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Maldición, por muchos años que viviera, jamás olvidaría la espantosa imagen de Victoria con ese cuchillo contra el cuello. La única vez que había sentido un temor semejante había sido cuando había encontrado a Gordon y a Colín heridos por los disparos. Y ni siquiera ese episodio podía compararse con el espantoso terror que le había embargado al ver a ese loco aparecer de la nada, despegándose de las sombras situadas detrás de Victoria, y ese destello de acero mortal al sujetarla. La sangre de Victoria deslizándose por su cuello hasta mancharle el vestido.

Era culpa suya, demonios. Se había alejado demasiado para poder protegerla. ¿Por qué la había perdido de vista aunque hubiera sido un solo instante? Creía que ella estaba exactamente detrás de él. Cuando se había vuelto y había descubierto que no era así, tendría que haber regresado a buscarla. Pero la había visto un instante después, andando hacia él, y la había visto acercarse, adorando su forma de moverse. Adorando su imagen. Y entonces la conmoción provocada por esa sombra en movimiento…

Cerró con suavidad los ojos para deshacerse de la nauseabunda imagen. Después. Ya se enfrentaría a ella después, junto con la retribución que pensaba reservarle a aquel bastardo cuando diera con él. Y estaba decidido a encontrarle. Aunque en ese momento, lo que Victoria necesitaba era un médico.

Oyó que llamaban a la puerta y vio entrar a Langston con una enorme bandeja en la que llevaba un balde de agua humeante, tiras de algodón y brandy.

– ¿En la mesita de noche, doctor Nathan?

– Sí. -Y, mientras se secaba las manos, preguntó-: ¿Dónde está lady Delia?

– En el salón, con su padre.

– Bien. No deseo alarmarles, sobre todo viendo la naturaleza poco preocupante de las heridas de lady Victoria. Deme un cuarto de hora para que le limpie y le vende los cortes y bajaré a contárselo personalmente.

– Sí, doctor Nathan. -Langston se aclaró la garganta-. Quizá desee ponerse una camisa antes de hacerlo.

Perplejo, Nathan bajó la mirada hacia su pecho desnudo.

– Buena idea. Gracias.

Con una leve reverencia, el mayordomo salió de la habitación dejando la puerta abierta de par en par. Nathan abrió el armario, sacó su maletín de médico con una mano y una camisa doblada y limpia con la otra. Luego cruzó la estancia hacia la cama. Fijó entonces la mirada en el pálido semblante de Victoria y se le encogió el pecho ante lo que vieron sus ojos. Haciendo acopio de todo su aplomo profesional, dejó el maletín en el suelo junto a la cama y dedicó a Victoria su mejor sonrisa de médico.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó, encogiéndose de hombros dentro de la camisa.

– Un poco dolorida -admitió Victoria con una pálida sonrisa-. Y sedienta.

Tras meterse apresuradamente en los pantalones los faldones de la camisa, le sirvió un generoso dedo de brandy.

Luego apoyó una cadera en el borde de la cama y le acercó el vaso a los labios.

– Bébete esto.

Victoria obedeció y arrugó la nariz.

– Puaj. Qué asquerosidad.

– De hecho, y a juzgar por el refinado gusto de mi padre en lo que hace referencia al brandy y a que he encontrado… hum… varias cajas del mejor Napoleón, sospecho que es un brandy excelente.

Victoria arqueó una ceja.

– ¿Encontrado, dices? ¿Y dónde encuentra uno cajas de brandy francés?

Nathan se encogió de hombros y adoptó su expresión más inocente.

– Oh, aquí y allí.

– Hum. Bueno, si esto es lo mejor que consiguió hacer Napoleón, no es de extrañar que le desterraran.

Una carcajada retumbó en la garganta de Nathan. En ella encontró un alivio más que bienvenido a la tensión que le embargaba.

– Puede que no sea de tu gusto, pero te ayudará a calmar el dolor, así que bebe.

Victoria le lanzó una potente mirada, pero obedeció. Cuando el vaso estuvo vacío, dijo:

– Esta espantosa porquería me va a abrir un agujero en estómago.

– Qué suerte la tuya que sea médico y pueda curarte.

– Tú y solo tú eres el causante del problema por haberme obligado a tomarlo.

– Que no se diga que no pongo solución a las aflicciones que causo. -Dejó a un lado el vaso vacío y humedeció un puñado de tiras de algodón en el agua humeante-. Y ahora, si puedes cooperar y dejarme hacer mi trabajo, te lo agradeceré de corazón.

Victoria le miró con una repentina combinación de sospecha y de ansiedad.

– ¿Cuánto me lo agradecerás?

– Lo suficiente para ordenar que te traigan una bandeja con la cena y te preparen un baño relajante en tu habitación. ¿Qué te parecería eso?

– Delicioso. Es solo que…

Nathan extrajo el agua de las tiras de algodón.

– ¿Qué?

– No me fío mucho de los médicos. -Las palabras salieron en tropel de entre sus labios.

Nathan asintió con gesto serio.

– Oh, yo tampoco. Son una pandilla de viejos malvados con las manos frías que se dedican a manosear exactamente allí donde más duele.

– ¡Exacto!

– Pues considérate afortunada de que yo no sea ni viejo ni malvado, de que no tenga nunca las manos frías y de que antes me tiraría al Támesis que hacerte daño.

Aunque la tensión que la atenazaba pareció desvanecer se ligeramente de sus ojos, Victoria todavía parecía nerviosa.

– No estoy muy segura de que eso suene demasiado reconfortante, especialmente dada tu obvia predilección por chapotear en el agua.

– En el agua del lago, sí. ¿En la del río Támesis? Desde luego que no. -Con suavidad, retiró la mano de Victoria de la tela sucia que seguía presionando contra su cuello-. ¿Qué ha sido de mi valiente y fiera guerrera del bosque?

– Quizá ella no sea tan valiente como creías.

– Bobadas. Es la personificación del valor. -Mientras hablaba, Nathan lavó suavemente la sangre seca, aliviado al ver que la herida había dejado por completo de sangrar-. Y tiene mi permiso para aporrearme con la licorera si en el curso de mis obligaciones la disgusto de algún modo.

– De acuerdo.

– Muy de acuerdo, intuyo. Sin embargo, ni se te ocurra aporrearme hasta que haya concluido con mis obligaciones. Ahora cuéntame lo que piensas sobre el rufián que ha huido con nuestra nota.

– ¿Huido, dices? -exclamó Victoria-. No sé si ese es el término que mejor describe lo ocurrido. Me ha parecido que le has dado la nota de muy buena gana. -Su tono de voz sonó ligeramente acusador.

– Sin duda. Viendo que su cuchillo bien podía haberte cortado el cuello en cuestión de segundos, me pareció la mejor opción. -Tras aplicarle un bálsamo al corte, Nathan centró su atención en las rasguñadas manos de Victoria.

– No sabía que llevaras la carta encima.

– Quería mantenerla a salvo.

Victoria dejó escapar un bufido poco propio de una dama.

– Pues está claro que tendrías que haber elegido un lugar distinto.

Nathan arqueó una ceja y le dio ligeros toques en las palmas.

– ¿Estás enfadada conmigo?

– ¿De verdad quieres saberlo?

– Por supuesto.

– Bien, pues sí, lo estoy. O, al menos, decepcionada. ¡No hiciste nada por detener a aquel hombre! Creía que los espías conocían toda suerte de tretas y de maniobras para desarmar a sus rivales y ser más listos que ellos. Sin embargo, te limitaste a hacer lo que él te pidió y ahora el mapa obra en su poder.

– Y tu cabeza sigue sobre tus hombros. ¿Cuál de las dos opciones crees que es más importante para mí?

Victoria se mostró escarmentada al instante.

– No quiero que me tomes por una desagradecida. Simplemente me preocupa que pueda encontrar las joyas antes que nosotros.

– No creo que eso ocurra. Al menos, no con la carta y con el mapa que tiene.

– ¿Qué quieres decir?