Выбрать главу

No la molestaba en lo más mínimo.

Frunció el ceño. Sin duda semejante posibilidad tendría que haberla molestado. Tendría que sentir algo al pensar en otra mujer capturando la atención de Branripple o de Dravensby. Algún atisbo de preocupación. Una punzada de fastidio. De celos. Aun así, lo que sentía era… nada.

Pero entonces se volvió a mirar a Nathan, quien la miraba a su vez con encendida intensidad, y de pronto sintió algo. Una crepitante oleada de algo que le encogió los dedos de los pies en los botines de montar. Y, en ese instante, un destello cegador le abrió violentamente los ojos a una verdad hasta entonces velada y supo que el simple hecho de imaginar a otra mujer besando a ese hombre le encogía el estómago. Le daba ganas de romper algo. De abofetear con fuerza a la otra mujer hasta que los labios que habían osado besar a Nathan se le cayeran de la cara. Al suelo. Donde pudiera entonces aplastarlos en el barro con el tacón del zapato.

– ¿Estás bien, Victoria? Por tu expresión se diría que estás… furiosa.

Victoria parpadeó en un afán por deshacerse de la imagen de una mujer abofeteada y sin labios, y arremetió contra las garras de los celos, tan innegables como confusas. ¿Qué diantre le ocurría?

– Estoy bien -dijo, tomando un apresurado sorbo de sidra.

– Bien. -Nathan dejó a un lado su plato vacío y se dio una palmadita en el estómago-. Delicioso. Pero ahora es cuando viene la mejor parte de un picnic.

– ¿El postre?

– Mejor aún. -Nathan se quitó la chaqueta, la dobló, aunque no con demasiada pulcritud, y a continuación se tumbó boca arriba, utilizando el amasijo de ropa como improvisada almohada-. Ahhh… -El profundo suspiro de satisfacción se abrió paso entre sus labios y sus ojos se cerraron.

Victoria siguió sentada totalmente inmóvil y fijó en él la mirada. Bueno, totalmente inmóvil con excepción de las pupilas, que recorrieron el cuerpo de Nathan comiéndoselo con los ojos y sometiéndolo a una exhaustiva… ejem… supervisión. Los rayos de sol iluminaban los bruñidos mechones de sus desordenados cabellos, sumiendo su rostro en un intrigante diseño de luz dorada y sombras humeantes. El níveo algodón, en el que la chaqueta había perfilado sus arrugas, se tensaba sobre su poderoso pecho y sus anchos hombros. Las manos descansaban sobre el abdomen y los largos dedos se entrelazaban relajadamente justo encima de la cintura de sus pantalones de color crema. Ah, sí… esos pantalones que abrazaban sus musculosas piernas de aquel modo absolutamente fascinante y arrebatador. Los pantalones desaparecían justo debajo de las rodillas en unas botas de montar negras y gastadas. La imagen de absoluta relajación se completaba con sus lóbulos cruzados.

Dios del cielo, ¿había creído acaso que estaba bien? Debía de haber perdido el juicio. El hombre estaba repantigado delante de ella, dispuesto a su vista como un festín. Un festín del que Victoria deseaba desesperadamente comer y beber.

¿Cuándo, exactamente, se había vuelto tan fascinante el cuerpo masculino? Sin duda la culpa la tenían las explícitas descripciones de la anatomía del hombre que aparecían en la Guía femenina. Si bien es cierto que Victoria siempre había hecho gala de una curiosidad natural, nunca había sentido nada igual. Ni Branripple ni tampoco Dravensby habían inspirado jamás en ella esa desesperada compulsión por tocar. Por explorar. Por quitarles la ropa.

Sin poder apartar sus fascinados ojos de él, tuvo que tragar saliva dos veces para encontrarse la voz.

– ¿Qué… qué estás haciendo?

– Disfrutar de la última fase del picnic.

– No me parece que echarte una siesta aquí sea una buena idea, Nathan. -Cielos, menuda remilgada estaba hecha. Cuánto le gustaría poder sentirse así de remilgada, y dejar de sentirse como un melocotón excesivamente maduro a punto de reventar contra la excesiva tirantez de su piel.

– No estoy echándome una siesta. Me estoy relajando. Deberías probarlo. Es muy bueno para la digestión.

– Estoy perfectamente relajada, gracias.-Sí. Y si los mentirosos estallaran en llamas, quedaría incinerada allí mismo. Un amasijo de palabras nerviosas se le arracimaron en la garganta y Victoria supo que estaba a punto de empezar a farfullar-. Dime, ¿por qué decidiste ser médico? -Las palabras salieron de sus labios en un jadeante reguero, aunque suspiró aliviada por dentro al ver que por lo menos tenían sentido.

– Siempre me atrajo poder curar, incluso cuando era niño. Pájaros con las alas rotas, perros con las patas despedazadas, ese tipo de cosas. Eso, combinado con mi amor por la ciencia y mi curiosidad por los mecanismos del cuerpo humano. Nunca tuve la menor duda del camino que seguiría.

Victoria había observado, sumida en una especie de trance, cómo la hermosa boca de Nathan formaba cada palabra y sintió cómo sus dedos hormigueaban con la abrumadora necesidad de tocarle los labios. Para evitar sucumbir a la tentación, levantó las rodillas, se abrazó con fuerza las piernas y entrelazó los dedos. Bien. Se había salvado de la tentación de ponerse en ridículo.

– ¿Y si no hubieras sido médico? ¿Qué profesión habrías elegido?

– Pescador.

– Bromeas.

– ¿Qué tiene de malo ser pescador?

– Nada. Es solo que no me parece… -Su voz se apagó y de pronto se sintió estúpida.

– ¿No te parece qué?

– Una ocupación propia de un caballero.

– Quizá tengas razón. Aun así, es un trabajo honrado. Y sin duda más útil que las caballerescas ocupaciones del juego y de la caza del zorro. Aunque lo cierto es que siempre he fijado mis propias normas. Nunca he entendido por qué debía pasarme la vida haciendo cosas que no me gustaban simplemente porque eso era lo que se esperaba de mí. Creo que habría sido un buen pescador. Mount's Bay es una excelente zona de pesca y ofrece protección incluso cuando el mar se embravece, cosa que suele ocurrir con frecuencia. Aunque siempre me ha gustado pescar, en cualquier época del año, el verano era sin duda el mejor momento. Todos los meses de julio esperaba ansioso la excitación anual que traía consigo la gran pesca de la sardina.

– ¿Qué es eso?

– La sardina de Cornwall, un pez local. Los hombres lanzan enormes redes desde sus barcos, formando un inmenso círculo alrededor del grupo de peces, que recibe el nombre de banco. El procedimiento bien podría compararse al modo en que las ovejas son conducidas a los rediles. Docenas de personas, entre quienes me incluía, esperábamos en la orilla, donde tirábamos de las tremendas redes llenas de miles de peces hasta la playa. Luego amontonábamos esos miles de peces en cualquier contenedor, cesta y cubo del que dispusiéramos. Resultaba estimulante y agotador, y era sin duda el evento más esperado de la temporada.

– ¿Qué hacías durante el resto del verano?

– Pasear por las playas. Coleccionar conchas. Hacer gamberradas con Colin. Estudiar las estrellas. Disfrutar de los picnics. Coger cangrejos y langostas.

– ¿Las cogías tú?

– Sí. -La miró a hurtadillas con un solo ojo y sonrió-. Rara era la vez que llegaban por su propio pie a los platos de la cena, ¿sabes?

Victoria sonrió a su vez y en su mente se materializó una imagen: la de un joven apuesto y despeinado, con la piel dorada por el sol, cogiendo cangrejos, caminando por la arena con el cabello a merced de la enérgica brisa del mar. La imagen quedó entonces reemplazada por la de sí misma de joven, y el contraste le resultó cuando menos desgarrador.

– Mientras tú te dedicabas a todas esas cosas, yo aprendía a bailar, a bordar y a hablar francés. Tú pasabas el tiempo aquí, junto al mar, mientras yo me criaba en Londres. Nuestra casa de campo queda a tres horas de viaje de la ciudad. Tú disfrutabas de la compañía de tu hermano mientras el mío se habría dejado matar antes de pasar tiempo conmigo. Tú te criaste sabiendo que querías ser médico mientras yo crecí sabiendo que tendría que hacer un buen matrimonio para asegurar mi futuro. Cuan distintas han sido nuestras vidas.