– ¿Qué le parece eso?
Sin intentar que el movimiento pareciese natural, abrió la mano. El camarero, que, como había podido ver antes, tenía la letra R, se encogió de hombros:
– Oiga, si quiere que se lo diga, no me importa nada. Hasta me parece divertido.
El funcionario cogió la vuelta, sin una palabra, guardó el periódico. Después salió, con mucho aplomo, y buscó una cabina telefónica. Marcó el número de la policía de seguridad industrial interna (psii) y, cuando le atendieron, informó rápidamente que en la calle tal, café tal, un camarero así tenía un comportamiento sospechoso. ¿Qué comportamiento? Había dicho que no le importaba nada, que hasta le parecía divertido. Y añadió que estaba bien, que por él podía desaparecer todo. ¿Exactamente así? Exactamente así. No le fue pedida la identificación y él no la dio: seguro que informaciones de éstas, sueltas, no podrían valer una prioridad C. Pero era un buen principio. Salió de la cabina y se quedó por allí. Quince minutos después un automóvil oscuro se detuvo frente al café. Dos hombres armados salieron del coche y entraron en el establecimiento. Poco después volvieron a aparecer, llevando al camarero esposado. El funcionario suspiró, dio media vuelta y continuó su camino, silbando.
Al aire libre se sentía mejor. Estaba un poco sorprendido consigo mismo, con la naturalidad del impulso que le había hecho telefonear, con la paz de espíritu que había sentido al ver al camarero entre los policías de la psii, siendo empujado hacia el automóvil. «Servicio de la ciudad, deber de ciudadano», murmuró. «Si todos fuesen como yo, quizá esto no estuviese sucediendo. Cumplidor, de eso me enorgullezco. Es preciso ayudar al gobierno (g).» Las calles no presentaban grandes perjuicios, pero se notaba en la ciudad un general deterioramiento, como si alguien hubiese andado quitando pedacitos aquí y allá, como hacen con los bollos los niños: al principio, apenas se nota el estrago, y después se ve que el bollo pasó a no estar en condiciones de ser servido a las visitas. Pero había algunos daños serios (¿o debería decirse ausencias?). En el trozo final de la avenida, en una extensión de más de doscientos metros, todo el revestimiento del suelo había desaparecido. También debía de haber habido una fractura en la conducción subterránea del agua, si no, ¿cómo se explicaría el enorme cráter donde el lodo se revolvía a borbotones? Funcionarios del servicio de suministro de agua (ssa) abrían zanjas profundas a partir de los bordes del cráter, dejando a la vista las tuberías. Otros consultaban el mapa para saber dónde debería ser estancada el agua y desviada hacia otro ramal de la red. Había gran aglomeración de personas en el lugar. El funcionario del sre se aproximó para ver mejor y trabó conversación con uno de los espectadores:
– ¿Cuándo sucedió esto?
El ceremonial de las manos le mostró que su interlocutor era de la prioridad E.
– Esta noche. Fue muy desagradable, como ve. La calle desapareció con todo lo que había en ella. Hasta mi automóvil.
– ¿Su automóvil?
– Todos los automóviles. Todo. Semáforos. Buzones. Postes de alumbrado. Como lo está usted viendo. Afeitado a navaja.
– Pero el gobierno (g) no faltará con las indemnizaciones. Volverá a tener su coche.
– Seguro. Nadie lo duda. Pero ¿ha pensado que en este espacio, según los cálculos de la policía de tráfico urbano (ptu), había entre ciento ochenta y doscientos veinte automóviles? Y no sabemos si no habrá sucedido lo mismo en otras calles. ¿Le parece fácil resolver el problema?
– No, realmente no es fácil. Doscientos coches de indemnización, así, de repente, es un gasto. Se lo digo yo, que soy funcionario del sre.
El dueño del automóvil quiso saber su nombre, intercambiaron tarjetas. El agua había sido cortada, por fin, y el cráter apenas ondulaba con los últimos borbotones lodosos. El funcionario se apartó. Esta vez iba de verdad preocupado. Otros casos así y sería el caos en la ciudad.
Era la hora de comer. Estaba ahora en una parte de la ciudad que no conocía bien, por la cual raramente pasaba, pero seguramente no sería difícil encontrar un restaurante a la medida de sus posibilidades. Había pensado en volver a casa para comer, pero la situación justificaba un cambio de costumbres. Además, no le agradaba nada la idea de encerrarse entre cuatro paredes, en un edificio sin puerta de entrada y al que le faltaban escalones. Por lo menos. Otras personas (muchas) habrían pensado lo mismo. Las calles estaban abarrotadas de gente y en ciertos lugares llegaba a ser casi imposible transitar. El funcionario se contentó con un bocadillo y un refresco, todo masticado y bebido deprisa. Los restaurantes que había encontrado estaban casi desiertos, pero tuvo miedo de entrar. «Es ridículo», pensó sin tener conciencia de clasificar así su temor. «Si el gobierno (g) no toma precauciones rápidas, esto acabará mal.» Precisamente en ese instante un automóvil dotado de megafonía se detuvo en medio de la calle. Se oía amplificada la voz de la mujer que dentro del coche leía un papeclass="underline" «Atención, ciudadanos usuarios. El gobierno (g) informa a todos los habitantes que va a poner en práctica medidas rigurosas de prevención y castigo. Han sido realizadas algunas detenciones y se espera que durante el día la situación se normalice por completo. En las últimas horas apenas se han verificado casos de mal funcionamiento, pero ninguna desaparición. Los ciudadanos usuarios deberán mantenerse vigilantes, su colaboración es preciosa. La defensa de la ciudad no compete sólo al gobierno (g) y a las fuerzas militares y militarizadas (fmm). La defensa de la ciudad es responsabilidad de todos. El gobierno (g) registra y agradece la colaboración dada por muchos ciudadanos, pero recuerda que los beneficios de la vigilancia, resultantes de la presencia en masa en las calles y plazas, acaban por ser perjudicados por esa misma masa. Es necesario aislar al enemigo y no proporcionarle condiciones para ocultarse. Atención, por lo tanto. Nuestra tradicional costumbre de mostrar las palmas de las manos debe convertirse, a partir de este momento, en ley y deber. Todo ciudadano pasa a tener autoridad para exigir, repetimos, para exigir ver la palma de la mano de cualquier otro ciudadano, sea cual sea la prioridad de uno y de otro. La prioridad Z puede y debe exigir que la prioridad A muestre la palma de la mano. El gobierno (g) dará el ejemplo: esta noche, en la televisión (tv), todo el gobierno (g) irá a presentar la mano derecha a la población. Que todos hagan lo mismo. La consigna de orden en la situación actual es la siguiente: ¡vigilancia y mano abierta!» Los cuatro ocupantes del automóvil fueron los primeros en ejecutar la orden. Extendieron la mano derecha detrás de los cristales cerrados y siguieron adelante, mientras la mujer volvía al principio de la lectura. Excitado, el funcionario se volvió hacia el hombre que se apartaba:
– Enseñe la mano.
Y en seguida hacia una mujer:
– Enseñe la mano.
La enseñaron y a su vez lo exigieron. En pocos segundos, los centenares de hombres y mujeres que estaban parados o pasaban por la calle exhibían febrilmente las manos los unos a los otros, las levantaban para que todo el mundo en torno pudiese testificar. Y no pasó mucho hasta que todas las manos se agitaron en el aire, ansiosas, probando su inocencia. Nació así, al mismo tiempo por toda la ciudad, la práctica más inmediata y rápida de reconocimiento e identificación: las personas no necesitaban detenerse, se cruzaban unas con las otras, con el brazo extendido, doblando la mano por la muñeca, hacia arriba, y exhibiendo la palma marcada con la letra de prioridad. Era fatigoso, pero ahorraba tiempo.
Aunque el tiempo no faltase. La ciudad se movía aún, pero muy despacio. Nadie se atrevía ya a utilizar el metropolitano: los túneles daban miedo. Además, corría el bulo de que en una de las líneas habían desaparecido los revestimientos aislantes de la corriente, motivo por el cual el primer tren que había entrado en circulación había electrocutado a todos los pasajeros que viajaban en él. Quizá no fuese verdad, o del todo verdad, pero los pormenores abundaban. En la superficie las carreras de los autobuses eran cada vez más raras. Las personas se arrastraban por las calles, extendían el brazo, continuaban, cada vez más cansadas, sin saber adónde ir y dónde parar. En este sombrío estado de espíritu sólo había ojos para las señales de ausencia, o de destrucciones causadas por esa misma ausencia. De vez en cuando se veían camiones con tropas e incluso pasó una columna de tanques, con las orugas chirriando, arrancando grandes pedazos del revestimiento de las calzadas. Por el aire iban y venían helicópteros. Las personas se interrogaban unas a las otras ansiosamente: «¿Será tan grave la situación? ¿Será la revolución? ¿Habrá guerra? Pero los enemigos, ¿dónde están los enemigos?» Y, si no lo habían hecho antes, levantaban el brazo y mostraban la mano. Era por lo demás la diversión favorita de los niños: se precipitaban sobre los adultos como fieras, hacían muecas, gritaban: «¡Enseñe la mano!» Y si los adultos, irritados, después de haber obedecido escrupulosamente, exigían a su vez ver, rehusaban, sacaban la lengua o sólo la enseñaban de lejos. No tenía importancia ni por ahí vendría ningún maclass="underline" en todas ellas había una letra marcada, igual a la de los padres.