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– Sí -concedió Nathan, aunque estaba empezando a sospechar que ya había encontrado un tesoro cuya existencia ni siquiera había imaginado.

Después de casi tres horas registrando sin éxito una docena de formaciones rocosas enclavadas en el sector de la cuadrícula en que habían dividido el mapa de la finca, llegaron a un murmurante arroyo.

– Este arroyo marca la frontera norte de la propiedad -dijo Nathan-. Sugiero que paremos a comer aquí y dejemos beber y descansar a los caballos.

– De acuerdo -respondió ella con la esperanza de no sonar tan agradecida como se sentía en realidad. Cansada, dolorida, hambrienta y sedienta, estaba más que deseosa de poder disfrutar de un descanso.

Nathan bajó del caballo, cogió la alforja de cuero gastado donde llevaba la comida del picnic y le dio a Medianoche una suave palmada en la grupa. El castrado se dirigió de inmediato hacia el arroyo. Nathan se acercó entonces a Victoria y le tendió los brazos para ayudarla. Ella sintió un cosquilleo en el estómago, pero el contacto con Nathan fue totalmente impersonal y en cuanto sus pies tocaron el suelo, él la soltó, dejándola incómodamente desilusionada. La verdad es que él había estado prácticamente callado durante las últimas tres horas.

Victoria se llevó las manos a la zona lumbar, arqueó la espalda para estirar los músculos y no pudo evitar una mueca de dolor. Nathan levantó la mirada desde donde se había agachado junto a la alforja.

– Debería haber sugerido que paráramos antes -dijo con tono de disculpa-. ¿Por qué no has dicho nada?

– ¿Y que me acuses de ser una engreída flor de invernadero? No, gracias. Y no solo eso, sino que estábamos tan cómodos en nuestro silencio que no me ha parecido oportuno interrumpir tan ejemplar concordia. Además, no quería dejar de buscar. Tenemos mucho terreno por cubrir. -Miró a su alrededor, abarcando con su gesto los altos árboles y el vasto paisaje-. No había imaginado que sería tanto.

– Es una finca enorme. -Nathan sacó dos manzanas de la alforja y se las lanzó con cuidado-. ¿Por qué no das una golosina a Miel y a Medianoche mientras yo organizo el picnic?

– De acuerdo.

Manzanas en mano, Victoria se dirigió a la orilla del arroyo, donde los dos caballos seguían bebiendo el agua cristalina. Mientras esperaba a que terminaran, se quitó los guantes de montar y supervisó los alrededores. El sol destellaba en franjas de oro entre las hojas mientras nubes esponjosas flotaban perezosamente contra un telón de fondo de un azul deslumbrante. Un exuberante verdor, salpicado de pinceladas de coloridas flores silvestres y de rocas desiguales, bordeaba las dos orillas del arroyo. El suave murmullo del agua al correr sobre las rocas pulidas por obra del tiempo proporcionaba una música de fondo al trino de los pájaros y al crujir de las hojas provocado por una brisa lo suficientemente fresca para ofrecer alivio del calor del sol sin traducirse en frío. Victoria inspiró hondo, disfrutando del débil aroma del mar que impregnaba el aire incluso a pesar de que no estaban cerca de la orilla.

Miel levantó la cabeza y Victoria dio a la yegua la golosina que tenía para ella. Medianoche la empujó suavemente, sin duda reclamando la misma atención. Con una carcajada, Victoria lo premió con su manzana y le concedió una idéntica ración de caricias y de susurros. En cuanto concluyó su tarea, se lavó las manos en el agua helada y volvió hasta donde estaba Nathan.

Él se hallaba de pie a la sombra de un olmo enorme junto a una colorida manta sobre la que había dispuesto una ingente cantidad de comida. La saludó con una exagerada reverencia y sonrió.

– Su almuerzo espera, mi señora.

– Cielos -dijo Victoria, avanzando hacia él mientras estudiaba la variedad de quesos y de tartas, carnes y galletas, fruta y pan-. ¿Cómo ha cabido todo esto en una alforja?

– La Cocinera es experta en empaquetar la comida.

Victoria bajó la mirada hacia la manta y no logró contener la risa.

– Aquí hay comida suficiente para media docena de personas. ¿Esperamos invitados?

– No. Estaremos tú y yo solos.

Victoria levantó bruscamente la cabeza y las miradas de ambos se encontraron. Sí, sin duda estaban los dos solos. El corazón le dio un vuelco.

– La Cocinera me ha informado de que tenemos que acabárnoslo todo. Y que no podemos volver hasta que no quede ni una miga.

Dios del cielo, eso podía llevar… horas. El corazón volvió a darle un vuelco. Inspiró hondo, intentando conservar la calma, y sonrió.

– En ese caso, será mejor que empecemos.

Victoria se acercó a la manta, tomó asiento en el lugar que él le indicó y se acomodó las faldas alrededor. Nathan se sentó a su lado, cruzó las largas piernas y procedió a prepararle un plato colmado de comida. Tras prepararse también uno para él, llenó de sidra dos vasos de peltre. Luego sostuvo uno de los vasos en alto y clavó en Victoria una mirada que ella no supo descifrar pero que le provocó una oleada de calor.

– Brindo porque encontremos lo que buscamos.

– Sí -murmuró ella, tocando el vaso de Nathan con el suyo. Tomó un sorbo agradecido al tiempo que su garganta, reseca y abrasada, daba la bienvenida al frescor de la sidra. La comida tenía un aspecto delicioso y, puesto que estaba hambrienta, la acometió con deleite. No le costó reparar en que Nathan hizo lo mismo, y durante varios minutos se dedicaron únicamente a comer, rodeados de la sombra salpicada de motas de sol y de los sonidos que colmaban el aire.

Después de servirse otra gruesa rebanada de pan, Nathan inspiró hondo y espiró.

– Dios, cómo me gusta este olor. Este pequeño retazo de mar que impregna siempre el aire. A pesar de lo mucho que adoro Little Longstone, no huele así. Y tampoco Londres. -La miró y le recorrió un exagerado escalofrío-. ¿Cómo soportas pasar allí tanto tiempo?

– Están las tiendas.

Nathan meneó la cabeza.

– Multitudes.

– Las fiestas fabulosas.

– Tediosa conversación con cansinos desconocidos.

– La ópera.

– Gente que entona canciones indescifrables en idiomas que no comprendo.

Victoria rió.

– Me temo que tendremos que admitir nuestro desacuerdo. ¿Y tú? ¿Cómo soportas pasar la vida enterrado en el campo? ¿No te resulta desolador?

– No. Es un lugar tranquilo.

– No hay emoción.

– Es apacible.

– No hay calles como Regent o Bond Street.

– Gracias a Dios.

– Es solitario.

Nathan guardó silencio mientras un ligero ceño asomaba entre sus cejas.

– A veces -dijo con voz queda-. Pero tengo mis libros, mis animales y mis pacientes.

– ¿No hay ninguna mujer esperando ansiosa tu regreso? -Lanzó la pregunta con una despreocupación que estaba en total contraste con el fuerte tamborileo que sentía en el corazón.

– Nadie. -Una de las esquinas de su boca se curvó hacia arriba-. Al menos que yo sepa. Quizá tenga varias admiradoras secretas que suspiran por mí mientras hablamos. -Se metió un trozo de queso en la boca. Después de tragárselo, dijo-: Imagino que Branripple y Dravensby esperan ansiosos tu regreso a Londres.

Dios del cielo, a punto estuvo de preguntar a quiénes se refería antes de que la vocecilla interior le recordara justo a tiempo: «Tus barones. Uno de los cuales vas a desposar».

¿Estarían esperando ansiosos su regreso? Con toda probabilidad estarían ocupados asistiendo al torbellino de fiestas asociadas con la temporada. Y en las que, dada su idoneidad, serían objetivo de primer orden de una panda de jovencitas casaderas. Que no dudarían en adularles. Y flirtear con ellos. Y bailar con ellos. Quizá incluso compartir con ellos sus besos. Perspectiva que…