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Cuando a la mañana siguiente salió de casa, se encontró en el descansillo a algunos vecinos que conversaban. El ascensor había vuelto a funcionar. Menos mal, decían todos, porque eran ahora veinte los escalones que faltaban, contando sólo los tramos de escalera hasta la planta baja. Hacia arriba faltaban muchos más. Los vecinos estaban preocupados y pidieron informaciones al funcionario del sre. Este opinó que la situación continuaría agravándose durante algún tiempo, pero que no tardaría en normalizarse. Después se entraría en la recuperación.

– Todos sabemos que ha habido crisis de comportamiento. Errores de fabricación, mala planificación, presión insuficiente, defectos de las materias primas. Y siempre ha sido remediado todo.

Una vecina recordó:

– Pero nunca hubo una crisis tan grave y durante tanto tiempo. ¿Adónde vamos a parar si los oumis continúan así?

Y su marido (prioridad E):

– Si el gobierno. no se pone manos a la obra, se elige otro más enérgico.

El funcionario estuvo de acuerdo y se metió en el ascensor. Antes de ponerse éste en movimiento, la vecina le previno:

– Sepa que no va a encontrar la puerta de nuestra finca. Desapareció esta noche.

Cuando el funcionario salió del ascensor al vestíbulo, le causó un choque el vacío cuadrangular que se abría ante él. No había otra señal de la puerta a no ser, en las jambas, los agujeros donde antes habían estado clavados los goznes. Ningún vestigio de violencia, ningún fragmento. Pasaba gente por la calle, pero no se detenían. Al funcionario le pareció casi ofensiva esta indiferencia, pero la entendió cuando llegó a la acera: no faltaba tan sólo la puerta de su casa, faltaban otras puertas a los dos lados de la calle. Y no sólo puertas. Había tiendas con toda la fachada al aire, sin escaparates ni artículos. A una finca le faltaba por entero la fachada, como si hubiese sido cortada de arriba abajo por un cuchillo afiladísimo. Se veían los interiores, los muebles, algunas personas moviéndose al fondo, asustadas. Por una coincidencia inexplicable, todas las lámparas de los techos estaban encendidas: la finca parecía un árbol iluminado. En el primer piso se oía gritar a una mujer: «Mi ropa. ¿Dónde está mi ropa?» Y pasó desnuda por la habitación expuesta a la vista de la calle. El funcionario no pudo evitar una sonrisa, divertido, porque la mujer era gorda y mal hecha. Al iniciarse la semana, los servicios de abastecimientos comunes (sac) iban a estar sobrecargados. La situación se complicaba cada vez más. Menos mal que él pertenecía al sre. Bajó la calle, atento, según la petición del gobierno (g), a todas las cosas, tanto las fijas como las móviles, al acecho de la más pequeña señal de comportamiento sospechoso. Notó que otras personas procedían de la misma manera y esta demostración de conciencia cívica le confortó, aunque cada una de ellas fuese, por así decir, un rival para la prioridad C. «Habrá para todos», pensó.

De hecho, había mucha gente en la calle. La mañana estaba clara, llena de sol, una excelente mañana de playa o campo. O para quedarse en casa, gozando el reposo del fin de semana, si no fuese obvio que las casas perdían seguridad, no en el sentido estricto, pero sí al menos en ese otro que no debe ser olvidado en circunstancia alguna: el decoro. Aquella finca que se había quedado sin la fachada entera, cercenada, no era un espectáculo agradable de ver: todos aquellos interiores ofrecidos así a los ojos de quien transitaba por la calle, y la mujer gorda pasando, quizá inconsciente, sin un sencillo hilo de ropa encima del cuerpo y preguntando (¿a quién?) por ella. Se puso a sudar frío, al pensar cómo se sentiría vejado si la fachada de su finca también desapareciese y él tuviese que mostrarse a la vista de todos (incluso vestido) sin el resguardo opaco, comprimido, denso, que le defendía del frío y del calor y de la curiosidad de sus conciudadanos. «Tal vez», pensó, «todo esto sea resultado de la mala calidad de fabricación. Si así fuera, menos mal, el caso era de agradecer. Las circunstancias liberan a la ciudad del material deficiente y el gobierno (g) llega a saber, sin lugar a dudas, sin equívocos, lo que debe remediar y cómo, y de todo esto sacar lecciones para el futuro. La mínima contemporización es un crimen. Es necesario defender a la ciudad y a los ciudadanos usuarios». Se acercó a un quiosco para comprar el periódico. El dueño del puesto charlaba desde el interior con dos clientes:

– …y murieron todos. La radio (r) aún no ha dado la noticia, pero lo sé de buena tinta. Un cliente que estuvo aquí hace media hora, o menos, vive exactamente al lado y lo vio.

El funcionario del sre preguntó:

– ¿De qué están hablando?

Y abrió la mano, con un gesto que quería parecer casual, pero que era, siempre, un medio de ejercer presión sobre los interlocutores: allí nadie parecía tener prioridad superior a la H. El dueño del quiosco repitió su historia:

– Estaba contando lo que un cliente me dijo. En la calle donde vive desapareció una finca entera, y las personas que vivían en ella fueron encontradas todas muertas, sobre la tierra. Completamente desnudas. Ni anillos tenían. Lo más extraño es que haya desaparecido la finca por completo, hasta los cimientos. Quedó sólo el hueco.

La noticia era grave. Defectos de puertas, desaparición de buzones o de jarras, en fin, se soportaba. Se admitía incluso que la fachada de una finca se volatilizase. Muertos, no. En tono oficial (los tres hombres, con gestos que igualmente significaban distracción o casualidad, habían vuelto hacia arriba las palmas de las manos: el dueño del quiosco era de prioridad L, uno de los clientes se beneficiaba de la prioridad I, el otro se las ingeniaba para no exhibir demasiado su N), expresó, compartió su cívica indignación:

– A partir de ese acontecimiento, es la guerra. La guerra sin cuartel. No creo que el gobierno (g) tolere agresiones y, mucho menos, asesinatos. El camino es el de las represalias.

El cliente I, apenas un grado inferior, osó expresar una duda mínima:

– Lo malo es que los efectos de las represalias vienen siempre a caer sobre nosotros.

– Sí, tiene razón. Pero sólo temporalmente. No lo olvide, sólo temporalmente.

El dueño del quiosco:

– Así ha sido siempre, es un hecho.

El funcionario cogió un periódico y pagó. Fue al hacer este movimiento cuando se acordó de que no se había quitado la película biológica que el enfermero había puesto en su mano derecha. No tenía importancia, podía quitarla en cualquier momento. Saludó, salió y recorrió toda la calle, hasta la avenida. Las personas que pasaban a su lado conversaban animadamente, se reunían en pequeños grupos. Algunas mostraban una cara preocupada, otras tenían el aspecto de quien había dormido mal o no dormido siquiera. Se aproximó a un grupo numeroso donde hablaba un oficial de las fuerzas militarizadas (fm):

– Debemos evitar el pánico. Ésa es la primera regla -decía-. La situación está controlada, las tres armas están atentas, no diré por precaución, que no se justificaría, la policía de seguridad industrial interna (psii) ha tomado cartas en el asunto en todos los aspectos y niveles. Se recomienda a los ciudadanos usuarios que no salgan de casa sin documentos de identificación.

Algunos de los circunstantes se llevaron las manos al bolsillo, oyeron un poco más y se apartaron con cierta precipitación: eran todos los que se habían dejado los documentos personales en casa. El funcionario entró en un café, se sentó, pidió, contra sus hábitos discretos, una bebida fuerte y, hecho todo eso, extendió el periódico encima de la mesa. Había una declaración conjunta del ministerio del interior (mi) y del ministerio de industria (mi), reuniendo y desarrollando las notas oficiosas (no) anteriores. El título principal, de lado a lado de la página, garantizaba: «La situación no ha empeorado en las últimas veinticuatro horas.» El funcionario, nerviosamente, murmuró: «¿Y por qué razón debería haber empeorado?» Hojeó el periódico: un pequeño caos; noticias de deficiencias, de mal funcionamiento, de desapariciones. De muertos no se hablaba. Una fotografía impresionó al funcionario: mostraba una calle en la que todo un lado había desaparecido, como si nunca hubiesen existido allí construcciones. Tomada, por lo que parecía, desde lo alto de otro edificio, la imagen mostraba el laberinto de los huecos, una larga franja dividida en espacios rectangulares, como un juego de niños. «¿Y los muertos?», pensó, acordándose de la conversación en el quiosco. No había referencia a muertos. ¿Estaría la prensa ocultando la gravedad de la situación? Miró alrededor, volvió los ojos hacia el techo. «¿Y si este edificio desapareciese ahora?», se preguntó de súbito a sí mismo. Sintió el sudor frío en la frente, una opresión en el estómago. «Soy demasiado imaginativo. Siempre lo he sido, lo cual me ha perjudicado.» Llamó al camarero para pagar y, mientras le daba la vuelta, le preguntó apuntando al periódico: