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– ¿Ah, sí? Sí, supongo que así es. Es que nunca… ejem… había visto a un hombre desnudo.

– ¿Y por qué iba eso a avergonzarte? Si hay alguien en esta fiesta improvisada que debería estar avergonzado, sin duda tendría que ser la persona que está desnuda.

– ¿Estás avergonzado?

– No. No es vergüenza lo que siento. Obviamente.

«Obviamente.»

– Bueno, me alegra oír eso. Porque, por lo que veo, no hay nada de lo que… hum… debas avergonzarte.

– Gracias. Tampoco tú. Ya te he dicho que no tienes de qué avergonzarte conmigo, Victoria.

Sí, eso le había dicho. Sin embargo, la vergüenza que la embargaba nada tenía que ver con la reacción de Nathan y sí mucho con la suya propia. Con el hecho de que, en vez de volverse de espaldas, no pudiera dejar de mirarle. Era tanto lo que deseaba tocarle que llegaba incluso a temblar. ¿Qué sentiría al posar sus manos en esa hermosa piel de hombre? ¿Sus labios? Aunque siempre se había considerado una dama de los pies a la cabeza, no había nada que la calificara de lo contrario en lo que deseaba hacerle a Nathan. Ni en lo que deseaba que él le hiciera a ella.

Sintió la piel tensa y caliente bajo el vestido, que de pronto se le antojó exageradamente restrictivo, constriñéndole la respiración hasta que tan solo pudo respirar en leves jadeos. Los pezones se le endurecieron, convertidos ya en anhelantes puntas, y la carne oculta entre los muslos se tornó pesada, palpitando al unísono con su acelerado corazón.

– ¿Estás bien, Victoria?

Ella se humedeció los labios.

– ¿Lo estás tú?

– Una vez más, vuelves a responder a una pregunta con otra.

– Cosa que no suelo hacer habitualmente. Tú tienes la culpa. Me haces… -Pegó con firmeza los labios para acallar el flujo de palabras.

Nathan dio un paso hacia ella y Victoria sintió que el corazón le daba un vuelco.

– ¿Te hago qué?

Temblar. Anhelar. Desear cosas que no debería, pensó Victoria.

– Decir cosas que en otras circunstancias jamás diría. Y hacer cosas que no suelo hacer -dijo, en cambio.

– Quizá eso sea bueno. Quizá estés descubriendo aspectos nuevos de tu naturaleza. O mostrando rasgos que hasta ahora habías mantenido ocultos, consciente o inconscientemente.

– ¿Y por qué iba a hacer algo semejante?

– Por muchas razones. Las rígidas normas de la sociedad. Porque tus experiencias pasadas no te han proporcionado la suficiente libertad para que conozcas tu auténtica naturaleza. De ahí que hagas lo que se espera de ti y no lo que desea tu corazón. Decir lo que piensas y actuar siguiendo el dictado de tus impulsos puede resultar muy liberador.

– No podemos ir por ahí diciendo o haciendo lo que nos apetece.

– No muy a menudo -concedió Nathan-, y no con todo el mundo. Pero a veces… a veces sí podemos. -Dio un paso más hacia ella-. Quiero que te sientas libre para decirme lo que quieras. -Otro paso-. O para que hagas lo que te apetezca.

Una media docena de cosas que Victoria deseaba hacerle se arremolinaron al instante en su cabeza, encendiéndole aún más el rostro. La mirada de Nathan se paseó por sus ardientes mejillas y un destello malicioso asomó a su mirada.

– ¿Hay alguna posibilidad de que me hagas una oferta similar, mi señora?

«Sí, por favor.»

– No, gracias.

– Vaya, que… desilusión. Pero mantengo mi oferta. -Dio tres pasos adelante. La distancia que les separaba era ya de apenas medio metro-. Una de las cosas que he aprendido a admirar de ti es tu valor. No hay nada que temer. Este lugar es absolutamente privado. Dime pues, Victoria… ¿qué es lo que quieres?

Dios santo, Nathan la llevaba a querer tantas cosas… Aunque lo cierto era que todas ellas bien podían resumirse en una.

– Quiero tocarte.

Las palabras fluyeron de sus labios en un apresurado torrente. Sin la menor vacilación, él le quitó de las manos el olvidado montón de ropa que ella seguía aferrando contra su pecho y lo echó a un lado. Antes de que Victoria tuviera siquiera oportunidad de tomar aliento, él la cogió de las muñecas y le colocó las manos en el centro de su pecho.

– Pues tócame.

El fuego que vio arder en los ojos de Nathan disolvió por completo sus pensamientos, fundiendo su modestia y prendiendo su valor. El calor le abrasó las palmas y bajó la mirada a sus manos, pálidas contra el dorado bronceado de la piel de Nathan. Él le soltó entonces las muñecas, relajando las manos contra los costados, y Victoria estiró los dedos para rozarlo. Templado. Nathan estaba muy templado. Y firme. Suave. Como el satén caliente sobre el hierro.

Despacio, extendió del todo las palmas, aplastando las gotas de agua que seguían aún prendidas de la piel de Nathan, al tiempo que el sedoso y áspero vello del pecho se le enredaba entre los dedos.

– Te palpita el corazón -susurró Victoria. «Casi tan deprisa y con tanta fuerza como el mío.»

– No deberían sorprenderte.

Victoria negó con la cabeza. O al menos eso creyó. Esa era su intención, pero cada gramo de su atención estaba puesto en el proceso de ver cómo sus manos volvían a deslizarse sobre el pecho de Nathan. La respiración acelerada de él era prueba manifiesta de que disfrutaba con ello, animándola para que se manejara con mayor audacia. Deslizando sus manos hacia arriba, siguió la línea de sus anchos hombros para bajar luego por sus poderosos brazos hasta los codos.

– Eres muy fuerte -murmuró.

Nathan dejó escapar un sonido ronco y carente de humor.

– Normalmente, estaría de acuerdo contigo -dijo con voz profunda, áspera y estridente a la vez-. En este momento, sin embargo, tengo la armadura decididamente… ahhh… -Las yemas de los dedos de Victoria le rozaron los pezones-. Mellada.

Los músculos de Nathan se contrajeron bajo el suave contacto de sus dedos y una oleada de satisfacción femenina como no había conocido hasta entonces la recorrió. Envalentonada, fascinada y transfigurada, Victoria deslizó despacio las manos en descendente, absorbiendo la textura de su abdomen liso y musculoso y el escalofrío que recorrió a Nathan. Desplazó entonces las manos hacia los costados, acariciando primero la uve que dibujaba su cintura y después las caderas hasta que no pudo seguir bajando sin doblar sus rígidas rodillas y posar las manos en aquellos muslos cubiertos de áspero vello. La masculinidad de Nathan se alzaba entre ambos. Fascinante. Seductora. Nathan parecía haber dejado de respirar y Victoria alzó la mirada.

La cruda intensidad que vio en los ojos de él la dejó perpleja. Cualquier duda que pudiera haber albergado sobre si afectaba a Nathan tan profundamente como él la afectaba a ella se desvaneció con esa simple mirada. Sin apartar los ojos de los de él, acarició la dureza de su excitación con el dorso de los dedos.

Los ojos de Nathan se cerraron de golpe, y se le dilataron las aletas de la nariz al tiempo que inspiraba bruscamente. De nuevo, Victoria le rozó con los dedos, maravillada al notar la calidez de su dureza. Esta vez, Nathan la recompensó con un gemido apenas perceptible. Con su propia respiración marcando una serie de irregulares jadeos entre sus labios, Victoria bajó la mirada y se observó mientras acariciaba la dura extensión de Nathan, primero con una mano y después con las dos, al tiempo que los gemidos de él se volvían más y más guturales con cada caricia de sus dedos sobre su carne caliente y suave. Él mantenía las manos cerradas en un amasijo de nudillos blancos contra los costados, y Victoria pudo verle flexionar los músculos de las piernas, los brazos, los hombros, el mentón y el cuello, tensos por el esfuerzo que empleaba en intentar seguir inmóvil. Hechizada, envolvió la firme dureza de él con los dedos y la apretó con suavidad.

– Victoria… -Su nombre se disolvió en un suave gemido. Ella volvió a apretar y rozó entonces con la yema del pulgar la aterciopelada cabeza inflamada de su miembro-. Basta. -La palabra fue apenas un gemido torturado que pareció llegar arrancado desde la garganta de Nathan. Cogió a Victoria de las muñecas y apartó sus manos de él-. Maldita sea, basta. No puedo más.