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– Las manos detrás de la cabeza, doctor.

Nathan entrelazó las manos detrás de la cabeza.

Un arranque de furia como no recordaba haber experimentado hasta entonces estalló en Victoria. Maldición, ¡aquel tipo se iba a salir con la suya!

– Y ahora, damita mía -dijo el rufián, echándole su aliento caliente al oído-, quiero verla caminar hasta donde está el doctor y tumbarse boca abajo con las manos detrás de la cabeza, exactamente como él. Si hace el menor ruido o cualquier otra cosa le clavaré la hoja de este cuchillo entre los omóplatos. Y al doctor también.

Jamás se había sentido tan impotente ni llena de rabia en toda su vida. A pesar de que deseaba con todas sus ganas chillar y forcejear, temió que el hombre cumpliera con su amenaza. De puntillas como estaba, ni siquiera podía darse un mínimo impulso para propinarle un buen pisotón. Pero algo dentro de sí la empujaba a actuar. Quizá si pudiera quitarle la nota del bolsillo al ladrón podría darle así a Nathan la oportunidad de hacer algo. En un ciego intento por conseguirlo, dio una patada a un lado.

Pero en ese preciso instante el ladrón la soltó, apartando la de él con un violento empujón. Victoria se tambaleó hacia delante, y se pisó el borde del vestido con el botín. Con un involuntario chillido, cayó bruscamente sobre sus rodillas y aterrizó sobre el vientre con un contundente golpe que le arrebató el aire de los pulmones.

Apenas había podido darse cuenta de lo ocurrido cuan do unas manos la tomaron con suavidad de los hombros y la volvieron boca arriba. Vio ante sí el rostro de Nathan, cuya expresión era la viva imagen de la preocupación.

– Victoria -susurró lleno de preocupación mientras su mirada le estudiaba detenidamente el cuello y se quitaba la camisa de un tirón. Ella se llevó los dedos al punto de dolor y percibió en las yemas una sustancia caliente y pegajosa.

– Estoy sangrando.

– Sí, lo sé. Necesito ver cuánto.

– Dónde está…

– Se ha ido.

– Pero tiene…

– Chist… Eso no importa. No te preocupes.

– Pero debes…

– Cuidar de ti. No hables. Ahora vuelve un poco la cabeza hacia aquí… Eso es. -Sintió que Nathan le limpiaba el dolorido cuello con algo suave… debía de ser su camisa-. El corte es pequeño -le oyó decir con una voz calma en la que creyó adivinar un toque de alivio-. Voy a aplicarle presión para detener la sangre. Quédate quieta y relájate.

Se quedó quieta, aunque la posibilidad de relajarse se le antojó un auténtico misterio, y vio que Nathan doblaba una parte de su camisa que luego aplicó con firmeza a la piel situada justo debajo de su barbilla. Mientras sostenía la tela con una mano, se concentró en el resto de su cuerpo, examinando los rasguños que Victoria tenía en las palmas de las manos y levantándole las faldas para explorar con suma delicadeza sus doloridas rodillas. Luego le hizo un examen general, apretando aquí y allí, preguntándole si esto o aquello le dolía. Esa era una faceta de él que Victoria no conocía… la profesional. La forma de tocarla era sin duda la de un médico a su paciente: tierna, hábil e impersonal.

– Nada serio -le informó Nathan con una tranquilizadora sonrisa-. Estarás dolorida durante un par de días, aunque tengo un bálsamo que te ayudará. -Posó la mirada en el cuello de Victoria-. Y ahora echemos otra mirada a ese corte.

Después de reducir lentamente la presión que ejercía sobre la herida, retiró el improvisado vendaje.

– Ya casi ha dejado de sangrar. -Volvió a doblar la camisa y de nuevo colocó la tela contra el cuello de Victoria. Luego le tomó la mano y la puso sobre el vendaje-. ¿Te sientes lo bastante fuerte para presionar aquí?

– Por supuesto. No soy la engreída flor de invernadero que crees. -Aunque había pretendido parecer firme en su respuesta, vio avergonzada que le temblaba el labio inferior al tiempo que una caliente humedad se abría paso tras sus ojos. La sonrisa que Nathan le dedicó no hizo más que empeorar la sensación.

– Mi querida Victoria, eres la muchacha más valiente que he conocido.

– Lo he intentado…

– Has estado maravillosa.

Una inmensa lágrima quedó prendida de sus pestañas, velándole la visión y deslizándose poco después por su mejilla.

– No sé qué me pasa. No soy de esa clase de mujeres lloronas. -Otra lágrima resbaló por su mejilla y Victoria sorbió-. De verdad, no lo soy.

Nathan le secó las lágrimas con dedos tiernos.

– No sé, cariño. Eres una guerrera. Pero hasta los guerreros sorben las lágrimas después de la batalla.

– ¿De verdad?

– Naturalmente. -Y dicho esto, la levantó en brazos.

– ¿Qué… qué haces?

– Llevarte a casa. -Nathan echó a andar enérgicamente por el sendero-. Agárrate bien.

Victoria le rodeó el cuello con el brazo que tenía libre, posando la mano sobre su piel cálida y desnuda.

– Puedo andar. -Se creía obligada a protestar.

– Lo sé. Pero me siento mejor si te llevo en brazos, así que compláceme. Por favor.

– Bueno, si me lo pides por favor… -Suspiró y se acurrucó aún más contra él, reposando la mejilla sobre su fuerte y cálido hombro. Entrecerró entonces los ojos y de pronto sintió como si todas sus fuerzas se evaporaran, dejándola exhausta. Aunque no tanto como para impedirle hacer una pregunta-. Ese hombre te conocía. ¿Le conocías tú a él?

– No.

– ¿Cómo supones que estaba al corriente de la existencia de la carta?

– No lo sé. Y, para serte sincero, en este momento me preocupa más asegurarme de que estés bien que preguntarme sobre el maldito bastardo que te ha herido. Podemos hablar de ello en cuanto te haya tratado y estés a salvo y cómodamente instalada junto al fuego de la chimenea. Por ahora, limítate a concentrarte en mantener la presión sobre ese corte.

Victoria apenas reparó en el empleo poco caballeresco de semejante muestra de lenguaje obsceno en boca de Nathan pero estaba tan agotada que decidió pasarlo por alto.

Cuando llegaron a la casa, fueron recibidos por un perplejo Langston. Después de tranquilizar al escandalizado mayordomo y asegurarle que Victoria no estaba herida de gravedad, Nathan dijo sin más rodeos:

– Necesito que lleven de inmediato a mi habitación agua caliente, tiras de algodón limpio y una botella de brandy. -Dicho eso, subió la escalera.

– ¿A tu habitación? -dijo Victoria con un susurro escandalizado-. No puedes llevarme a tu habitación.

– Ya lo creo que puedo. Allí es donde tengo mi instrumental médico y no pienso dejarte sola para ir a por él.

– Podría perfectamente quedarme sola durante unos instantes. No me pasaría nada.

– No me cabe duda. Pero quizá a mí sí. Y no tiene sentido discutir pues ya hemos llegado.

Nathan empujó con una rodilla la puerta, que dejó abierta de par en par a propósito por respeto al decoro. Y no es que le preocupara demasiado las normas de comportamiento social, pero no quería causar ninguna preocupación gratuita a Victoria. Después de cruzar apresuradamente la alfombra Axminster marrón, se dirigió a la cama, depositándola suavemente sobre el edredón.

– Mantén la presión sobre la herida un poco más -dijo, sin alterar un ápice la expresión del rostro mientras tocaba con los dedos la mano de Victoria, quien seguía apretándose el cuello con su camisa doblada. La camisa de Nathan, teñida ton las manchas carmesíes de la sangre de Victoria-. Voy a buscar mi maletín y a lavarme las manos.

Nathan se dirigió a la jofaina de cerámica colocada en el rincón junto al enorme armario de cerezo donde guardaba su maletín de trabajo. A pesar de que odiaba la idea de apartar los ojos de Victoria durante un segundo, le dio la espalda mientras vertía el agua en la palangana y se frotaba las manos con jabón. Dios bien sabía que necesitaba unos segundos para calmarse.