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– ¡Agh! -Se apretó los párpados con la base de las manos para apartar la tortuosa imagen en la que ella levantaba el rostro para recibir el beso de otro hombre. Basta. Necesitaba desterrarla de su mente. Borrar el sabor, el olor y el contacto de Victoria. Tenía que empezar a concentrarse en las cosas en las que debería estar pensando. Las joyas. Para así poder dar con ellas o bien convencerse de que no había la menor esperanza de encontrarlas y recoger sus cosas y a sus animales y volver a su tranquila vida.

Un baño. Un largo y vigorizante baño en el agua fría le devolvería el juicio y enfriaría ese ardor indeseado.

Aliviado al saberse poseedor de un plan, salió apresuradamente de su habitación. Al entrar en el vestíbulo, preguntó a Langston en voz baja:

– ¿Dónde están todos?

– Su hermano se ha ido a Penzance y ha dado instrucciones de que no le esperen hasta tarde -informó el mayordomo con voz queda-. Su padre, lady Victoria y lady Delia toman el té en la terraza.

Excelente. Podía evitar fácilmente la terraza.

– Si alguien le pregunta, no me ha visto. Estaré de vuelta para la cena.

– Sí, doctor Nathan.

Con un suspiro de alivio, salió de la casa.

Victoria removió un terrón de azúcar en su tercera taza de té; y asintió con aire ausente a lo que decía tía Delia. Y no es que importara demasiado que no estuviera prestando atención a la conversación sobre una fiesta a la que tía Delia y lord Rutledge habían asistido casi una década antes, pues estaba convencida de que su presencia había quedado poco menos que olvidada. No se había producido una sola interrupción en animado parloteo que tenía lugar entre su tía y lord Rutledge desde que una hora antes se habían sentado a tomar el té. Había pensado en disculparse y abandonar la mesa, pero no podía resistirse al delicioso clima de esa magnífica tarde. Y, si por el contrario, optaba por permanecer en la casa, tendría que vérselas a solas con sus pensamientos… una perspectiva que no deseaba contemplar. Habría tiempo de sobra para ello durante la larga noche que la esperaba.

Además, le producía un inmenso placer ver a su tía tan animada y disfrutando de ese modo. Había algunos hombres con los que tía Delia acudía a lo ópera de vez en cuando, jamás le faltaban parejas en un baile, pero no dejaba de insistir en que se trataba de hombres a los que la unía una larga amistad.

Victoria nunca había visto sonrojarse a su tía. Un favorecedor rubor teñía el rostro de la señora al tiempo que se reía de algo que lord Rutledge, quien sin duda también disfrutaba de la conversación, había dicho.

Un apagado repiqueteo en las losas situadas tras ella llamó la atención de Victoria, que se volvió de inmediato. R.B., con la cabeza regiamente alzada, cruzaba trotando la terraza en dirección a ella. Al llegar a su lado, le estampó suavemente su enorme cabeza contra el muslo. Con una discreta risilla, le rascó detrás de las orejas mientras el animal levantaba el morro y olisqueaba el aire.

– Hueles a galletas, ¿verdad? -murmuró.

La mirada entusiasta que asomó a los inteligentes ojos oscuros de R.B. indicó claramente que así era. Victoria rompió su galleta y le ofreció un trozo al perro, que, después de dar cuenta de la golosina, apoyó la cabeza en sus rodillas y le dedicó una mirada de absoluta adoración.

– Hum. Supongo que debo pensar que semejante atención es fruto de la gratitud, aunque algo me hace sospechar que se debe a que quieres más.

Por respuesta, R.B. se cuadró, se relamió el morro y lanzó una mirada de súplica a la galleta que quedaba en el plato.

– Y supongo que esperas que comparta mi última galleta contigo.

R.B. se dejó caer sobre su trasero y levantó la pata derecha.

Victoria se echó a reír.

– Esa parece ser tu respuesta para todo. Afortunadamente para ti, resulta irresistible. -Partió entonces la galleta en varios trozos y, cuando acababa ya de ofrecer a R.B. el último, alcanzó a ver un destello blanco con el rabillo del ojo. Al volverse descubrió a un hombre que se adentraba en los bosques situados tras los establos. Aunque la figura desapareció en cuestión de segundos, no había la menor duda de que se trataba de Nathan. Victoria se levantó de la silla como si hubiera sido lanzada con una catapulta.

– Cielos, ¿estás bien, Victoria?

Apartó los ojos del punto donde el bosque se había tragado a Nathan para mirar a su tía.

– Sí, estoy bien. Me ha asustado una… ejem… una abeja. -Agitó los brazos en el aire para resultar más convincente-. Ya se ha ido. Aunque ahora que estoy de pie, creo que iré a dar un paseo, si no os importa.

– Claro que no, querida -dijo tía Delia.

– En absoluto. Disfruta de esta deliciosa tarde -dijo lord Rutledge con una sonrisa-. Aunque el sol no tardará en ponerse. No olvides regresar antes de que se haga de noche.

Después de asegurarles de que así lo haría, no dudó un segundo más. Al recordar su promesa de no vagar por ahí sola, silbó suavemente a R.B. para que la acompañara. El perro no tardó en echar a caminar junto a ella, y Victoria cruzó la terraza con paso decidido como un barco navegando a toda vela, resuelta a averiguar qué era lo que Nathan se traía entre manos. Oh, sí, quizá estuviera simplemente dando un inocente paseo por el bosque, pero lo cierto es que había observado algo decididamente furtivo en su actitud. Le había visto apresurarse cabizbajo, como si no deseara ser visto. Aunque no pensaba volver a acusarle de estar buscando las joyas solo sin tener pruebas para ello, estaba decidida a llevar a cabo cierta labor de espionaje a solas para asegurarse de que esa prueba no existiera.

Dedicó a R.B. una desolada sonrisa.

– Reza para que tu dueño no ande por ahí escondido, buscando el tesoro sin mí, porque de lo contrario… -Su voz se apagó al no ser capaz de pensar en un castigo lo suficientemente extremo-. De lo contrario, habrá demostrado ser un mentiroso. Deshonroso. Un hombre sin integridad que no mantiene su palabra.

Aun así, quizá eso fuera lo mejor. Si Nathan demostraba ser deshonroso, con ello mataría la indeseada atracción que sentía por él. Jamás podría albergar una atracción semejante por un hombre de pobre carácter, por muy apuesto o encantador que fuera. Aceleró el paso.

– Vamos, R.B. Descubramos qué es lo que trama el gran espía.

Cuando, minutos más tarde, se adentraron en el bosque, Victoria avanzó apresuradamente por el sendero perfectamente delimitado. En cuanto se acercaron a la bifurcación, aminoró la marcha y miró a R.B.

– ¿Tienes idea de por dónde ha ido?

R.B. olisqueó el aire y tomó entonces el sendero que llevaba al lago. Con los labios firmemente apretados en una única línea inexorable, Victoria siguió al perro, escudriñando a derecha e izquierda, mirando, escuchando. Pero nada pudo ver salvo los árboles y el follaje; nada oyó salvo el gorjeo de los pájaros y el crujir de las hojas a merced de la brisa sobre su cabeza. Las largas sombras caían sobre el sendero, perfiladas por los rayos cada vez más pálidos, anunciando el regreso del inminente crepúsculo. Cuando se aproximaban a una curva del camino, R.B. echó a correr y desapareció por la curva. Segundos más tarde, Victoria oyó un claro crujido procedente de la maleza.

– R.B. -susurró, alzando la voz todo lo fue capaz. ¿Adónde diantre había salido corriendo así el perro? Probablemente tras un conejo o una ardilla. ¿O quizá habría encontrado a Nathan? Maldición, no tenía el menor deseo de ser descubierta por él, pues era ella la que supuestamente estaba ejerciendo la labor de espía. Obviamente, si él la encontraba, siempre podía decir que había salido a dar un paseo con el perro. Lo cual era totalmente cierto.