COSAS
La puerta, alta y pesada, al cerrarse, raspó el dorso de la mano derecha del funcionario y dejó un arañazo profundo, rojo, casi sin sangrar. La piel había quedado desgarrada, no por igual, levantada en algunos puntos desde luego dolorosos, porque el saliente o aspereza agresor, naturalmente, no había mantenido una presión continua y el arrastre de contacto que haría del arañazo herida abierta, con los labios separados y un correr rápido y extendido de sangre. Antes de entrar en el pequeño gabinete donde cumpliría su turno, que empezaría dentro de diez minutos y que se prolongaría durante cinco horas seguidas, el funcionario se dirigió al servicio médico (sm) para un tratamiento rápido: en sus funciones tenía que atender al público, y una lesión de tan feo aspecto no debía ser exhibida. Mientras desinfectaba la herida el enfermero, informado de las circunstancias del accidente, dijo que era el tercer caso ese día. Causado por la misma puerta.
– Supongo que van a quitarla -añadió.
Con un pincel pasó sobre el arañazo un líquido incoloro que secó rápidamente, tomando el color de la piel. Y no sólo el color, la textura opaca que no dejaba adivinar lo que había sucedido. Sólo mirando de muy cerca se podría distinguir la sobreposición. A la vista no había señal de herida.
– Mañana ya puede retirar la película. Doce horas son suficientes.
El enfermero se mostraba preocupado.
– ¿Sabe lo que pasa con el sofá? -preguntó-. El grande, el de la sala de espera.
– No. Acabo de llegar, para el turno de la tarde.
– Ha sido preciso traerlo aquí. Está en la sala de al lado.
– ¿Por qué?
– La razón exacta no la sabemos. El médico lo observó inmediatamente, pero no dio un diagnóstico. Ni necesitaba hacerlo. Un ciudadano usuario fue a quejarse de que el sofá calentaba demasiado. Y tenía razón. Yo mismo lo verifiqué.
– Algún defecto de fabricación.
– Sí. Probablemente. La temperatura está demasiado alta. En otras circunstancias, y fue también lo que el médico dijo, sería un caso de fiebre.
– Bien. No es novedad. Hace dos años supe de un caso igual. Un amigo mío tuvo que devolver a la fábrica un abrigo casi nuevo. Era imposible soportarlo puesto.
– ¿Y qué pasó después?
– Después, nada. La fábrica le entregó otro a cambio. No volvió a haber razón de queja.
Miró el reloj: todavía diez minutos. ¿Sería posible? Estaba dispuesto a jurar que en el momento en que se había arañado faltaban precisamente los mismos diez minutos. O había fallado esta vez su hábito de consultar el reloj al entrar en el edificio.
– ¿Puedo ver el sofá?
El enfermero abrió una puerta translúcida:
– Está ahí.
El sofá era grande, de cuatro cuerpos, ya con señales de uso, pero en buen estado general.
– ¿Quiere probar? -preguntó el enfermero.
El funcionario se sentó.
– ¿Qué le parece?
– Es muy desagradable, en verdad. ¿Vale la pena el tratamiento?
– Le estoy aplicando inyecciones cada hora. Por el momento no noto diferencia. Y es el momento de otra inyección.
Preparó la jeringuilla, aspiró en su interior el contenido de una gran ampolla y clavó rápidamente la aguja en el sofá.
– ¿Y si no se pone bueno? -preguntó el funcionario.
– El médico dirá. Éste es el tratamiento específico. Cuando no resulta, caso perdido, vuelve a la fábrica.
– Bien. Voy a mi trabajo. Gracias.
En el pasillo vio otra vez la hora. Continuaban faltando diez minutos. ¿Estaría parado el reloj? Lo acercó al oído: el tic tac sonaba con nitidez, aunque un poco amortiguado, pero las manecillas no se movían. Comprendió que iba a llegar muy atrasado. Detestaba eso. Es cierto que el público no se vería perjudicado, ya que el compañero a quien tendría que sustituir no podía abandonar el gabinete mientras él no llegase. Antes de empujar la puerta, echó una nueva mirada al reloj: lo mismo. Al oírlo entrar, el compañero se levantó, dijo algunas palabras a las personas que aguardaban detrás de la ventanilla, del lado de fuera, y la cerró. Era el reglamento. La sustitución de los funcionarios se hacía con brevedad, pero siempre a puerta cerrada.
– Viene tarde.
– Creo que sí. Disculpe.
– Pasan quince minutos de la hora. Voy a tener que comunicarlo.
– Sin duda. Mi reloj se ha parado. Ha sido por su causa. Pero lo que es extraño es que continúa funcionando.
– ¿Continúa funcionando?
– ¿No lo cree? Véalo.
Miraron los dos el reloj.
– Realmente es extraño.
– Mire las manecillas. No se mueven. Pero se oye el tic tac.
– Sí, se oye. No comunicaré el retraso, pero me parece que debe informar a la superioridad de lo que sucede con su reloj.
– Evidentemente.
– Ha habido bastantes casos extraños en estas últimas semanas.
– El gobierno está atento y sin duda va a tomar medidas.
Alguien golpeó en la placa lechosa de la ventanilla. Los dos funcionarios firmaron el registro de salida y entrada.
– Cuidado con la puerta principal -avisó el que se quedaba.
– ¿Se ha arañado? Entonces ha sido el tercero hoy.
– ¿Y se ha enterado de la fiebre del sofá?
– Todos lo saben.
– Es extraño, ¿verdad?
– Sí, aunque no sea raro. Hasta el lunes.
– Buen fin de semana.
Abrió la ventanilla. Había apenas tres personas esperando. Pidió disculpas, como determinaba el reglamento, y recibió de la primera -un hombre alto, bien vestido, de media edad- la tarjeta de identificación. La introdujo en el verificador, analizó las señales luminosas que aparecieron y devolvió la tarjeta:
– Muy bien. ¿Qué desea? Por favor, sea breve.
Eran también frases que el reglamento estipulaba. El cliente respondió sin dudar:
– Seré breve. Deseo un piano.
– Actualmente no hay muchos pedidos de ese objeto. Dígame si es indispensable.
– ¿Hay dificultades excepcionales?
– Sólo las de materias primas. ¿Para cuándo lo quiere?
– Dentro de quince días.
– Casi sería más fácil darle la luna ahora mismo. Un piano exige material muy calificado, de alta calidad, o rareza, si prefiere que me exprese así.
– Ese piano es para un regalo de cumpleaños. ¿Entiende?
– Claro. Podría, sin embargo, haber venido a hacer su pedido antes.
– No me fue posible. Le recuerdo que soy un ciudadano usuario de las primeras prioridades.
Al mismo tiempo que decía estas palabras el usuario abrió la mano derecha, con la palma hacia arriba, mostrando una C verde tatuada en la piel. El funcionario miró la letra, después la pantalla que conservaba aún las señales verificadas y movió la cabeza afirmativamente:
– He tomado buena nota. Tendrá su piano dentro de quince días.
– Muchas gracias. ¿Quiere que lo pague todo o basta una señal?
– Basta una señal.
El usuario sacó la cartera del bolsillo y puso el dinero necesario encima del mostrador. Los billetes eran rectángulos de material fino y flexible, de color único pero con tonalidades diferentes, como diferentes eran también los pequeños rostros emblemáticos que los distinguían. El funcionario los contó. Cuando los reunía para guardarlos en la caja, uno de ellos se enrolló súbitamente y le apretó un dedo. El cliente dijo:
– Me pasó lo mismo hoy. La fábrica de moneda debería ser más rigurosa en la fabricación de sus billetes.
– ¿Ha presentado un escrito?
– Naturalmente, como era mi deber.
– Muy bien. Los servicios de inspección podrán confrontar las dos participaciones, la suya y la mía. Aquí tiene los documentos. El día señalado diríjase al servicio de entregas. Pero como su prioridad es C, creo que el piano le será llevado a casa.
– Así ha sucedido siempre con mis pedidos. Buenas tardes.
– Buenas tardes.
Cinco horas después, el funcionario estaba otra vez ante la puerta principal. Extendió la mano derecha hacia el picaporte, calculó bien la distancia y, con un movimiento rapidísimo, abrió la puerta y pasó al otro lado, a salvo. La puerta, con un sonido apagado que parecía un suspiro, obedeció al amortiguador y se cerró muy despacio. Era casi de noche. Trabajar en el segundo turno daba algunas satisfacciones: clientela superior, suministros de calidad, y la posibilidad de quedarse en la cama más tiempo por la mañana, aunque en invierno, con los días cortos, fuese un poco deprimente salir del interior bien iluminado al crepúsculo, demasiado temprano y también demasiado tarde. Pero ahora, a pesar de que el cielo estuviese anormalmente cubierto, hacía una buena temperatura de fines de verano y era agradable el pequeño paseo.