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– ¿Como por ejemplo?

– El amor por la lectura. La pasión por el conocimiento. La afición por los cuentos de hadas. A ambos os gustan los animales.

Victoria puso los ojos en blanco.

– Nathan no tiene animales normales como el resto de la gente.

Su tía se encogió de hombros.

– No es un hombre como el resto de la gente. Los dos sois inteligentes, y está claro que él reconoce ese rasgo en ti y que lo admira. Una mujer lista sin duda impresionaría a un hombre como el doctor Oliver.

– Quizá no desee impresionarle.

– Bah. Cualquier mujer con un mínimo de aliento en sus pulmones desearía impresionar a un hombre tan divino como él. ¿Quieres saber lo que pienso?

Aunque no estaba segura, Victoria asintió.

– Por supuesto.

– Creo que tienes miedo de impresionarle. Que estás intentando mantener cierta distancia entre él y tú, mantener en pie las barricadas que has logrado levantar entre ambos.

– Sin duda, dada nuestra situación, es lo mejor. Cuando regrese a Londres, voy a elegir a otro hombre como esposo. Y no soy la clase de mujer que el doctor Oliver desea. Me tiene por una engreída flor de invernadero.

– Quizá no desee desearte, pero sin duda te desea con todo su ser. -Tía Delia frunció los labios y escudriñó a su sobrina durante varios segundos. Entonces, lo que pareció una chispa de satisfacción destelló en sus ojos-. Te ha besado.

El fuego abrasó las mejillas de Victoria. Antes de que pudiera dar una respuesta, su tía dijo enérgicamente:

– Ya veo que sí. Y que sabe besar a una mujer.

Divertida ante semejante muestra de franqueza por parte de su tía, Victoria negó con la cabeza.

– ¿No te escandaliza? ¿Ni te sorprende?

– Querida, lo que me sorprendería es que no lo hubiera hecho. Y, francamente, sería una verdadera desilusión. Sería una auténtica pena que un hombre no fuera fiel a la promesa que se anuncia en ese malicioso brillo que asoma a sus ojos -Pero en ese instante su mirada se tornó penetrante-. Y ahora tu curiosidad femenina ha despertado.

Victoria se mordió el labio inferior y asintió, apartando de su mente la imagen de un Nathan mojado y desnudo.

– Mucho me temo que del todo.

– ¿Te ha confesado sus sentimientos por ti?

– No.

– Teniendo en cuenta que es un hombre de absoluta franqueza, está claro entonces que está tan confundido como tú.

– Seguramente porque no hay ningún sentimiento del que hablar.

Tía Delia desestimó las palabras con un gesto de la mano.

– Está enamorado de una mujer que sin duda nada tiene en común con la clase de mujer a la que está acostumbrado.

En la mente de Victoria surgió una imagen… de Nathan desnudo, excitado, bajando la cabeza para besar a una mujer. Una mujer que no era ella. Sintió que la atravesaba una abrasadora punzada de celos.

Una lenta sonrisa curvó los labios de tía Delia.

– Eso debe de molestarle muchísimo. Y la idea de que vayas a casarte con otro… no creo que le haga ninguna gracia -Su sonrisa se desvaneció y clavó los ojos en Victoria-. La cuestión es: ¿qué piensas hacer con esta atracción? ¿Qué plan tienes?

¿Plan? No tenía ninguno. Sus planes de venganza de dar un beso a Nathan que lo atormentara y marcharse sin más se le antojaban ridículamente inocentes. Y eso la dejaba, por primera vez desde que tenía uso de razón, sin un plan. Se había convertido en una pluma a la deriva en un mar embravecido, lanzada de un lugar a otro, sumida en el abandono y sin destino a la vista.

Victoria se aclaró la garganta.

– Me temo que todavía no he hecho ningún plan. Lo cierto es que me siento… bastante perdida.

Tía Delia asintió, pensativa.

– Lo creas o no, Victoria, también yo me he visto en circunstancias idénticas. Y tienes razón: las decisiones que tomes ahora afectarán al resto de tu vida. Por eso es imprescindible que elijas acertadamente. -Se levantó-. Tengo una cosa en mi habitación que quiero mostrarte. Volveré dentro de un momento.

Salió de la habitación. Victoria ni siquiera había empezado a asimilar el asombroso giro que la conversación con su tía había experimentado ni las cosas inesperadas que tía Delia le había dicho cuando la dama regresó con una bolsa marrón cerrada con un cordón borlado.

– ¿Qué es eso? -preguntó Victoria mientras la señora volvía a tomar asiento en el borde de la cama. Como respuesta, su tía desató el lazo de cordón e introdujo la mano en la bolsa. Sacó del interior un ornado anillo de oro con diamantes incrustados. -Mi anillo de boda.

Victoria reconoció la pieza, aunque hacía años que no la veía.

– Ya no lo llevas.

– Me lo quité el día que murió Geoffrey, y desde entonces no he vuelto a ponérmelo.

La compasión se adueñó de Victoria ante el tono poco expresivo de su tía. Tío Geoffrey había sido un hombre adusto y carente de sentido del humor, con debilidad por la bebida y según se rumoreaba, también por los burdeles. Tía Delia en raras ocasiones le mencionaba.

Victoria miró el anillo que su tía sostenía en la palma de su mano. Supuso que a algunas mujeres les habría gustado, dado su obvio valor, aunque no era para nada una pieza de su gusto.

– ¿Por qué me lo enseñas?

– Porque quiero explicarte lo que representa para mí. Es un símbolo contradictorio que encarna todo lo que creí desear y todo lo que llegué a deplorar. Cuando vuelvo la vista atrás, cuando me doy cuenta de lo absolutamente inocente que fui al casarme con Geoffrey… -Meneó la cabeza-. No sabía nada de nada. Nada del mundo. Y, como no tardé en descubrir, nada sobre mí. Era del todo inocente, y cuando accedí a un matrimonio que, según me pareció, respondía a mis intereses, creí que mi inocencia me sería de gran ayuda.

Miró a Victoria dando muestras de experiencia y de tristeza en sus ojos azules.

– Pero no, de nada me sirvió. Cuando ahora pienso en m: matrimonio, lo único que se me ocurre es: «Si hubiera sabido entonces lo que sé ahora…».

– ¿Qué? -preguntó por fin Victoria en voz baja al ver que el silencio se prolongaba, interrumpido tan solo por e tictac del reloj colocado en la repisa de la chimenea. Contuvo el aliento, temerosa de decir algo más, de romper con sus palabras la atmósfera de intimidad y que su tía decidiera no compartir con ella esas confidencias profundamente personales.

La expresión de su tía dejó de ser desapacible para tornarse feroz.

– No habría elegido como lo hice, Victoria. Habría optado por escuchar el dictado de mi corazón, de mi alma, y determinar así cuáles eran mis verdaderos deseos… no solo los que creía atesorar únicamente porque mis planes, mis gustos, jamás se habían visto desafiados. Entonces, cuando hubiera decidido lo que quería en verdad, lo que realmente era importante para mí y para mi felicidad, habría elegido en función de lo que deseaba. Y no de lo que los demás esperaban de mí. En función de lo que me complacería a mí… y solo a mí. E, independientemente de la batalla que eligiera lidiar, me habría asegurado de ir bien armada y de saber lo que podía esperar. Thomas Gray propugna en su poesía la idea de que «la ignorancia es la dicha», a lo que simplemente puedo responder que ese hombre era un estúpido. En lo que a mí respecta, la falta de conocimiento no es ninguna fuente de dicha… sino el caldo de cultivo del desastre. -Entregó la bolsa de seda a Victoria-. Quiero que te lo quedes.

Confusa y curiosa, Victoria metió la mano en la bolsa y sacó de ella un libro delgado. Lo miró durante unos segundos y se quedó inmóvil. No estaba segura de si le sorprendía más que su tía tuviera aquel ejemplar o que hubiera decidido dárselo. Pasó unos dedos vacilantes por las discretas letras doradas de la cubierta de cuero marrón. Guía femenina para la consecución de la felicidad personal y la satisfacción íntima, de Charles Brightmore.