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Nathan en ningún momento se alejaba de su lado durante las salidas, siempre recelando de que pudieran volver a ser víctimas de un ataque. Había insistido en ocultar una pequeña pistola en la bolsa de las herramientas, que contenía los martillos y los cinceles, para asegurar la protección de Victoria. El optimismo de ambos no tardó en renovarse al no sufrir ningún otro incidente violento, llevándoles a pensar que el rufián que había robado la nota y el mapa falsos estaba lejos de allí, sin duda tras la pista equivocada, y todavía no había llegado a deducir que se hallaba sobre una información errónea.

Esas horas dedicadas a la búsqueda de las joyas fueron también horas que Victoria pasó junto a Nathan. Riendo, aprendiendo, hablando, descubriendo nuevas facetas de él y también de sí misma. Victoria le llevó a los jardines y le enseñó a hacer pasteles de barro… Luego le condujo a un oscuro rincón del invernadero y jugó a ser una traviesa muchacha con él. Nathan la llevó a la playa y le enseñó a hacer castillos de arena… y la condujo luego a la Cueva de Cristal y se transformó con ella en su travieso amante. La llevó a dar una vuelta en bote por el lago y le enseñó a remar. Victoria aprendió no solo a manejar los remos, sino también que ponerse de pie en un bote pequeño no era una sabia decisión si lo que pretendía era evitar que la embarcación volcara. Eso la llevó directamente a descubrir que la gélida temperatura del agua queda gloriosamente olvidada cuando se hace el amor en un lago… y que se recuerda al instante en cuanto el calor de la pasión se desvanece.

Nathan le enseñó a coger cangrejos, le besó el dedo cuando uno le pellizcó con sus pinzas y aplaudió cuando Victoria logró coger una docena de combativos crustáceos sin la ayuda de nadie. Orgullosos, hicieron entrega del botín a la Cocinera, que se los preparó para la cena esa misma noche, una comida que compartieron con tía Delia y con el padre de Nathan, quienes a todas luces se llevaban a la perfección. Durante los últimos siete días, habían estado los cuatro solos compartiendo las comidas y retirándose al salón al finalizar la cena. El hermano de Nathan no había regresado de su viaje a Penzance y había enviado una nota diciendo que los negocios requerían su presencia. Lord Alwyck, por su parte, no les había devuelto la visita.

Una mañana, para deleite de Victoria, Nathan la llevó a la cocina y la ayudó a hacer realidad su sueño de infancia, consiguiendo que la Cocinera le enseñara a hornear un pastel. Victoria lo quemó por fuera, pero Nathan se lo comió de todos modos, declarándolo delicioso. Esa noche, después de la cena, mientras su tía y lord Rutledge jugaban al backgammon, Nathan la condujo al salón del billar y la enseñó a jugar… o, mejor dicho, lo intentó, pues Victoria resultó ser inútil para el juego, de lo que ella culpó al hecho de que su instructor la volvía loca. Luego se retiraron al salón de música, donde ella intentó enseñar a Nathan a interpretar un tema en el pianoforte. Para ser un hombre con unas manos tan hábiles carecía de la menor aptitud para la música… aunque sí poseía una habilidad increíble para adentrarlas por debajo de su falda.

Sin embargo, y aunque Victoria se deleitaba con los descubrimientos y delicias sensuales que compartían, disfrutaba igualmente de la compañía de Nathan cuando se limitaban a hacer juntos algo tan excitante como podía ser tomar el té. Lo que más la cautivaba era el modo en que él se dirigía a ella. Su forma de escucharla. Cómo buscaba su opinión sobre un amplio espectro de cuestiones. El hecho de que no la hiciera sentirse una estúpida si había algo que ella no sabía, y la intensa atención que le prestaba cuando ocurría lo contrario. El cariño que demostraba cuando bromeaba con ella, cuando la desafiaba, cuando la animaba a plantearse cosas a las que hasta entonces había prestado poca atención, como la política.

Nathan la fascinaba con sus teorías personales sobre medicina y sobre la sanación, muchas de las cuales estaban en directa oposición a los métodos aceptados en la época. Se pasaban las horas debatiendo sobre las obras de Shakespeare y Chaucer, la poesía de Byron y la Ilíada de Homero. Cada día que pasaba parecían estar más unidos, y Victoria se daba cuenta de que, además de ser su amante, Nathan también era su amigo. Un amigo que podía encenderle la sangre con una simple mirada.

Y estaban además las siete noches gloriosas que había pasado en brazos de él. Haciendo el amor, explorando el uno el cuerpo del otro, disfrutando de las innumerables intimidades que comparten los amantes. A veces, se amaban ejecutando una danza suave y lenta; otras, se entregaban a una rauda y furiosa carrera. Nathan la ayudó a descubrir lo que la complacía y la apremió para que también ella descubriera lo que a él le gustaba, aunque por lo que ella pudo ver, él era fácil de complacer. En ese instante, recorriendo apresuradamente los últimos pasos que la separaban de su habitación, donde sabía que él la esperaba ya, el corazón le dio un vuelco en el pecho al anticipar las delicias sensuales que auguraba la noche.

Jadeante a causa de una combinación de su paso apresurado y de la idea de lo que la esperaba, abrió la puerta de su habitación. Se quedó de piedra en el umbral ante la visión que abarcaron sus ojos. Como si estuviera sumida en un profundo trance, se apoyó contra el panel de caoba y clavó la mirada ante el espectáculo que tenía delante. La habitación estaba cubierta de rosas. Docenas de capullos que iban desde el blanco más puro hasta el más intenso escarlata derramándose desde un cuenco de plata colocado en la cómoda. Un rastro de pétalos llevaba de la puerta al centro de la habitación, donde el sendero se dividía en dos bifurcaciones. Una terminaba junto a la chimenea, donde esperaban una manta salpicada de pétalos y una cesta de picnic. La otra giraba hacia la cama, cuyo edredón marfileño estaba salpicado a su vez de capullos de un tojo carmesí. Nathan estaba de pie justo en el origen de ambas, con una sola rosa de largo tallo en la mano.

La mirada que Victoria adivinó en sus ojos, esa embriagadora concentración de calor, de deseo y necesidad, la dejó sin aliento. Se acercó a él lentamente, deteniéndose cuando apenas medio metro les separaba. Nathan tendió hacia ella la mano y le acarició el mentón con los aterciopelados pétalos de la flor.

– Te ofrezco una elección, Victoria -dijo con voz queda y ojos serios, clavando en los de ella una intensa mirada-. ¿Cuál quieres?

– Los dos -respondió ella sin la menor vacilación.

La mañana siguiente, Victoria estaba de pie frente a la ventana de su habitación, mirando al jardín y a las extensiones de césped bañadas en un difuso halo del primer sol de la mañana. Había llovido casi toda la noche, pero el cielo azul, salpicado de algodonosas nubes blancas, prometía un día de buen tiempo. Un día de aventura, al tiempo que la búsqueda de las joyas seguía su curso. Otro día glorioso que pasaría con Nathan.

Sus ojos se cerraron suavemente y recordó la noche anterior. Cómo, tras responder a Nathan que elegía los dos senderos, él la había complacido al instante, levantándola en sus fuertes brazos y llevándola a la cama, donde se habían amado en un salvaje frenesí, como si llevaran meses sin tocarse. Luego, después de un ligero tentempié a base de pan, vino y queso, habían hecho el amor despacio y lujuriosamente en la manta, delante del fuego.

El recuerdo se desvaneció y Victoria abrió los ojos. Bajando la mirada hacia el sol que brillaba en la hierba cubierta de rocío, se hizo la pregunta que invadía su mente con creciente frecuencia a medida que pasaban los días: ¿Cómo iba a decir adiós a Nathan cuando llegara el momento de marcharse y volver a su vida cotidiana? Y, como le ocurría cada vez, la mera idea le provocó un nudo en la garganta y un extraño e incómodo vacío en el pecho. Pues bien, como había hecho hasta entonces, apartó la pregunta de su cabeza. Cuando llegara el momento de marcharse, simplemente… se marcharía. Y seguiría adelante con su vida. Del mismo modo que él lo haría con la suya.