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– ¿Y el buzón? -preguntó.

– No está -respondió el funcionario. La mujer, furiosa:

– No pueden hacer esto. Quitar de aquí el buzón sin avisar primero a los habitantes. Deberíamos presentar todos una reclamación.

Y dio la vuelta, afirmando, con amplios gestos, que al día siguiente se quejaría.

La finca en la que vivía el funcionario estaba cerca. Abrió la puerta con muchas precauciones, al mismo tiempo que se reprendía a sí mismo: «¿Iré a tener ahora miedo a las puertas?» Accionó el interruptor de la luz de la escalera y se dirigió al ascensor. Colgado en la puerta había un letrero: «Averiado.» Se molestó, irritado, no tanto por tener que subir a pie (vivía en un piso bajo, el segundo), sino porque en el quinto tramo de la escalera faltaban tres peldaños desde hacía una semana, lo cual le obligaba a ciertos cuidados y a algún esfuerzo. Los servicios de abastecimientos corrientes (sac) estaban funcionando mal.

En otras circunstancias hubiese dicho que se trataba de incompetencia de la dirección. O quizá demasiados pedidos para atender. O falta de personal. O falta de materia prima. Pero ahora el motivo sería otro, y no quería pensar en él. Subió la escalera sin prisa, preparándose mentalmente para la pequeña acrobacia que tenía que realizar: saltar el vano correspondiente a la ausencia de los tres escalones, de abajo arriba, más difícil por lo tanto, y la fuerza de los pulsos y la extensión de la pierna. Entonces vio que no eran tres los peldaños que faltaban, sino cuatro. Se reprendió una vez más, ahora por la mala memoria, y, tras algunas tentativas fracasadas, consiguió alcanzar el escalón superior.

Vivía solo y soltero. Se hacía su propia comida, mandaba lavar fuera la ropa, le gustaba su empleo. En términos generales se consideraba un hombre satisfecho. Era difícil no serlo: el país excelentemente administrado, las funciones bien repartidas, el gobierno capaz y con gran experiencia en transformación industrial. En cuanto a esos problemas más recientes, también acabarían por ser resueltos. Como era todavía temprano para cenar, se sentó a leer el periódico, lo que hacía siempre, por lo demás, formulando inconscientemente la misma justificación inútil o, mejor, sin conciencia de la inutilidad de la misma. En la primera página había una nota oficiosa del gobierno (nog) acerca de las deficiencias verificadas en los últimos tiempos en diversos objetos, utensilios, máquinas e instalaciones. Se prometía remedio en breve para la situación, considerada no alarmante, y se refería nuevamente al trabajo de la comisión nombrada, a la que se había agregado ahora un especialista en parapsicología. No se hacía ninguna alusión a desapariciones.

Dobló el periódico cuidadosamente y lo puso sobre una mesa baja, a sus pies. Miró la hora en el reloj de pared: aún faltaban algunos minutos para el inicio de la emisión de televisión. La regularidad de su cotidianidad se había visto afectada por los acontecimientos, sobre todo por la desaparición del buzón, que le había hecho perder algún tiempo. En general tenía tiempo de leer todo el periódico, preparar una cena sencilla e instalarse frente al televisor para oír las noticias y comer. Después llevaba a la cocina el plato, el vaso y los cubiertos, y volvía al sillón confortable donde se quedaba tranquilamente, ora mirando ora dormitando, hasta el final de la emisión. Se preguntó a sí mismo qué haría hoy, y no pensó en buscar respuesta. Extendió la mano y encendió el aparato: oyó un silbido, la pantalla se fue iluminando poco a poco hasta aparecer la carta de ajuste, un complicado sistema de rayas verticales, horizontales y oblicuas, de superficies claras y oscuras. Se quedó mirando, distraídamente, como hipnotizado por la fijeza de la imagen. Encendió un cigarrillo (nunca fumaba en el trabajo, no estaba permitido) y se sentó otra vez. Le vino el recuerdo del reloj de pulsera y lo miró: continuaba parado y ya no se conseguía oír el tic tac. Soltó pausadamente la correa negra, colocó el reloj encima de la mesa, al lado del periódico, y suspiró profundamente. Un chasquido fuerte le hizo volver la cabeza rápidamente. «Algún mueble», pensó. Y en ese exacto instante, en un lapso de tiempo inferior a un segundo, la carta de ajuste desapareció y en su lugar, como un relámpago, surgió la cara de un niño, con los ojos muy abiertos. Se hundió hacia el fondo, hacia atrás, hacia la lejanía, muy lejos, hasta transformarse en un simple punto luminoso, palpitante, en el centro de la pantalla negra. Inmediatamente a continuación reapareció la carta de ajuste, ligeramente trémula, ondulante, como una imagen reflejada en el agua. El funcionario se pasó la mano por la cara, perplejo. Cogió el teléfono, marcó el servicio de informaciones de la televisión (sitv) y, cuando le atendieron, preguntó:

– Por favor. ¿Qué interferencia ha sido ésa que ha aparecido hace un minuto en la carta de ajuste?

Una voz de hombre respondió secamente:

– No ha habido ninguna interferencia.

– Disculpe, pero la he visto perfectamente.

– No tenemos ninguna información que dar.

Colgaron el teléfono. «Debo haber hecho mal. Todo esto debe estar relacionado», murmuró. Fue a sentarse frente al receptor, en el cual la carta de ajuste había vuelto a su hipnótica inmovilidad. Se oyó una sucesión de chasquidos más fuertes. No fue capaz de localizarlos. Parecían al mismo tiempo muy cerca y muy lejos, debajo de sí mismo o en cualquier parte de la finca. Se levantó otra vez y abrió la ventana: ya no llovía. No era, por lo demás, tiempo de lluvia. Debía de haber habido alguna avería en el material del servicio de adecuación meteorológica (sam): en los meses de verano no llovía nunca. Desde la ventana veía claramente el lugar donde había estado clavado el buzón. Respiró llenando los pulmones, miró el cielo ahora limpio y barrido, ya con estrellas, las más brillantes, aquellas que resistían a la iluminación del centro de la ciudad. La emisión empezaba en ese momento. Volvió a la silla. Quería oír las noticias con las que el programa empezaba siempre. Una locutora con sonrisa artificial y tensa anunció el programa de la noche e inmediatamente se oyeron los arpegios que preludiaban las noticias. Después, un locutor de cara escuálida anunció una nota oficiosa del gobierno (nog). Era más reciente que la del periódico. Decía: «El gobierno informa a todos los ciudadanos usuarios que los defectos e incongruencias de ciertos objetos, utensilios, máquinas e instalaciones (abreviados oumis), últimamente verificados en mayor número, están siendo juiciosamente estudiados por la comisión nombrada, que cuenta ahora con la colaboración de un parapsicólogo. Los ciudadanos usuarios deben rechazar los rumores, las habladurías, la manipulación. Deben mantener la serenidad, incluso en el caso de que ocurran desapariciones de los referidos oumis: objetos, utensilios, máquinas o instalaciones. Se recomienda la más rigurosa vigilancia. Ningún oumi (objeto, utensilio, máquina o instalación) debe, en lo futuro, ser mirado distraídamente. El gobierno considera indispensable sorprender cualquier oumi: objeto, utensilio, máquina o instalación, en el momento de desaparecer. El ciudadano usuario que de informaciones completas o detenga el proceso de desaparición de oumis, será considerado benemérito y ascendido a la prioridad C, si estuviera clasificado en prioridad más baja. El gobierno cuenta con el apoyo y la confianza de todos.» Hubo más noticias, pero ninguna que interesase tanto. El resto del programa tampoco era muy atractivo, a no ser un reportaje en directo sobre la fabricación de alfombras. Despechado, como si hubiese sido personalmente ofendido, apagó el receptor: clasificado en la prioridad H (abrió la mano derecha y vio la letra verde), tendría que ahorrar durante mucho tiempo antes de conseguir el dinero suficiente para comprar la alfombra con la que soñaba hacía tantos años. Sabía muy bien cómo se fabricaban las alfombras. Consideraba incluso un insulto la presentación de reportajes como ése, llevado a hogares que no tenían nada que poner encima del suelo desnudo.