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Se apartó de la ventana y su mirada se paseó por la habitación hasta la cama para quedar prendida en la rosa roja que él había dejado sobre la almohada junto a la suya. Cuál fue su desconsuelo cuando sintió que la humedad le velaba los ojos. Una hermosa flor de mano de un hombre hermoso que, mucho se temía, estaba empezando a significar demasiado para ella. Un hombre que, a pesar de todos sus esfuerzos por mantenerle a una distancia emocional apropiada, estaba abriéndose paso hacia su corazón. Cuando despertó esa mañana, estaba sola y cualquier evidencia de su sensual picnic salpicado de pétalos había desaparecido salvo por aquel solitario capullo.

Caminó hasta la cama, cogió la rosa y hundió la nariz en su suave centro. Una vez más, las vividas imágenes de la noche anterior coparon su mente. Nathan cerniéndose sobre ella, hundido en las profundidades de su cuerpo; luego ella a horcajadas sobre él, las manos de Nathan por todas partes mientras hacían el amor en el refugio perfumado con el aroma a rosas que él había creado para ella. Victoria no podría jamás separar el olor a rosas de las sensuales imágenes, lo cual resultaba problemático, pues no recordaba un solo día desde que era niña en que no se hubiera envuelto en la fragancia de su flor favorita.

Aunque no iba a preocuparse por eso en ese momento. Ya tendría tiempo para encerrar bajo llave sus recuerdos cuando el interludio concluyera. Hasta entonces, consideraría que cada día era un regalo y disfrutaría al máximo de su apasionada aventura.

Con esa idea en mente, tiró del llamador para avisar al Winifred. Luego se dirigió al armario para escoger el vestido que se pondría. Pero antes de elegir, sacó el ejemplar de la Guía femenina del bolso de viaje y, con exquisito cuidado, introdujo entre sus páginas la rosa que Nathan le había dejado.

Tras vaciar un saco de despojos de la cocina en el comedero del establo, para deleite de Margarita, Reginald y Petunia, Nathan cogió los huevos que sus gallinas habían puesto esa mañana. Se los dio a Hopkins, quien, con una leve inclinación de agradecimiento, cruzó el césped hacia la cocina con su premio. Luego, con R.B. pegado a los talones, Nathan recorrió la escasa distancia que le separaba del bosquecillo de olmos situado junto al establo, el rincón favorito de su infancia. Se sentó en el suelo, se apoyó contra la tosca corteza del firme tronco, estiró las piernas y las cruzó ante sí. R.B. se dejó caer a su lado, apoyó la enorme cabeza sobre sus botas y soltó un suspiro de satisfacción canina.

– Ni se te ocurra convertir las botas en uno de tus tentempiés -dijo Nathan, rascando al perro tras las orejas-. Son mi par favorito.

R.B. le dedicó una mirada de reproche, como diciendo que jamás haría algo así con las botas favoritas de Nathan… aunque cualquier otro par no correría la misma suerte.

Volviendo a apoyar la espalda contra el árbol, Nathan se recreó en la tranquila serenidad de la primera hora de la mañana y vio a sus animales disfrutar de su comida. Cuánto lamentaba que sus pensamientos no fueran tan serenos como aquel entorno…

Reginald salió del establo y, en cuanto vio a Nathan sentado bajo el árbol, el cerdo se acercó trotando hacia él. R.B. levantó la cabeza y, después de que los dos animales, totalmente acostumbrados a la presencia del otro, hubieron intercambiado un amistoso olfateo de alientos, Reginald se dejó caer también al otro lado de Nathan y apoyó la cabeza sobre su rodilla.

– Al parecer, esta mañana estamos solos -dijo Nathan-. Nada de mujeres. -Soltó un suspiro-. Haceos un favor, mis buenos chicos, y no os enamoréis. Pero, al menos, si vais a enamoraros, aseguraos de hacerlo de alguien a quien podrías tener. -R.B. se lamió las patas y le lanzó una mirada desolada. Nathan asintió, agradecido ante la obvia muestra de compasión canina-. Sí, así es precisamente como me siento. Sería como si te enamoraras de una gata en vez de enamoran de una perra, R.B. Claro que podrías amar a la gata, pero con eso solo conseguirías sufrir. Sois demasiado distintos, vivís en dos mundos demasiado diferentes para que funcione. Créeme si te digo que enamorarte es un fastidio. Además de que te destroza el corazón.

– Buenos días, Nathan -dijo una voz conocida a su espalda.

Nathan se volvió y vio acercarse a su padre desde la casa.

– Buenos días, padre.

– Sabía que te encontraría aquí.

Durante la última semana, parte de la tensión que existía entre ambos se había disipado. Naturalmente, Nathan creía que eso se debía a que en ningún momento habían estado a solas. La presencia de lady Delia y de lady Victoria durante las comidas, los juegos de sobremesa y la conversación habían ayudado indudablemente a derretir un poco el hielo.

– ¿Me buscabas?

– Sí. ¿Te importa si me siento contigo?

– En absoluto. R.B., Reginald y yo estábamos teniendo una pequeña conversación entre hombres.

Su padre asintió.

– Siempre te gustó hablar con tus mascotas.

Lord Rutledge supervisó la zona que rodeaba el árbol con expresión ceñuda y sacó un níveo pañuelo del bolsillo, que depositó en el suelo. Nathan vio, entre perplejo y divertido, cómo su padre acomodaba con mucho tiento el trasero sobre el cuadrado de algodón. La operación requirió cierto movimiento, pero finalmente encontró lo que obviamente le pareció un lugar confortable y apoyó la espalda contra el árbol.

Tras varios segundos de agradable silencio, lord Rutledge preguntó:

– ¿Vais a continuar hoy con la búsqueda de las joyas? -Nathan había informado concisamente a su padre de que albergaba la esperanza de recuperar la valija perdida.

– Inmediatamente después del desayuno, sí.

– Te ofrecería mi ayuda -dijo su padre, al parecer incómodo-, pero no puedo dejar a lady Delia sola todo el día, como tampoco me parece adecuado someterla a salidas tan arduas.

– Lo entiendo perfectamente. -De hecho, Nathan agradecía la decisión de su padre, pues no tenía el menor deseo de incluir a nadie en esas preciosas horas que pasaba a solas con Victoria.

– Naturalmente, que lady Victoria te acompañe sin la presencia de su acompañanta…

– Prometí a su padre que la protegería. No puedo hacerlo si la dejo aquí.

– Supongo que no. Y, además, estáis al aire libre… no es como si estuvierais juntos en un carruaje cerrado.

– Exacto. -Nathan reparó en que su padre no había sugerido que Victoria se quedara en casa con él y con la tía de ella, cosa que despertó su curiosidad, llevándole a preguntarse qué era exactamente lo que hacían durante las horas que Victoria y él se ausentaban de la casa. Se había dado cuenta de que parecían llevarse muy bien.

– ¿Qué planes tienes para hoy? -preguntó a su padre.

– Le he prometido a Delia… quiero decir, a lady Delia… una visita a Penzance.

– Una excursión de la que sin duda disfrutará. Es una mujer encantadora. Inteligente. Divertida y vivaz.

Con el rabillo del ojo percibió que una sombra rojiza teñía el rostro de su padre.

– Sí. Es todo eso. Me atrevería a decir que su sobrina se parece mucho a ella en esos aspectos.

– Estoy de acuerdo contigo. -Cierto, Victoria era todo eso y mucho más. Una mujer poco común. Extraordinaria. Que en nada se parecía a nadie. Todos los días, Nathan aprendía algo nuevo sobre ella, y cada nueva faceta de ella que descubría servía tan solo para aumentar el amor y la admiración que le profesaba. Demonios, pero si hasta sus faltas se le antojaban atractivas. Su modo de balbucear cuando se ponía nerviosa. Su vena testaruda. Su modo de insistir en volver a contar los relatos más oscuros de Shakespeare para darles un final de cuento de hadas. De nada servía que él le recordara que los títulos eran La tragedia de Hamlet y La tragedia de Romeo y Julieta. Todas las cosas que hacían de ella una mujer imperfecta lograban en cierto modo hacerla parecer aún más perfecta.