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– Rosas -murmuró.

De algún modo Victoria logró encontrarse la voz.

– Es mi olor favorito.

La mirada de Nathan se clavó en la de ella en el espejo.

– Ahora también es el mío.

La calidez de las manos de él sobre su piel, el calor de su cuerpo, la envolvieron como una capa de terciopelo. Con el corazón desbocado y pequeños jadeos entrecortados dando forma a su respiración, se debatió por mantener cierto semblante de calma externa, aunque sus esfuerzos resultaron de todo inútiles. Dios santo, la forma en que Nathan la miraba… ningún hombre la había mirado jamás de ese modo. Suponía que eso se debía a que pasaba su tiempo rodeada de la sociedad cortés, y no había nada de cortés en el deseo intensamente carnal que refulgía en los ojos de Nathan.

Vestido completamente de negro y con el rostro sumido en un mar de crudos contrastes de luces y sombras a causa del fuego de la chimenea, Nathan era la viva imagen del intrépido pirata en cuyo personaje ella le había imaginado: devastadoramente atractivo, absolutamente masculino y tan solo un poco peligroso. Santo Dios. No podía esperar a ver, a sentir, qué era lo que él planeaba hacer a continuación.

Nathan le apartó el pelo con una mano, revelando su nuca, mientras deslizaba la otra alrededor de la cintura y tiraba con suavidad de ella hacia él, salvando así cualquier distancia que hubiera podido existir entre ambos. Su cuerpo tocó el de ella del hombro a la rodilla al tiempo que la dura rugosidad de su erección se abría paso contra sus nalgas. El calor manaba de él, infundiendo en ella una oleada de calidez. Inclinó entonces la cabeza y la besó en la nuca.

Victoria vio, transpuesta, cómo las yemas de los dedos de Nathan se posaban en su cuello para deslizarse al instante hacia abajo, sumergiéndose en el leve hueco de la base del cuello, que se estremecía, desvelando su pulso acelerado. Nathan apenas acababa de empezar y ella estaba ya perdida.

Nathan le puso las palmas en los hombros y deslizó sus manos hasta las de ella, entrelazando los dedos de ambos. Luego levantó las manos de Victoria, pasándoselas por detrás del cuello.

– No las muevas -dijo con la voz como un susurro de tosco terciopelo. Victoria obedeció, entrelazando los dedos tras la nuca y agradecida de poder tener algo a lo que agarrarse.

Él posó sus cálidos labios contra su sien y muy despacio deslizó los dedos por sus brazos levantados. Un millar de placenteros hormigueos le recorrieron la piel, llevándola a echar atrás la cabeza hasta apoyarla contra el hombro de él, observando cómo sus inteligentes manos de dedos largos, tan oscuras contra su piel mucho más pálida, se embarcaban en una exploración agonizantemente lenta, como si deseara memorizar cada poro, cada lunar, creando en ella un deseo insoportable.

Colocó una mano en el pecho de Victoria y le susurró contra la sien:

– Te palpita el corazón.

A Victoria no le costó recordar que eran las mismas palabras que ella le había dicho a él.

– No debería sorprenderte -dijo, imitando la respuesta que él le había dado.

Aun a pesar de que percibió la sonrisa de Nathan, su atención seguía fascinada por la visión y el contacto de sus manos, que habían empezado a deslizarse hacia abajo, rozándole apenas los pechos. Contuvo el aliento y cerró los ojos.

– No cierres los ojos -dijo Nathan, rozándole la oreja con la calidez de su aliento-. Quiero que veas lo hermosa que eres.

Victoria vio cómo las grandes manos de él se cerraban sobre sus pechos, jugueteando con sus pezones hasta convertirlos en dos puntos de puro deseo, haciendo girar lentamente los excitados picos entre los dedos. Un largo ronroneo de placer vibró en su garganta. Soltándose las manos, pasó los dedos por el sedoso, abundante y oscuro cabello de Nathan. Luego arqueó la espalda, ofreciéndose aún más, una invitación de la que él inmediatamente se aprovechó.

Los labios de Nathan se pasearon por su cuello, alternando perezosos besos con aterciopelados embistes propinados con la lengua. Sin duda todas sus caricias eran lánguidas e indolentes, en sorprendente contraste con el afilado deseo que la recorría.

– Nathan… -Jadeó su nombre acompañándolo de un prolongado suspiro y se retorció contra él, impaciente, ávida. Nathan contuvo bruscamente el aliento y se pegó aún más contra la espalda de ella, encajándole la enhiesta longitud de su erección más firmemente entre las nalgas.

– Paciencia, mi amor -le susurró al oído.

Mientras con una mano seguía acariciándole los pechos, la otra continuaba su arrebatador descenso por el vientre de ella, aprendiendo la curva de su cintura, rodeándola para hundirse instantes después en el sensible hueco de su ombligo. Y más abajo, hasta que las yemas de los dedos rozaron el triángulo de rizos oscuros enmarcado por el vértice de sus muslos.

– Separa las piernas, Victoria.

Victoria obedeció y vio, sin aliento y fascinada, cómo los dedos de él se sumergían aún más abajo hasta acariciar sus pliegues femeninos. Aunque ese primer contacto la paralizó, después fue como si las compuertas de la sensación se abrieran, saturándola en la conciencia de su propio cuerpo al tiempo que sus músculos se empeñaban en aproximarse más a él y sus caderas se ondulaban contra su mano. Los dedos de Nathan se deslizaron sobre un punto exquisitamente sensible arrancándole un profundo gemido de las profundidades de la garganta. Victoria no reconoció a la mujer del espejo que la miraba desde unos párpados semicerrados bajo el peso de deseo y cuya pálida piel estaba rodeaba por unos fuertes, nudosos y dorados antebrazos y por unos dedos implacables y mágicos. La mujer parecía lujuriosa y carnal. Voluptuosa Traviesa.

Los dedos de Nathan se sumergieron aún más, acariciándola con un movimiento lento y circular que amenazó con volverla loca.

– Ya te dije -empezó él con un ronco susurro contra su cuello- que jamás me verías arrodillarme ante ti. ¿Lo recuerdas?

Dios santo, ¿no esperaría que fuera capaz de responder a ninguna pregunta en ese estado?

– Sí -logró responder. La afirmación concluyó con un jadeante susurro de placer.

– Dijiste: «No digas nunca de este agua no beberé», y tenías razón.

Apartó las manos del cuerpo de Victoria y un gemido de protesta surgió de las profundidades de la garganta de ella Pero el gemido se transformó en gimoteo cuando Nathan se colocó delante de ella. Los labios de ambos se encontraron en un lujurioso beso de bocas abiertas y las lenguas se unieron mientras las manos de él bajaban primero por la espalda de ella y se cerraban después sobre sus pechos. Tras interrumpir el beso, los labios de Nathan trazaron un rastro abrasador por el cuello de Victoria para descender luego hasta sus senos Envolvió un pezón en el aterciopelado calor de su boca, un delicioso tirón que despertó un estremecimiento de respuesta en las profundidades del útero de Victoria. Sumergida en sensaciones, se aferró a los hombros de Nathan, buscando un ancla, y dejó caer la cabeza lánguidamente hacia atrás.

Tras dispensar idéntica atención al otro pecho, Nathan cayó lentamente de rodillas mientras su lengua iba trazando una línea por el centro del vientre de Victoria hasta hundirse en el ombligo. Se abrió paso por el estómago a besos, y Victoria le oyó inspirar hondo y decir con un hilo de voz:

– Rosas.

Las manos de Nathan le rodearon los tobillos y ascendieron despacio por sus piernas, acariciándole los muslos, cerrándose sobre las nalgas, amasándole suavemente la carne. Fue depositando besos sobre el abdomen en claro descenso hasta que sus labios y su lengua la acariciaron como ya lo habían hecho sus dedos. Las manos de Victoria se cerraron sobre sus hombros, cada vez más conforme la debilidad se adueñaba de sus rodillas. Dejó escapar un jadeo ante la inesperada punzada de placer que la envolvió. Nathan introdujo el hombro entre los muslos de ella y los separó. Las piernas de Victoria temblaron, pero las fuertes manos de él la sujetaron por el trasero, apremiándola para que moviera las caderas contra él. El placer alcanzó una cota insoportable y entonces estalló, arrancando un grito de labios de Victoria al tiempo que una sacudida de temblores la envolvía. A medida que los estremecimientos fueron desapareciendo, la dejaron sin fuerzas, saciada, satisfecha y presa de una total languidez.