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Para un pueblo que se había habituado, durante milenios, a enterrar a sus muertos prácticamente a la vista de los ojos y de las ventanas, fue una revolución terrible. Pero quien temía a las revoluciones pasó a temer el caos cuando la idea del rey, con aquel paso firme y largo que tienen las ideas, mayormente cuando son reales, llegó más lejos, llegó a lo que los maldicientes designaron como delirio: todos los cementerios del país deberían ser desescombrados de huesos y de restos, fuese cual fuese su grado de descomposición, y todo eso metido en orden en ataúdes nuevos que serían transportados y enterrados en el nuevo cementerio. A esta orden no escapaban siquiera las regias cenizas de los antepasados del soberano: un nuevo panteón sería construido, en estilo quizá inspirado en las antiguas pirámides egipcias, y allí, en su momento, cuando la vida del país volviese al antiguo y aprovechable sosiego, con todos los honores, por la carretera principal del norte siguiendo entre hileras respetuosas de habitantes, irían a dar, por fin última morada, los venerables huesos de todo cuanto había llevado corona encima de la cabeza desde aquel primero que había sabido decir y convencer a los demás de eso con la palabra y la violencia: «Quiero una corona para mi cabeza, hacedla.» Hay quien afirma que esta igualitaria decisión fue lo que más contribuyó a aquietar los ánimos de cuantos se veían despojados de su parte de muertos. Naturalmente también habrá tenido su peso aquella satisfacción tácita de todos los que, por el contrario, consideraban que son un deber aburrido las reglas y tradiciones que hacen de los muertos, por la servidumbre que exigen, seres de transición entre una ya no vida y una todavía no verdadera muerte. De repente, todo el mundo empezó a pensar que la idea del rey era la mejor que jamás había nacido de cabeza humana, que ningún pueblo podía jactarse de tener un rey así, que habiendo determinado el destino que tal rey naciese y reinase allí, al pueblo le tocaba obedecerle, con feliz corazón, y también para comodidad de los muertos, no menos merecedores. La historia de los pueblos tiene momentos de puro júbilo: este momento lo fue, este pueblo lo tuvo.

Concluido, finalmente, el cementerio, empezó la gran operación de desenterramiento. En los primeros tiempos fue fáciclass="underline" los millares de cementerios existentes, entre grandes, medianos y pequeños, estaban también ellos delimitados por muros y, por así decir, en el interior de su perímetro, bastaba cavar hasta la profundidad estipulada de tres metros para mayor seguridad, y sacar todo, metros cúbicos y metros cúbicos de huesos, tablas podridas, cuerpos sueltos desmembrados por las sacudidas de las excavadoras, y después meter los despojos en ataúdes de diferentes tamaños, desde el recién nacido al adulto más corpulento, y en cada uno de ellos colocar una cantidad de huesos o carne, incluso diferentes, incluso dos cráneos y cuatro manos, incluso una minucia de costillas, incluso un seno aún firme y un vientre marchito, incluso, en fin, una simple esquirla o el diente de Buda o el omóplato del santo, o lo que de la sangre de san Genaro faltó en la ampolla milagrosa. Se estableció el principio de que cada parte de un muerto sería un muerto entero, y a esto se adhirieron los participantes en el infinito funeral que de todos los rincones del país se dirigía, minuciosamente, desde las aldeas, pueblos y ciudades, por caminos que se iban haciendo cada vez más anchos, hasta la red general de calzadas y desde allí, por las uniones a propósito construidas, a las carreteras que pasaron a ser llamadas de los muertos.

Al principio, como acaba de explicarse, no hubo dificultades. Pero después alguien discurrió, si el mérito de la idea no volvió a ser del precioso monarca del país, que antes de la enérgica disciplina de los cementerios los muertos habían sido enterrados por todas partes, en los montes y en los valles, en los atrios de las iglesias, a la sombra de los árboles, bajo el pavimento de las propias casas donde habían vivido, en cualquier sitio posible, apenas un poco más hondo de lo que discurre, por ejemplo, la punta del arado. Y esto sin hablar de las guerras, de las grandes fosas para millares de cadáveres, en el mundo entero de Asia y Europa y demás continentes, aunque conteniendo quizá menos, pues guerras también había habido, naturalmente, en el reino de este rey y por lo tanto cuerpos enterrados a voleo. Fue, hay que confesarlo, un gran momento de perplejidad. El mismo monarca, si había sido de él la nueva idea, no la calló, porque sencillamente eso le habría sido imposible. Nuevas órdenes se expidieron y, dado que el país no podía ser revuelto de punta a punta, como habían sido revueltos los cementerios, los sabios fueron llamados ante el rey para oír de la real boca la prescripción: inventar rápidamente aparatos capaces de detectar la presencia de cuerpos o restos enterrados, tal como se habían inventado aparatos para encontrar agua o metales. La cuestión era importante, reconocieron los sabios inmediatamente reunidos en seminario. Tres días pasaron discutiendo, y después cada cual se encerró en su laboratorio. Se abrieron otra vez los cofres del Estado, y fue lanzada nueva derrama general. El problema acabó por ser resuelto, pero, como siempre en estos casos, no de una sola vez. A modo de ejemplo, baste citar el caso de aquel sabio que inventó un aparato que daba señales luminosas y sonoras cuando encontraba cuerpos, pero que tenía el defecto capital de no distinguir entre cuerpos vivos y cuerpos muertos. El resultado fue que tal aparato, lógicamente manejado por gente viva, se comportaba como un poseso, gritando y agitando punteros furiosos, dividido por todas las solicitaciones vivas y muertas que lo rodeaban y, finalmente, incapaz de dar una información segura. El país entero se rió del desastrado hombre de ciencia, pero lo honró con loor y premio cuando, meses después, encontró la solución, introduciendo en el aparato una especie de memoria o idea fija: aplicando el oído se conseguía percibir en el interior del mecanismo una voz que repetía sin pausa: «sólo debo encontrar cuerpos muertos o restos, sólo debo encontrar cuerpos muertos, o restos, cuerpos muertos, o restos, o restos…»

Afortunadamente, como se verá, aún hubo aquí una equivocación. Apenas el aparato entró en funcionamiento, en seguida se verificó que, esta vez, no distinguía entre los cuerpos humanos y los otros no humanos, pero este nuevo defecto, razón por la que antes fue dicho que afortunadamente, mostró ser un bien: cuando el rey comprendió el peligro del que había escapado, sintió un escalofrío: de hecho toda muerte es muerte, incluso la no humana; de nada servirá quitar de delante de los ojos a los hombres muertos, si continúan por ahí los perros, los caballos y las aves. Y los demás, con excepción quizá de los insectos, que sólo son medio orgánicos (como era convicción muy firme de la ciencia del país y de la época). Entonces fue ordenada la gran investigación, el ciclópeo trabajo que duró años. No quedó ni un palmo de tierra por sondear, hasta en sitios de los que había memoria que habían estado deshabitados por el hombre desde siempre: no escaparon las más altas montañas; no escapó el fondo de los ríos, donde bajo el lodo fueron encontrados millares de ahogados; no escapó el secreto de las raíces, algunas veces enredadas en lo que quedaba de quien, por encima de sí mismo, había querido o había tenido la misma necesidad de savia que el árbol tiene. Tampoco escaparon las carreteras, que fue preciso levantar en muchos sitios y volver a construir. Finalmente, el reino se vio liberado de la muerte. El día que el rey, oficialmente, con su propia boca y voz, declaró que el país se encontraba limpio de muerte (palabras suyas), se decretó que fuese festivo y fiesta nacional. En días como ésos es costumbre que mueran siempre unas cuantas personas más de lo que es norma, por desastres, agresiones, etc., pero el servicio nacional de vida (así había sido denominado) utilizaba medios modernos y rápidos: verificado el óbito, el cuerpo iba inmediatamente por el camino más corto a la gran carretera de los muertos, la cual, necesariamente, había pasado a ser considerada, a todos los efectos, tierra de nadie. Libre de los muertos, el rey entraba en la felicidad. En cuanto al pueblo, tendría que habituarse.