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– ¿Sospecho que los amigos tampoco hacen esto? -preguntó con voz velada.

Los dedos de Nathan se pusieron manos a la obra y empezaron a desabrocharle los botones del vestido.

– No estoy seguro… vuelve a hacerlo y te lo diré.

Victoria le acarició de nuevo y a continuación dejó que las yemas de sus dedos juguetearan con su erección.

– No -dijo Nathan con un ronco gemido-. Tampoco hacen eso.

– ¿Ni siquiera si son amigos íntimos?

– Ni siquiera. -Terminó de desabrocharle los botones y le bajó el vestido y la camisa por los brazos en un solo gesto.

– ¿Qué otra cosa no hacen los amigos?

Nathan pasó la perezosa yema de uno de sus dedos alrededor del endurecido pezón de Victoria.

– ¿Estás segura de que quieres saberlo?

– Sí.

La palabra concluyó en un siseo de placer cuando Nathan agachó la cabeza y se llevó el pezón a la boca. Victoria inspiró su nombre y toda la frustración reprimida que provocaba en él el hecho de desearla tanto, de amar a una mujer a la que temía no poder tener jamás, estalló, inundándole con una desesperación como jamás la había sentido. Le bajó el vestido, la camisa y la ropa interior sin miramientos por debajo de las caderas y simplemente la levantó y pateó las prendas a un lado, dejándola solo con las medias y los botines de montar. Con los jadeos bombeando desde sus pulmones como fuelles, le pasó una mano por debajo del muslo y le levantó la pierna por encima de su propia cadera mientras deslizaba la otra mano por la espalda desnuda primero y por las redondas nalgas después, para bajar más aún y acariciar los henchidos pliegues de su sexo. Comprobar que Victoria estaba ya húmeda para él le arrebató los últimos vestigios de autocontrol.

La besó profundamente al tiempo que deslizaba dos dedos en su húmedo calor mientras la acariciaba con la lengua, siguiendo el mismo ritmo suave que marcaban sus dedos dentro de ella. Los brazos de Victoria se cerraron aún más alrededor de su cuello, y Nathan la sintió pegarse con más fuerza a él. Interrumpió entonces el beso, acariciándole implacablemente el cuerpo y viendo cómo el placer la abrumaba mientras palpitaba alrededor de sus dedos.

En cuanto los temblores de Victoria remitieron, la tomó en brazos y la sentó sobre el vestido que había quedado en el suelo. Cayó de rodillas entre los muslos abiertos de ella, se desabrochó los pantalones con manos impacientes y temblorosas y liberó su erección. Ahora, maldición. La necesitaba ahora. Se sentó sobre los talones, la agarró con firmeza de las caderas y la colocó encima de él sobre sus muslos. Victoria se aferró a sus hombros y se deslizó hacia abajo al tiempo que él embestía hacia arriba. Nathan intentó ir despacio y saborear así la exquisita entrada al aterciopelado calor de ella, disfrutando del erótico apretón que imprimía sobre él el estrecho pasadizo de Victoria, pero la lentitud estaba más allá de sus posibilidades. Agarrándola de las caderas como si del torno de un banco se tratara, apretó los dientes y embistió fuerte, deprisa, mientras el sudor le perlaba la frente. Y, como sus embestidas, la descarga le llegó con fuerza y deprisa. Con un gemido gutural que pareció más doloroso que placentero, se retiró de ella y la aplastó contra él, hundiendo la cabeza en el cálido y fragante valle que dibujaban sus pechos. En cuanto la neblina inducida por la pasión se desvaneció de su mente una oleada de culpa arremetió contra él. Maldición, ¿qué demonios le había ocurrido? Jamás perdía el control de ese modo. La había tomado sin tan siquiera pensar en el placer de ella. Levantó la cabeza, dispuesto a disculparse y a pedirle perdón, pero la encontró mirándole con una expresión encendida, saciada y somnolienta.

– Oh… Dios -la oyó susurrar, apoyando la frente sobre la de él-. Justo cuando creo que por fin he descubierto qué es lo que haces mejor, me demuestras que estoy equivocada.

Aliviado al ver que ella había sentido tanto placer como él, depositó un beso en su nariz.

– Todavía no lo has descubierto.

– Oh… Dios -volvió a suspirar. Bajó los ojos y se miró los senos desnudos apretados contra el pecho de Nathan-. ¿Sospecho que los amigos tampoco hacen esto?

– ¿Somos amigos, Victoria? -Aunque Nathan lanzó la pregunta a la ligera, se sorprendió tenso en espera de la respuesta.

– Me gustaría pensar que sí.

– Bueno, en ese caso, supongo que los amigos sí hacen esto.

– Hum. ¿Cuánto crees que dos amigos tardarían en volver a hacer esto?

Nathan sonrió.

– Averigüémoslo.

Capítulo 20

La mujer moderna actual que esté en situación de tener que poner fin a un romance, deberá hacerlo de una manera limpia y rápida. Por descontado, eso es algo que se consigue más fácilmente si su corazón no está implicado en el lance.

Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.

Más tarde, esa misma noche, Nathan se paseaba una y otra vez por los confines de su habitación. Cuando se acercó a la chimenea, echó una mirada al reloj colocado encima de la repisa. Había pasado menos de un minuto desde la última vez que había lanzado una mirada asesina a aquel reloj esmaltado, lo cual significaba que no solo su ceño más potente no bastaba para que el tiempo pasara más deprisa, sino que todavía tenía que sufrir durante otro cuarto de hora para que llegara la medianoche. Hasta que saliera de su habitación y se reuniera con Victoria en la de ella.

Pasándose las manos por el pelo, volvió dando grandes zancadas a la ventana al tiempo que la seda del batín aleteaba contra sus piernas desnudas. ¿En qué demonios había estado pensando cuando se había mostrado de acuerdo en esperar hasta la medianoche para reunirse con ella? Se había retirado hacía veinte minutos, dejando a Victoria, a lady Delia y a su padre en el salón. Le había llevado unos buenos diez minutos desvestirse, lavarse y ponerse el batín. A partir de entonces había empezado a pasearse por la habitación, frustrado ante su falta de sangre fría, pues hasta el momento se había tenido siempre por un hombre muy paciente. Pero no había nada de paciente en la necesidad, en ese deseo de estar junto a ella, tocándola, que clavaba sus garras en él.

Se detuvo en la ventana y miró al jardín bañado en un halo plateado de luz de luna. Cuando a punto estaba de volverse, un movimiento captó su atención. Mientras seguía observando la escena, una figura vestida de oscuro con una bolsa al hombro emergió de las sombras y se alejó sigilosamente por el césped hacia la espesura del bosque. Durante un instante, la luna brilló directamente sobre la figura y Nathan se quedó de una pieza al reconocerla. Segundos más tarde, la oscuridad se tragó la silueta furtiva y Nathan, con la mente transformada en un torbellino de preguntas, siguió con la mirada fija en el lugar donde la figura había desaparecido.

¿Qué demonios tramaba Colin?

No tenía sentido salir tras él… jamás lograría dar con su hermano en el bosque con esa oscuridad. Sin embargo, eso no significaba que no tuviera intención de buscar respuestas. Cogió la lámpara de aceite de la mesilla, salió de la habitación y echó a andar por el pasillo. Cuando llegó a la habitación de Colin, entró y cerró la puerta tras de sí.

Sostuvo la lámpara en alto y se paseó despacio por la habitación a oscuras, supervisando la zona con ojos atentos. Poco era lo que había cambiado desde la última vez que Nathan había visto la habitación, tres años atrás. Los mismos muebles de madera de cerezo, la misma alfombra Axminster de diseños en tonos verdes oscuros y los mismos cortinajes de pesado terciopelo. A primera vista, todo parecía en perfecto orden, pero en una segunda inspección Nathan se dio cuenta de que uno de los extremos de la alfombra situada delante del hogar estaba ligeramente arrugado, una falta que la criada en ningún caso habría dejado de corregir.