Tenía el cuerpo cubierto de espuma y de sudor. Hubo un momento en el que se detuvo para buscar el camino. El campo alrededor se volvió también expectante, como si estuviese con el oído a la escucha. Y entonces cayeron las primeras y pesadas gotas de lluvia. Pero la persecución continuaba. Los perros seguían un rastro para ellos extraño, pero de mortal enemigo: una mezcla de hombre y de caballo, unas patas asesinas. El centauro corrió, corrió más, corrió mucho, hasta que notó que los gritos se habían vuelto diferentes y el ladrar de los perros era ya de frustración. Miró hacia atrás. A una buena distancia vio a los hombres detenidos, oyó sus amenazas. Y los perros que habían avanzado volvían hacia sus amos. Pero nadie se adelantaba. El centauro había vivido tiempo suficiente como para saber que esto era una frontera, un límite. Los hombres, sujetando a los perros, no osaban dispararle: apenas hubo una detonación, pero tan lejos que no oyó siquiera caer el plomo. Estaba a salvo, bajo la lluvia que se abatía torrencialmente y abría regueros rápidos entre las piedras, sobre esa tierra en la que había nacido. Continuó caminando hacia el sur. El agua le empapaba el pelo blanco, lavaba la espuma, la sangre y el sudor y toda la suciedad acumulada. Regresaba muy viejo, cubierto de cicatrices, pero inmaculado.
De repente la lluvia cesó. Al momento siguiente el cielo quedó entero barrido de nubes y el sol cayó de lleno sobre la tierra mojada, donde, ardiendo, hizo levantar nubes de vapor. El centauro caminaba al paso, como si viajase sobre una nieve imponderable y tibia. No sabía dónde estaba el mar, pero allí era la montaña. Se sentía fuerte. Había matado la sed con agua de lluvia, levantando el rostro hacia el cielo, con la boca abierta, bebiendo a largos tragos, con el torrente deslizándole por el cuello, por el tronco abajo, lustralmente. Y ahora bajaba hacia el lado sur de la montaña, despacio, rodeando los enormes pedruscos que se amontonaban y apuntalaban unos a los otros. El hombre apoyaba las manos en las peñas más altas, sintiendo debajo de los dedos los musgos suaves, los líquenes ásperos, o la rugosidad extremada de la piedra. Abajo había, de punta a punta, un valle que a aquella distancia parecía estrecho, engañadoramente. A lo largo de él, a grandes intervalos, veía tres poblaciones, en medio la mayor, y el sur más allá de ella. Cortando el valle en línea recta tendría que pasar cerca de la población. ¿Pasaría? Se acordaba de la persecución, de los gritos, de los tiros, de los otros hombres del lado de allá de la frontera. Del incomprensible odio. Esta tierra era la suya, pero ¿quiénes eran los hombres que en ella vivían? El centauro continuaba descendiendo. El día aún estaba lejos de acabar. El caballo, exhausto, apoyaba los cascos con cuidado y el hombre pensó que le convendría descansar antes de aventurarse a la travesía del valle. Y, siempre pensando, decidió que esperaría a la noche, que antes dormiría en cualquier refugio que encontrase para ganar las fuerzas necesarias para la larga caminata que le restaba hacer hasta el mar.
Continuó descendiendo, cada vez más lentamente. Y cuando por fin se disponía a quedarse entre dos piedras, vio la entrada negra de una caverna, lo bastante alta como para que todo él pudiese entrar, hombre y caballo. Ayudándose con los brazos, asentando levemente los cascos heridos por las piedras durísimas, se introdujo en la gruta. No era muy honda, ninguna caverna se prolongaba por la montaña adentro, pero había espacio suficiente para moverse en ella a voluntad. El hombre apoyó los antebrazos en la pared rocosa y dejó caer la cabeza sobre ellos. Respiraba hondo, procurando resistir, no acompañar el jadeo ansioso del caballo. El sudor le escurría por la cara. Después el caballo dobló las patas de delante y se dejó caer en el suelo cubierto de arena. Echado, o semierguido como era costumbre, el hombre no podía ver nada del valle. La boca de la gruta se abría apenas hacia el cielo azul. En cualquier punto, allá en el fondo, goteaba agua, a largos intervalos regulares, produciendo un eco de cisterna. Una paz profunda llenaba la gruta. Extendiendo un brazo hacia atrás, el hombre pasó la mano sobre el pelo del caballo, su propia piel transformada o piel que en sí mismo se había transformado. El caballo se estremeció de satisfacción, todos sus músculos se distendieron y el sueño ocupó el gran cuerpo. El hombre dejó caer la mano, que se escurrió y fue a reposar en la arena seca.
El sol, bajando por el cielo, empezó a iluminar la gruta. El centauro no soñó con Heracles ni con los dioses sentados en círculo. Tampoco se repitió la gran visión de las montañas vueltas hacia el mar, las islas espumeantes, la infinita extensión líquida y sonora. Apenas una pared oscura, o apenas sin color, opaca, que no se puede traspasar. Mientras tanto el sol entró hasta el fondo de la caverna, hizo cintilar todos los cristales de la piedra, transformó cada gota de agua en una perla roja que se desprendía del techo, pero antes se hinchaba hasta lo inverosímil, y después caía tres metros de fuego vivo para hundirse en un pequeño pozo ya oscuro. El centauro dormía. El azul del cielo fue desmayando, se inundó el espacio de mil colores de forja, y el atardecer arrastró despacio la noche como un cuerpo cansado que a su vez iba a dormirse. La gruta, las tinieblas, se habían vuelto inmensas, y las gotas de agua caían como piedras redondas en el borde de una campana. Era ya noche oscura y la luna nació.
El hombre se despertó. Sentía la angustia de no haber soñado. Por primera vez en millares de años no había soñado. ¿Le había abandonado el sueño en la hora en que había regresado a la tierra donde había nacido? ¿Por qué? ¿Qué presagio? ¿Qué oráculo sería? El caballo, más lejos, dormía aún, pero ya inquietamente. De vez en cuando agitaba las patas traseras, como si galopase en sueños, no suyos, que no tenía cerebro, o solamente prestado, sino de la voluntad que los músculos eran. Echando mano de una piedra saliente, ayudándose con ella, el hombre levantó el tronco y, como si estuviese en estado de sonambulismo, el caballo le siguió, sin esfuerzo, con un movimiento fluido en el que parecía no haber peso. Y el centauro salió a la noche.
Toda la luz de luna del espacio se extendía sobre el valle. Tanta era que no podía ser sólo el de la simple, pequeña luna de la tierra, Selene silenciosa y fantasmal, sino la de todas las lunas levantadas en la infinita sucesión de las noches en las cuales otros soles y tierras sin esos ni otro nombre alguno ruedan y brillan. El centauro respiró hondo por las narices del hombre: el aire era suave, como si pasase por el filtro de una piel humana, y había en él el perfume de la tierra que había sido mojada y ahora se estaba secando despacio, entre el laberíntico abrazo de las raíces que sujetan al mundo. Bajó hacia el valle por un camino fácil, casi remansado, jugando armoniosamente con sus cuatro miembros de caballo, oscilando sus dos brazos de hombre, paso a paso, sin que ninguna piedra rodase, sin que una arista viva abriese otro rasguño en la piel. Y fue así como llegó al valle, como si el viaje formase parte del sueño que no había tenido mientras dormía. Delante había un río largo. Del otro lado, un poco hacia la izquierda, estaba la población mayor, aquella que estaba en el camino del sur. El centauro avanzó a descubierto, seguido por la sombra singular que no tenía par en el mundo. Trotó ligeramente por los campos cultivados, pero escogiendo los atajos para no pisar las plantas. Entre la franja de cultivo y el río había árboles dispersos y señales de ganado. El caballo, sintiendo el olor, se agitó, pero el centauro siguió hacia delante, hacia el río. Entró cautelosamente en el agua, tanteando con los cascos. La profundidad fue aumentando hasta llegar al pecho de hombre. En medio del río, bajo la luz de la luna que era otro río corriendo, quien mirase vería a un hombre atravesando el vado, con los brazos erguidos, brazos, hombros y cabeza de hombre, cabellos en vez de crines. Por el interior del agua caminaba un caballo. Los peces, despertados por la luz de la luna, nadaban en torno de él y le mordisqueaban las patas.