ínfimo contacto con la suave piel de Victoria provocó en él una oleada de calor. Cuando las miradas de ambos se encontraron, Nathan dijo con extrema delicadeza:
– No me aburriste, Victoria. Estuviste… -Se detuvo y quiso añadir: Me embriagaste. Me embrujaste. Me encantaste. Me cautivaste. Te convertiste en alguien irrevocablemente inolvidable con solo un beso, pero solo dijo-: Estuviste encantadora.
Nathan juraría haber visto un destello de alivio en esos ojos que eran del mismo vivido azul que el del mar. El atisbo de una sonrisa tembló en los labios de Victoria.
– Quizá también yo podría decir lo mismo de ti.
– ¿Podrías decirlo… o lo dices? -A pesar de su tono ligeramente burlón, Nathan fue de pronto consciente de lo mucho que anhelaba la respuesta a su pregunta.
– ¿Estás seguro de que quieres oír la respuesta, Nathan? -preguntó ella empleando un tono igualmente burlón e imitando la pregunta que él le había hecho en más de una ocasión.
Nathan retiró los dedos de debajo del mentón de Victoria y sonrió.
– De hecho, siendo como soy un maestro del espionaje, conozco la respuesta. Tu entusiasta reacción fue buena prueba de que nuestro encuentro te resultó tan delicioso como a mí.
Victoria inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento y se encogió de hombros.
– He aprendido que los hombres duchos en el arte de besar suelen estar acostumbrados a recibir entusiastas respuestas.
Nathan entrecerró los ojos, aunque ella no lo percibió porque se había vuelto a mirar a un par de pájaros que canturreaban en una rama cercana. ¿Qué demonios había querido decir Victoria con eso? Un espasmo de celos, abrasador e innegable, lo atravesó. ¿Qué sentido tenía siquiera preguntárselo? Obviamente, solo había una forma de que Victoria hubiera obtenido semejante información: besando. A Hombres. Hombres que no eran él.
Maldición. La noche anterior Nathan había sufrido horas de insomnio, atormentado por ideas de esa índole. Bueno, toda la noche no. Había dedicado parte de ella a permitirse disfrutar de fantasías eróticas en las que se imaginaba tocándola, besándola, haciéndole el amor de una docena de formas distintas, explorando cada centímetro de su piel suave y fragante con las manos, la boca y la lengua. Sin embargo, otra parte de la noche le vio sumido en un intento por apartar de su mente imágenes atormentadoras de ella compartiendo esas intimidades con otro hombre. Cuando volviera a Londres, Victoria elegiría esposo. Uno de sus malditos barones. O peor aún, a Gordon o a Colin, ambos claramente atraídos por ella. No obstante, el verdadero problema era la dolorosa, creciente y extremadamente infortunada atracción que ella despertaba en él.
Victoria se volvió a mirarle.
– ¿Mi padre te consideró inocente?
– Eso dijo.
Ella asintió despacio.
– Si te sirve de algo, yo sí creo en tu inocencia.
El corazón volvió a darle en el pecho uno de sus ridículos vuelcos y, con esas simples palabras, Victoria logró tocar alguna fibra en lo más hondo de su ser. La fe que ella mostraba en él no tendría que haberle servido de nada. No quería que le sirviera de nada. Aunque… la realidad era muy distinta.
– Gracias.
– También creo que mi padre es inocente -prosiguió ella, dando clara evidencia que comprendía perfectamente lo que suponía considerar a Nathan inocente de un acto como aquel-. Tiene que haber otra explicación. Y estoy decidida a encontrarla. La respuesta está en las joyas. Bien, ¿por dónde iniciásemos la búsqueda?