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– ¿Qué ocurrirá si no encuentras las joyas?

– No tendré más remedio que seguir con mi vida. Pero estoy decidido a encontrarlas. Hace tres años no me quedé al luchar por limpiar mi nombre. Esta vez no pienso darme por vencido tan fácilmente. Alguien traicionó la misión, y quiero saber quién fue. Alguien le ha hecho daño a Victoria, y quiero saber quién ha sido. Quiero recuperar las joyas y devolvérselas a la Corona para borrar así la marca que pesa sobre mi reputación. -Cerró los dedos sobre el hombro de su padre-. Pero, pase lo que pase, saber que me crees inocente de cualquier acción deshonesta significa mucho para mí.

– Qué lástima que Colin no esté aquí para este encuentro -dijo su padre.

– Sí, lo es -dijo Nathan pensativo.

– El instinto me dice que no tardará en volver. Lo más seguro es que su «negocio» sea una belleza llena de curvas de la que pronto se cansará.

– Sí, seguramente tengas razón -dijo Nathan. Desgraciadamente, no era eso lo que le decía su instinto.

A última hora de esa misma tarde, tras otro fallido registro de una nueva y escarpada formación rocosa, Nathan se apoyó contra el tronco de un majestuoso olmo, consultó el mapa cuadriculado y trazó una X sobre otro cuadrado. Tan solo quedaban cinco más. ¿Tendrían que registrar las cinco zonas restantes… o quizá encontraran las joyas al día siguiente? ¿O al siguiente? Incluso aunque resultara necesario registrar los cinco cuadrados, Nathan sentía todavía sobre él la presión del tiempo. En cuanto la búsqueda tocara a su fin, ya fuera después de haber encontrado las joyas o admitiendo la derrota, su tiempo en Cornwall habría concluido.

Sin duda tendría noticias del padre de Victoria durante la semana siguiente en relación a su carta, con suerte proporcionándole información adicional que podría serle de ayuda en la búsqueda de las joyas. Aunque ¿le pediría también lord Wexhall que enviara a su hija de regreso a Londres?

Lo mirara como lo mirase, sentía que sus mágicos momentos con Victoria tenían las horas contadas, como los granos de arena que inexorablemente se colaban entre sus puños cerrados.

Tras volver a doblar el mapa y metérselo en la bota, miró a Victoria, que en ese momento estaba agachada a escasos tres metros de él, cogiendo un pequeño ramo de flores silvestres de color violeta. El sol quedó prendido en sus cabellos, lanzando ardientes reflejos desde sus sedosos mechones. Demonios, qué hermosa era. Y cuánto la amaba. No menos de lo que la deseaba. El consejo que le había dado su padre reverberó en su cabeza y se dio cuenta de que tenía razón. Tenía que decirle a Victoria lo que sentía. Pero ¿cómo? ¿Cuándo? «Espera», le advirtió su voz interior. «Dale más tiempo. Es obvio que siente algo por ti… quizá se enamorará de ti.» De sus labios escapó un sonido carente del menor asomo de humor. O quizá Victoria le partiría el corazón en pedazos.

Victoria se levantó y le miró. El deseo que embargaba a Nathan debió de quedar reflejado en sus ojos porque un calor semejante ardió en la mirada de ella. Con una sonrisa de sirena jugueteando en sus labios, se acercó despacio a él.

– Pareces pensativo -dijo.

– Simplemente admiraba las vistas.

La mirada de Victoria le recorrió con descaro, posándose sin ambages en su entrepierna antes de volver a encontrarse con la de él.

– Sí, las vistas son fascinantes.

Nathan se tragó la risotada arrepentida que sintió ascender por su garganta al ser consciente de la facilidad con la que Victoria le excitaba. Ella se detuvo a medio metro de él y le tendió el ramo.

– Para ti -dijo.

Emocionado ante la sencillez del gesto, aceptó las flores, rozando los dedos de ella con los suyos.

– Nunca me habían regalado flores.

Ella sonrió.

– Ni yo las había regalado. Ya sé que parecen pálidas en comparación con las magníficas rosas que me diste, pero…

– No, no es cierto. Lo que importa no es la clase de flores que recibes, sino quién te las dé. -Acarició la suave mejilla de Victoria con los labios-. Gracias.

– De nada.

– De hecho, también yo tengo un regalo para ti. Ahora vuelvo.

Se dio impulso contra el árbol para apartarse de él y se dirigió al lugar donde habían atado a Medianoche y a Miel, a la sombra de un enorme sauce llorón. Después de poner sus flores en la silla de Medianoche, sacó una pequeña bolsa de cuero y volvió a reunirse con Victoria.

– Para ti -dijo, dándole el pequeño regalo.

El placer sorprendido que vio en Victoria fue del todo evidente.

– ¿Qué es?

– Solo hay una forma de saberlo.

Nathan la vio tirar del cordón que cerraba la bolsa y depositar el contenido en la palma de su mano. Era un fino cordón de terciopelo negro con una nacarada concha marina. De pronto, le asaltó la duda. ¿Qué diantre estaba haciendo, dándole algo de tan poco valor cuando Victoria estaba acostumbrada y merecía las joyas más caras y extravagantes?

Victoria estudió la concha durante varios segundos.

– Reconozco esta concha. La encontraste junto a la orilla el primer día que me llevaste a la playa. -Apartó la mirada del colgante para posarla en Nathan-. El primer día que me mostraste la Cueva de Cristal.

– Sí -respondió él, incapaz de ocultar su complacida sorpresa al ver que ella lo recordaba-. ¿Cómo lo has sabido?

Una inconfundible ternura llenó los ojos de Victoria antes de responder.

– Nathan, no creo que vaya a olvidar jamás nada de lo que ocurrió ese día. -Y tras dejar en el suelo la bolsa de cuero, levantó los brazos y se pasó el cordón de terciopelo por la cabeza. Luego sostuvo la delicada concha al sol y la examinó-. ¿Cómo has conseguido que brille tanto?

– Con una docena de capas de laca transparente. Le da brillo y la fortalece. -Se aclaró la garganta-. Quería que tuvieras algo que te recordara el tiempo que has pasado aquí. Ya sé que no es mucho, pero…

Victoria le tocó los labios con los dedos, silenciando sus palabras.

– Te equivocas, Nathan. Este colgante es… precioso. Y valioso. En todos los sentidos. Como el hombre que me lo ha regalado. Gracias. Siempre lo atesoraré.

Él le tomó la mano y retrocedió unos pasos, tirando con suavidad de ella hasta que su espalda volvió a descansar contra el tronco. Separó entonces las piernas y la atrajo lentamente hacia él hasta que ella apoyó el cuerpo contra el vértice de sus muslos.

– Me alegra que te guste -dijo, inclinando la cabeza para tocar con los labios el sensible suspiro de piel impregnada del olor a rosas situada justo detrás de la oreja de Victoria.

Un delicado escalofrío la recorrió y sus brazos se cerraron alrededor del cuello de Nathan. Inclinándose hacia atrás para mirarle, envuelta como estaba en el círculo de sus brazos, dijo:

– Hablando de lo que nos gusta… creo que a mi tía le gusta tu padre.

– Excelentes noticias, pues creo que a mi padre le gusta tu tía. -Pasó los dedos por la aterciopelada mejilla de Victoria-. Y creo que a su hijo le gusta su sobrina.

Victoria arqueó las cejas.

– ¿Ah, sí? ¿A qué hijo te refieres? Tiene dos.

Nathan sabía que Victoria bromeaba. Aun así, sintió celos.

– Me refería a mí.

– Ah. ¿Así que ella le gusta, hum…? ¿Significa eso que él, quiere que sean amigos?

– No.

– ¿No? ¿Por qué no?

– Porque los amigos no hacen esto. -Nathan posó las palmas sobre sus pechos, excitándole los pezones a través de la delicada tela del traje de montar-. Ni esto. -Inclinándose hacia delante, la besó ardientemente en el cuello.

Victoria dejó caer lánguidamente hacia atrás la cabeza, de sus labios escapó un suspiro colmado de placer. Coloco entonces su mano entre las piernas de Nathan y acarició con la palma su erección, arrancándole un gemido.