– Después de tenerme a mí, tuvo dos abortos. Las dos pérdidas la sumieron en un halo de melancolía del que jamás se recuperó. Cuando murió, apenas había cumplido cuarenta años. Y todavía era hermosa. Pero ¿para que le sirvió? En cuanto a mí, yo solo deseaba poder disfrutar de mi madre. Poco me importaba que fuera hermosa o una bruja. Habría dado todo lo que tenía, toda mi supuesta «belleza» por un día más con ella. Por una más de sus escasas sonrisas. -Un velo acuoso asomó a sus ojos y parpadeó para eliminarlo. Dejó escapar un suspiro cohibido-. Supongo que lo que quiero decir es que la belleza exterior es totalmente… inútil.
Nathan la miraba con una peculiar expresión en el rostro, como si fuera la primera vez que la veía, y Victoria sintió que la recorría una oleada de vergüenza. Dios del cielo, de nuevo se había ido de la lengua.
– Sigues sorprendiéndome, Victoria -dijo él despacio, buscándola con la mirada-. Y no creas que me gustan demasiado las sorpresas.
Ella parpadeó y entrecerró los ojos.
– Vaya, gracias. Te aseguro que no recuerdo haber oído jamás palabras tan gratas.
Nathan meneó la cabeza como en un intento por despejarse.
– Lo siento. No pretendía que sonara así. -Tendió de nuevo la mano y le apartó un rizo de la mejilla-. ¿Me perdonas?
Victoria vio evaporarse su irritación con la misma rapidez con la que había prendido en ella. Nathan parecía muy sincero, y mostraba una expresión decididamente seria y grave, aunque… desconcertada. Si había una mujer en algún rincón del reino capaz de resistirse a su tierna petición, sin duda esa mujer no era ella.
– Perdonado -susurró.
La mirada de Nathan se posó en sus labios y el cuerpo de Victoria se aceleró, impaciente, ante la inminencia de otro beso. En vez de besarla, él se levantó de pronto.
– Es hora de volver.
Victoria miró al suelo para que él no pudiera ver la decepción que la embargaba. Su sentido común aplaudió la decisión. Obviamente, nada tenía de prudente seguir sentada en una manta de picnic, compartiendo besos y confidencias. El corazón, no obstante, anhelaba pasar allí el resto del día.
Aunque esos sentimientos no formaran parte de su plan, no sabía cómo frenarlos. ¿Habían pasado solo dos días desde que había creído que podía marcharse de allí, libre de Nathan e intacta tras su encuentro? Sí. Y ahí estaba, después de tan poco tiempo, definitivamente afectada y sintiendo ya algo que poco tenía que ver con la libertad. Si Nathan era capaz de desbaratar sus planes en tan solo dos días, ¿qué sería capaz de hacer en dos semanas?
Santo Dios. No supo decidir si aquella posibilidad la aterraba más que la entusiasmaba.
Capítulo 14
La mujer moderna actual debe comprender que los hombres a menudo dicen una cosa y piensan otra. Por ejemplo: «¿Te gustaría acompañarme a dar un paseo a la luz de la luna?» significa: «Quiero besarte». Sin embargo, cuando un hombre dice «Quiero besarte», no hay posibilidad de confundir el significado de sus palabras. La única cuestión por dilucidar es si la dama deseará corresponderle.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima.
Charles Brightmore.
Tres horas después de su regreso a Creston Manor, y tras haber dejado a Victoria en el salón con su tía, Nathan seguía paseándose por los confines de su habitación con las ideas entremezcladas como una madeja de hilo totalmente liada. Tendría que haber estado concentrándose en intentar averiguar dónde podían estar escondidas las joyas. De hecho, tendría que haber salido a buscarlas. Aun así, había dado su palabra de que no efectuaría ninguna búsqueda sin Victoria, y pasar más tiempo con ella no era en ese momento una buena idea. Menos aún cuando su capacidad de autocontrol estaba casi a punto de jugarle una mala pasada. Maldición, Victoria había prendido fuego en él. Simplemente sentándose en una manta. Verla comer había sido un ejercicio de tortura. Había requerido de un monumental esfuerzo para no apartar a un lado la comida y simplemente estrecharla entre sus brazos. Nathan había creído que tenderse boca arriba y cerrar los ojos para no verla le sería de alguna ayuda, pero al reclinarse tan solo había logrado desear con todo su ser tirar de ella y tumbarla sobre su cuerpo estirado.
Se mesó los cabellos y dejó escapar un largo suspiro. Demonios, por supuesto que había conocido antes el deseo, pero ese… ese doloroso deseo por ella, la intensa pasión que Victoria inspiraba en él, no podía compararse a nada de lo que había experimentado hasta entonces. Siempre se había considerado un hombre dotado de una gran capacidad de autocontrol, delicadeza y paciencia. Pero de algún modo Victoria le despojaba de esas tres cualidades. No quería besarla, no. Lo que deseaba era devorarla. No quería bajarle el vestido de los hombros, sino que deseaba arrancárselo del cuerpo. Con los dientes. No quería seducirla lentamente. Lo que en realidad deseaba era empujarla contra la pared más cercana y simplemente fundirse con ella. Hacerle el amor tórrida, sudorosa, desbocada y abrasadoramente. Luego, volverla de espaldas y empezar de nuevo. Si Victoria hubiera llegado a saber la mitad de las cosas que deseaba hacerle, hacer con ella, casi con toda probabilidad jamás lograría recuperarse de la conmoción.
Cuando la necesidad de sentir las manos sobre ella, de besarla, se hubo por fin convertido en algo insoportable, Nathan se había rendido al deseo aunque había hecho denodados esfuerzos por contenerse y apenas la había tocado. Si bien había salido airoso del trance, el esfuerzo le había pasado factura. A pesar de que había deseado desesperadamente seguir con ella junto al arroyo y prolongar la excursión, conocía sus limitaciones y bien sabía que las había alcanzado con creces. Una caricia más o un beso más habrían derrumbado el tenue control que todavía ejercía sobre sus actos.
Se detuvo junto a la ventana, abarcando con la mirada la vasta extensión de césped, los árboles inmensos y la lengua de aguas azules y coronadas de pequeñas orlas blancas visibles en la distancia. Esa vista siempre le había calmado. Pero ya no. Sentía tensos los nervios y los músculos, y una sensación de frustración como no la había sentido en su vida merodeaba por su ser. Y, maldición, todo eso era culpa de Victoria.
Soltó un gemido y se pasó las manos por la cara. ¿Acaso había creído que podía resistirse a ella? Sí. Y quizá podría haberlo conseguido si la atracción que sentía hacia ella no hubiera pasado de algo meramente físico. Al menos había abrigado la esperanza de poder mantenerse firme ante los encantos de una mujer que era solamente hermosa. Y la oportunidad era sin duda mayor si la mujer en cuestión resultaba ser superficial, hueca y fastidiosa, como había supuesto que ocurriría con Victoria.
Pero ¿cómo resistirse al encanto de una mujer que no era solo hermosa, sino que daba muestra de tantas otras facetas que él encontraba irresistibles? La había deseado desde el momento en que la había visto, pero cada instante que había pasado en su compañía revelaba otra inesperada faceta de su personalidad que no hacía más que aumentar el hambre que la joven despertaba en él.
Victoria había demostrado no tener miedo a hacerle frente. Era una mujer divertida. Ingeniosa. Inteligente. Le había ofrecido su compasión, su amabilidad y comprensión. Le creía inocente del delito que se le imputaba. Había intentado ganarse la amistad de sus patos. Le gustaba su gata. Su perro. Y su perro y su gata le habían tomado cariño. A pesar de todas sus posesiones, había sufrido la soledad, y el hecho de que hubiera sido capaz de renunciar a todas esas posesiones, y a su belleza, por poder pasar un día más con su madre…
Maldición, en ningún momento había esperado encontrar en ella una mujer… vulnerable. No había imaginado que Victoria pudiera tocarle el corazón. No había deseado encariñarse así con ella. Sintiendo el corazón acelerado, el estómago encogido y la mente adormecida. Una mujer que jamás sería suya. Una mujer que, en cuestión de semanas, se prometería a otro hombre.