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Al doblar la curva vio un estrecho sendero que se desviaba a la derecha. Puesto que esa era la dirección en la que había oído alejarse a R.B., siguió el sendero, intentando pisar con cuidado para pasar lo más inadvertida posible. Un minuto más tarde pudo vislumbrar el lago entre los árboles. El sendero giraba bruscamente a la izquierda y, al seguir su trazado, Victoria tropezó de pronto con R.B. que estaba sentado con la lengua fuera y agitando la cola junto a un extraño amasijo oscuro. Deseó con todas sus fuerzas que no se tratara de los restos de algún pobre animal que el perro acabara de cazar.

– Así que estabas aquí -murmuró, acercándose con suma cautela, inclinándose hacia delante y estudiando sospechosamente el amasijo de extraño contorno que no mostraba la menor señal de vida. El miedo le encogió el estómago-. Por favor, que no sea un conejo. Ni una ardilla. Ni una…

Bota.

Se enderezó como una marioneta tirada por dos hilos. Acercándose un poco más al amasijo para investigar, descubrió que no se trataba solo de una bota, sino de un par de ellas. Colocadas encima de un montón de ropa torpemente doblada. No había duda de a quién pertenecía. Podía reconocer las botas gastadas de Nathan y sus pantalones crema en cualquier parte. Y si tenía la ropa allí, eso quería decir que él estaba…

Desnudo.

Cielos… Se sintió devorada por una ráfaga de calor. Nathan le había hablado de lo mucho que disfrutaba nadando en el lago. Obviamente era eso lo que estaría haciendo, pues Victoria dudaba mucho que estuviera buscando las joyas…

Desnudo.

Se agachó y miró el lago entre el denso follaje. El agua era como una lámina de cristal azul que absorbía los brillantes reflejos naranjas y rojos del sol poniente en su prístina superficie. No había ni rastro de él. ¡Maldición! Ejem… excelente. Podría salir de allí sin ser vista. Su mirada volvió a posarse en el montón de ropa y frunció los labios. Hum…

Echó una rápida mirada a su alrededor, cerciorándose de que estaba efectivamente sola, y volvió a mirar la ropa, que parecía susurrarle: «Llévame, llévame».

Oh, pero no podía hacerlo. ¿O sí? La voz de un duendecillo en su interior le decía que por supuesto podía. Nathan estaba acostumbrado a esa clase de juegos… incluso había confesado que se había divertido con ellos durante su infancia. ¿Cuándo diantre iba Victoria a disponer de nuevo de semejante oportunidad? Nunca. Prácticamente riéndose de júbilo, recogió a toda prisa el amasijo de ropa y se puso en pie. Tras echar una última mirada al lago para cerciorarse de que Nathan no se acercaba a la orilla, dio media vuelta. Y se quedó helada.

Nathan estaba de pie ante ella. Nathan empapado, con la piel brillante y finos hilos de agua deslizándose por su cuerpo hacia el suelo…

Dios… Del… Cielo.

«Mírale a la cara. Mírale a la cara.» Pero su desobediente mirada no le hizo el menor caso, sino que quedó fascinadamente prendida en su torso con el estupefacto celo de un ladrón que se hubiera tropezado inesperadamente con un saco lleno de dinero. Perlas de humedad serpenteaban por el músculo del pecho de Nathan, aferrándose a la oscura mata de vello que se estrechaba hasta dibujar una sedosa cinta al tiempo que dividía en dos el fibrado abdomen… para luego ensancharse y acunar su…

Dios… Del… Cielo.

Victoria tan solo podía mirar y dar gracias de tener la mandíbula sujeta a la cara, de lo contrario la habría visto caer al suelo ante sus pies. Dios santo. Nathan era… magnífico. A pesar de que no tenía con quien compararle, no había duda de que estaba exquisita y… ejem… generosamente formado. Sin duda, el resto de sus miembros -sus brazos y piernas- eran igualmente exquisitos, cosa que no tardaría en verificar en cuanto sus pupilas recordaran cómo moverse. Se preguntó neciamente si el Manual Oficial del Espía hacía referencia a esa situación: ladrona de ropa paralizada, reducida a una masa babeante e insensata con un par de pupilas monstruosamente estáticas ante la visión de un exquisito y magnífico hombre desnudo.

– Vaya. Casi como en El gato con botas, ¿no te parece?

El sonido de su voz profunda y divertida arrancó a Victoria de su estupor. Alzó bruscamente la mirada para encontrarse con la de él. Un brillo pícaro bailaba en los ojos de Nathan. Con toda probabilidad a Victoria se le ocurriría una réplica ingeniosa en un plazo de uno o dos años. Quizá en tres o cuatro. En ese instante tan solo fue capaz de articular el único sonido que le vino a la cabeza.

– ¿Eh?

– El gato con botas. El cuento. Con la única diferencia de que no hay aquí un rey que pueda ofrecerme su capa. Solo tú. -Arqueó una ceja oscura-. Supongo que no estarás dispuesta a quitarte el vestido.

Santo Dios, nada le habría gustado más. Sobre todo teniendo en cuenta el calor que hacía allí. Tenía la sensación de estar asándose por dentro. El buen juicio, sin embargo, prevaleció y Victoria alzó el mentón.

– Por supuesto que no. -Diantre, ¿de verdad era su voz ese estridente sonido?

– ¿Ni siquiera en aras del buen espíritu deportivo? Desde luego, un gesto así equilibraría las condiciones del juego, ¿no te parece?

– No veo que el hecho de estar los dos desnudos igualara las condiciones del juego.

– ¿Ah, no? Bueno, estaría encantado de enseñártelo.

– Creo haber visto… -Iba a decir: «Mucho menos de lo que querría», pero se limitó a añadir-: Bastante, gracias.

– Quizá podrías explicar qué estás haciendo aquí. Me diste tu palabra de que no vagarías por ahí sola.

– No estaba sola. Me acompañaba R. B… -Enmudeció al darse cuenta de que el perro no estaba ya a su lado. Echó una rápida mirada a su alrededor, pero no hubo forma de dar con él. Bah. Maldito desertor. Ya podía volver a pedirle una galleta-. Que estaba aquí hace un momento, te lo aseguro. En cualquier caso, sabía que no estaría sola en cuanto te encontrara.

Una sonrisa que solo habría podido ser descrita como lobuna curvó los labios de Nathan.

– Así que has venido a buscarme. Me halaga saberlo. ¿Acaso esperabas darte un baño conmigo?

– Por supuesto que no. Te he visto adentrarte a hurtadillas en el bosque y…

– ¿Y, una vez más, has vuelto a sospechar que salía a buscar las joyas sin ti?

Otra oleada de calor, en esa ocasión inducida por la culpa, trepó por su cuello.

– No exactamente. Ha sido más un deseo de probar que no habías salido a buscarlas sin mí.

– Ah, bien. Como verás, así es.

– Cierto. Estabas nadando. ¿No está fría el agua en esta época del año?

– De hecho, está muy fría.

– ¿Te gusta el agua fría?

– En absoluto.

– Entonces ¿por qué nadabas?

– ¿Estás segura de que quieres oír la respuesta?

Santo Dios, no estaba segura de nada, y menos aún de por qué seguía ahí de pie como si la hubieran atornillado al suelo y no dejaba de conversar con él mientras Nathan seguía desnudo. Y mojado. Y desnudo.

Tragó saliva.

– ¿Por qué me preguntas continuamente si quiero oír las respuestas a mis preguntas?

– Porque sospecho que en realidad no quieres. O que no estás preparada para oírlas. Y cuando digo respuestas me refiero a las respuestas sinceras y sin adornos, y no a las tonterías edulcoradas que tus aristocráticos amigos te ofrecerían.

– Te aseguro que estoy perfectamente preparada para oír la respuesta a por qué estabas nadando.

– Muy bien. No podía dejar de pensar en ti. La idea de tocarte, de besarte, de hacerte el amor me estaba volviendo loco. Me pareció que un chapuzón en el agua fría del lago lograría calmar mi ardor. Aunque, como ya habrás visto, no ha sido así. -Bajó intencionadamente los ojos y la mirada de Victoria siguió a la suya.

Dios… Del… Cielo.

– Te estás sonrojando, Victoria.

La mirada ella volvió a clavarse en la suya.