Todo el tronco del hombre salió del agua, después apareció el caballo y el centauro subió a la orilla. Pasó por debajo de unos árboles y en el umbral de la planicie se detuvo para orientarse. Se acordó de cómo lo habían perseguido del otro lado de la montaña, se acordó de los perros y de los tiros, de los hombres gritando, y tuvo miedo. Habría preferido ahora que la noche fuese oscura, habría preferido caminar bajo una tempestad, como la del día anterior, que hiciese recogerse a los perros y apartase a las personas hacia sus casas. El hombre pensó que toda la gente por aquellos alrededores ya debía saber de la existencia del centauro, que sin duda la noticia había pasado por encima de la frontera. Comprendió que no podía atravesar el campo en línea recta, a plena luz. Al paso, empezó a seguir la orilla del río, bajo la protección de la sombra de los árboles. Tal vez más adelante el terreno le fuese más favorable, donde el valle se estrechaba y acababa encajado entre dos altas colinas. Continuaba pensando en el mar, en las columnas blancas, cerraba los ojos y volvía a ver el rastro que Zeus había dejado al alejarse hacia el sur.
Súbitamente oyó un murmullo de agua. Se detuvo, escuchando. El rumor se repetía, disminuía, volvía. Sobre el suelo cubierto de hierba rastrera los pasos del caballo sonaban tan apagados que no se distinguían entre la múltiple y templada crepitación de la noche y de la luz de la luna. El hombre apartó las ramas y miró hacia el río. En la orilla había ropas. Alguien tomaba un baño. Empujó más las ramas. Y vio a una mujer. Salía del agua, completamente desvestida, brillaba bajo la luz de la luna, blanca. Muchas otras veces el centauro había visto mujeres, pero nunca así, en este río, con esta luna. Otras veces había visto senos oscilando, temblor de muslos al andar, el punto de oscuridad en el centro del cuerpo. Otras veces había visto cabellos cayendo sobre la espalda, y manos que los lanzaban hacia atrás, gesto tan antiguo. Pero la parte que le tocaba del mundo en el que las mujeres vivían era sólo la que satisfaría el caballo, tal vez el centauro, no el hombre. Y fue el hombre quien miró, quien vio a la mujer aproximarse a la ropa, fue él quien irrumpió entre las ramas, corrió hacia ella con su trote de caballo y después, al mismo tiempo que ella gritaba, la levantó en brazos.
También había hecho eso algunas veces, tan pocas, en millares de años. Acto inútil, apenas asustador, acto que podría haber dejado detrás de sí la locura, si eso mismo no llegó a suceder. Pero ésta era su tierra y la primera mujer que en ella veía. El centauro corrió a lo largo de los árboles y el hombre sabía que más adelante depositaría a la mujer en el suelo, frustrado él, empavorecida ella, mujer entera, hombre por la mitad. Ahora un camino largo casi tocaba los árboles y delante el río formaba una curva. La mujer ya no gritaba, apenas sollozaba y temblaba. Y fue entonces cuando se oyeron otros gritos. Al tomar la curva, el centauro fue a dar con una pequeña aglomeración de casas bajas que los árboles escondían. Había gente en el pequeño espacio de delante. El hombre apretó a la mujer contra el pecho. Sentía sus senos duros, el pubis en el lugar en el que su cuerpo de hombre se recogía y se tornaba pectoral de caballo. Algunas personas huyeron, otras se tiraron al suelo y otras entraron en las casas y salieron con escopetas. El caballo se levantó sobre las patas traseras, se encabritó hacia las alturas. La mujer, asustada, gritó una vez más. Alguien disparó un tiro al aire. El hombre comprendió que la mujer lo protegía. Entonces el centauro viró hacia campo abierto, huyendo de los árboles que podrían entorpecerle los movimientos, y, siempre con la mujer sujeta, contorneó las casas y se lanzó a galope a campo traviesa, en dirección a las dos colinas. Detrás de sí oía gritos. Quizá pensasen en perseguirlo a caballo, pero ningún caballo podía competir con un centauro, como había sido demostrado durante miles de años de fuga constante. El hombre miró hacia atrás: los perseguidores venían lejos, muy lejos. Entonces, sujetando a la mujer por debajo de los brazos, mirándola todo el cuerpo, con toda la luz de la luna desnudándola, dijo en su vieja lengua, en la lengua de los bosques, de los panales de miel, de las columnas blancas, del mar sonoro, de la risa sobre las montañas:
– No me quieras mal.
Después, despacio, la dejó en el suelo. Pero la mujer no huyó. Le salieron de la boca palabras que el hombre fue capaz de entender:
– Eres un centauro. Existes.
Le puso las dos manos sobre el pecho. Las patas del caballo temblaban. Entonces la mujer se echó y dijo:
– Cúbreme.
El hombre la veía desde arriba, abierta en cruz. Avanzó lentamente. Durante un momento la sombra del caballo cubrió a la mujer. Nada más. Entonces el centauro se apartó hacia un lado y se lanzó al galope, mientras el hombre gritaba, cerrando los puños en dirección al cielo y a la luna. Cuando los perseguidores se aproximaron finalmente a la mujer, ella no se movió. Y cuando se la llevaron, envuelta en una manta, los hombres que la transportaban la oyeron llorar.
Aquella noche todo el país supo de la existencia del centauro. Lo que primero se había creído que era una historia inventada del otro lado de la frontera con intención de burlarse, tenía ahora testigos fehacientes, entre los cuales una mujer que temblaba y lloraba. Mientras el centauro atravesaba esta otra montaña, salía gente de las aldeas y de las ciudades, con redes y cuerdas, también con armas de fuego, pero sólo para asustar. Es necesario cogerle vivo, se decía. El ejército también se puso en movimiento. Se esperaba el nacimiento del día para que los helicópteros levantasen vuelo y recorriesen toda la región. El centauro buscaba los caminos más escondidos, pero oyó muchas veces ladrar perros y llegó, incluso, bajo la luz de la luna que ya se debilitaba, a ver grupos de hombres que batían los montes.
Toda la noche el centauro caminó, siempre hacia el sur. Y cuando el sol nació estaba en lo alto de una montaña desde la que vio el mar. Muy a lo lejos, mar apenas, ninguna isla, y el sonido de una brisa que olía a pinares, no el golpear de las olas, no el perfume angustioso de la sal. El mundo parecía un desierto suspendido de la palabra pobladora.
No era un desierto. Se oyó de repente un tiro. Y entonces, en un arco de círculo amplio, salieron hombres de detrás de las piedras, con grandes gritos, pero sin poder disfrazar el miedo, y avanzaron con redes y cuerdas y lazos y varas. El caballo se levantó hacia el espacio, agitó las patas de delante y se volvió, frenético, hacia los adversarios. El hombre quiso retroceder. Lucharon ambos, atrás, adelante. Y en el borde de un precipicio las patas se escurrieron, se agitaron ansiosas buscando apoyo, y los brazos del hombre, pero el gran cuerpo resbaló, cayó en el vacío. Veinte metros abajo una lámina de piedra, inclinada en el ángulo necesario, pulida durante millares de años de frío y de calor, de sol y de lluvia, de viento y nieve desbastándola, cortó, degolló el cuerpo del centauro en aquel preciso lugar en el que el tronco del hombre se convertía en tronco de caballo. La caída acabó allí. El hombre quedó echado, por fin, de espaldas, mirando el cielo. Mar que se convertía en profundo por encima de sus ojos, mar con pequeñas nubes detenidas que eran islas, vida inmortal. El hombre giró la cabeza hacia un lado y hacia el otro: otra vez mar sin fin, cielo interminable. Entonces miró su cuerpo. La sangre corría. Mitad de un hombre. Un hombre. Y vio a los dioses que se aproximaban. Era tiempo de morir.