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El centauro acabó por quedarse solo. Durante miles de años, hasta donde el mar lo consintió, recorrió toda la tierra posible. Pero en todos sus itinerarios pasaba de largo siempre que presentía las fronteras de su primer país. El tiempo fue pasando. Al final ya no le quedaba tierra para vivir con seguridad. Pasó a dormir durante el día y a caminar de noche. Caminar y dormir. Dormir y caminar. Sin ninguna razón que conociese, apenas porque tenía patas y sueño. No necesitaba comer. Y el sueño sólo era necesario para que pudiese soñar. Y el agua apenas porque era agua.

Millares de años tenían que ser millares de aventuras. Millares de aventuras, sin embargo, son demasiadas para valer una sola verdadera e inolvidable aventura. Por eso, todas juntas no valieron más que aquélla, ya en este último milenio, cuando en medio de un descampado árido vio a un hombre con lanza y armadura, encima de un escuálido caballo, embestir contra un ejército de molinos de viento. Vio cómo el caballero era lanzado al aire y después otro hombre bajo y gordo acudía, gritando, montado en un burro. Oyó que hablaban en una lengua que no entendía, y después los vio alejarse, el hombre delgado maltratado y el hombre gordo lamentándose, el caballo flaco cojeando y el burro indiferente. Pensó en salirles al camino para ayudarles pero, volviendo a mirar los molinos, fue hacia ellos a galope y, apostado delante del primero, decidió vengar al hombre que había sido tirado del caballo al suelo. En su lengua natal gritó: «Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.» Todos los molinos quedaron con las aspas despedazadas y el centauro fue perseguido hasta la frontera de otro país. Atravesó campos desolados y llegó al mar. Después volvió atrás.

Todo el centauro duerme. Duerme todo su cuerpo. Ya el sueño vino y pasó, y ahora el caballo galopa por dentro de un día antiquísimo para que el hombre pueda ver desfilar las montañas como si por su pie anduviesen, o por veredas subir a lo alto y desde allí ver el mar sonoro y las islas esparcidas y negras, reventando la espuma en torno a ellas como si de la profundidad acabasen de nacer y de allí surgiesen deslumbradas. Esto no es un sueño. Viene de lejos un olor salino. Las narices del hombre se dilatan ávidas y los brazos se extienden hacia lo alto, mientras el caballo, excitado, golpea con los cascos en piedras que son mármol y afloran. Las hojas que cubrían la cara del hombre escurren, ya marchitas. El sol, alto, cubre al centauro de manchas de luz. No es un rostro hermoso el del hombre. Joven tampoco, porque no lo podría ser, porque sus años se cuentan por millares. Pero puede compararse con el de una estatua antigua: el tiempo lo gastó, no tanto como para apagar las facciones, lo bastante apenas para mostrarlas amenazadas. Una pequeña laguna luminosa cintila sobre la piel, se desliza muy lentamente hacia la boca, la calienta. El hombre abre los ojos de repente, como lo haría la estatua. Por medio de las hierbas se aleja serpenteando una culebra. El hombre se lleva la mano a la boca y siente el sol. En ese mismo instante la cola del caballo se agita, barre la grupa y sacude un moscardón que exploraba la piel fina de la gran cicatriz. Rápidamente el caballo se pone de pie y el hombre le acompaña. El día va mediado, otro tanto falta para que llegue la primera sombra de la noche, pero no hay más sueño. El mar, que no fue sueño, todavía resuena en los oídos del hombre, o quizá no el ruido real del mar, tal vez el golpear visto de las olas que los ojos transforman en olas sonoras que vienen sobre las aguas, suben por las gargantas rocosas hasta lo alto, hasta el sol y el cielo azul de otra vez agua.

Está cerca. La zanja por donde sigue es apenas un accidente, lleva a cualquier sitio, es obra de hombres y camino para llegar a los hombres. Sin embargo, apunta en dirección al sur y es eso lo que cuenta. Avanzará por allí hasta donde le sea posible, incluso siendo de día, incluso con el sol cubriendo toda la planicie y denunciando todo, hombre y caballo. Una vez más había vencido a Heracles en el sueño, delante de todos los dioses inmortales, pero, acabado el combate, Zeus se había retirado hacia el sur y fue después cuando desfilaron las montañas y desde el punto más alto de ellas, donde había unas columnas blancas, se veían las islas y la espuma a su alrededor. Está cerca la frontera y Zeus se alejó hacia el sur.

Caminando a lo largo de la zanja estrecha y honda, el hombre puede ver el campo a un lado y a otro. Las tierras parecen ahora abandonadas. Ya no sabe dónde quedó la población que había visto a la hora del amanecer. El gran espinazo rocoso ha crecido de altura o está tal vez más próximo. Las patas del caballo se hunden en el suelo blando que poco a poco va subiendo. Todo el tronco del hombre está ya fuera de la zanja, los árboles se vuelven más espaciados y, de súbito, cuando el campo ha quedado todo abierto, la zanja acaba. El caballo vence con un simple movimiento el último declive y el centauro aparece entero en la claridad del día. El sol está a mano derecha y golpea con fuerza en la cicatriz, que, herida, escuece. El hombre mira hacia atrás, según su costumbre. La atmósfera es sofocante y húmeda. No es por demás que el mar esté tan cerca. Esta humedad promete lluvia y este brusco soplo de viento también. Al norte se juntan nubes.

El hombre duda. Hace muchos años que no osa caminar al descubierto, sin la protección de la noche. Pero hoy se siente tan excitado como el caballo. Avanza por el terreno cubierto de matorrales del que se desprenden olores fuertes de flores silvestres. La planicie ha terminado y ahora el suelo se levanta en corcovas y limita el horizonte o lo ensancha cada vez más, porque las elevaciones ya son colinas y más allá se levanta una cortina de montañas. Empiezan a surgir arbustos y el centauro se siente más protegido. Tiene sed, mucha sed, pero allí no hay señal de agua. El hombre mira hacia atrás y ve que la mitad del cielo está ya cubierto de nubes. El sol ilumina el borde nítido de un gran nimbo ceniciento que avanza.

En ese momento es cuando se oye ladrar a un perro. El caballo se estremece de nerviosismo. El centauro se lanza a galope entre dos colinas, pero el hombre no pierde el sentido: seguir en dirección al sur. El ladrar está más cerca y se oye también un tintinear de campanillas y después una voz hablando al ganado. El centauro se detuvo para orientarse, sin embargo los ecos le engañaron y, de súbito, en un terreno bajo y húmedo inesperado, se le apareció un rebaño de cabras y al frente de éste un gran perro. El centauro se quedó inmóvil. Algunas de las cicatrices que le rayaban el cuerpo las debía a los perros. El pastor dio un grito despavorido y huyó como un loco. Llamaba a grandes gritos: debía de haber una población allí cerca. El hombre dominó al caballo y avanzó. Arrancó una rama fuerte de un arbusto para apartar al perro que se estrangulaba ladrando de furia y miedo. Pero fue la furia la que prevaleció: el perro contorneó rápidamente unas piedras e intentó coger al centauro de lado, por el vientre. El hombre quiso mirar hacia atrás, ver de dónde venía el peligro, pero el caballo se anticipó y, girando veloz sobre las patas delanteras, soltó una violenta coz que alcanzó al perro en el aire. El animal fue a golpearse contra las piedras, muerto. No era la primera vez que el centauro se defendía de esa manera, pero todas las veces el hombre se sentía humillado. En su propio cuerpo latía la resaca de la vibración general de los músculos, la ola de energía que lo inflamaba, oía el golpear sordo de los cascos, pero estaba de espaldas a la batalla, no era parte de ella, espectador cuando mucho.

El sol se había escondido. El calor desapareció súbitamente del aire y la humedad se volvió palpable. El centauro corrió entre las colinas, siempre hacia el sur. Al atravesar un pequeño regato vio terrenos cultivados y cuando procuraba orientarse tropezó con un muro. Hacia un lado había algunas casas. Fue entonces cuando se oyó un tiro. Sintió el cuerpo del caballo crisparse como bajo las picaduras de un enjambre. Había gente que gritaba y después dispararon otro tiro. A la izquierda estallaron ramas desgajadas, pero ningún trozo de plomo le alcanzó esta vez. Reculó para ganar impulso y de un envite saltó el muro. Pasó sobre él, volando, hombre y caballo, centauro, cuatro patas extendidas o dobladas, dos brazos abiertos hacia el cielo todavía azul en la lejanía. Sonaron más tiros y después fue el tropel de los hombres que lo perseguían por los campos, dando gritos, y el ladrar de los perros.