El funcionario del sre decidió regresar a su casa. Estaba exhausto hasta los huesos. Mal alimentado, se había puesto a imaginar el pequeño festín que iría a preparar en casa. Con la imaginación creció el hambre, se puso ansioso, poco le faltaba para salivar. Sin reflexionar, apresuró el paso y poco después corría ya. De repente se sintió brutalmente agarrado, empujado contra una pared. Cuatro hombres le preguntaban a gritos por qué corría, le sacudían, le abrían la mano por la fuerza. Después tuvieron que soltarle. Y él se desquitó mandándoles a todos que abriesen las manos, inmediatamente. Todos tenían prioridad inferior a la suya.
En su casa no parecía haber modificaciones. Faltaba la puerta de entrada, faltaban los escalones, pero el ascensor funcionaba. Cuando salió al descansillo y dio con la puerta de corredera, tuvo un rápido pensamiento que lo dejó temblando de pavor retrospectivo: ¿y si durante ese tiempo el ascensor se hubiese averiado, o deshecho en nada, y él de repente cayese, como aquellos muertos de los que había hablado el hombre del quiosco? Resolvió allí mismo que, mientras la situación no fuese aclarada, no utilizaría el ascensor, pero en seguida recordó que faltaban escalones, que bajar o subir por la escalera, ahora, era probablemente imposible. Dudaba en medio de ese dilema, con una atención enfermizamente exagerada, mientras recorría el descansillo, en dirección a su puerta, y fue en el silencio, con un pie firme y el otro suspendido, cuando notó el silencio de la finca, apenas cortado por pequeños y súbitos crujidos indefinibles. ¿Habría salido todo el mundo? ¿Se habrían ido todos a la calle de vigilancia, obedeciendo las órdenes del gobierno (g)? ¿O habrían huido? Apoyó despacio el pie en el suelo y aguzó el oído: la tos de alguien, en un piso más alto, le tranquilizó. Abrió la puerta con mucho cuidado y entró en su casa. Dio una vuelta por todas las habitaciones: todo en orden. Observó el interior del armario de la cocina, con la esperanza de que tal vez, por milagro, encontrase de nuevo la jarra en su lugar. No estaba. Sintió una gran angustia: esa pequeña pérdida personal hacía más grave el desastre que se había desatado sobre la ciudad, la calamidad colectiva que acababa de ver con sus propios ojos. Se acordó de que aún no hacía muchos minutos había sentido un hambre irracional. ¿Había perdido de repente el apetito? No, pero éste se había transformado en un casi dolor sordo del que nacían eructos secos, de vacío, como si las paredes del estómago se encogiesen y distendiesen alternativamente. Preparó un bocadillo que se comió de pie, en medio de la cocina, con los ojos un poco asustados, las piernas trémulas. Sentía que pisaba un suelo inestable. Se arrastró hasta la habitación, se echó incluso vestido encima de la cama y, sin darse cuenta, se durmió profundamente. El resto del bocadillo cayó al suelo, se abrió al caer, con la marca de los dientes en un extremo. La habitación resonó con tres estallidos violentos y, como si eso fuese una señal, empezó a torcerse, a agitarse, conservando sin embargo todas sus formas, sin ninguna alteración de sus partes o de la relación entre las mismas. Todo el edificio vibraba de arriba abajo. En los otros pisos hubo quien gritó.
Durante cuatro horas el funcionario durmió, sin cambiar de posición. Soñó que estaba desnudo dentro de un ascensor muy estrecho que subía por la finca arriba, rompía el techo, siempre por el aire arriba, como un cohete, y, de repente, desaparecía y él se quedaba suspendido en el espacio durante un tiempo que era simultáneamente una décima de segundo y una larguísima hora, o una eternidad, y que a continuación caía infinitamente, con los brazos y piernas abiertos, viendo desde lo alto la ciudad, o el lugar que ocupaba, porque no había casas ni calles, sino apenas un espacio vacío y desierto. Cayó violentamente en el suelo y golpeó en un lugar cualquiera con la mano derecha.
El dolor le hizo despertarse. La habitación ya estaba llena de una penumbra que parecía consistente como una niebla negra. Se sentó en la cama. Sin mirar, se frotó la mano derecha con la izquierda y tuvo un sobresalto al sentir una impresión pegajosa y tibia. Incluso antes de mirar, comprendió que era sangre. Pero ¿cómo era posible que sangrase de esa manera la pequeña herida que la puerta del sre le había hecho? Encendió la luz y miró: tenía el dorso de la mano en carne viva: toda la piel que la película regeneradora cubría había desaparecido. Medio atontado aún por el sueño y desorientado con el accidente imprevisto, se precipitó al baño, donde guardaba algunos productos de farmacia para tratamientos de urgencia. Abrió el armario y cogió un frasco. La sangre goteaba rápida sobre el suelo o en el interior de la manga de la chaqueta, según los movimientos. Parecía tratarse de una hemorragia seria. Abrió el frasco, empapó el pincel que estaba en un estuche separado y, cuando se preparaba para aplicar el líquido biológico, tuvo el presentimiento de que iba a cometer un error. ¿Y si después sucedía lo mismo? Volvió a guardar el frasco, salpicándolo todo alrededor de sangre. No había vendas en la casa. Era un material que prácticamente había dejado de ser usado, igual que las compresas y las tiritas, a partir de la comercialización del líquido biológico regenerativo. Corrió al dormitorio, abrió el cajón donde tenía las camisas y rasgó de una de ellas una larga tira. Auxiliándose con los dientes, consiguió envolver la mano y apretar con fuerza. Al cerrar el cajón, vio el resto del bocadillo. Se inclinó para cogerlo, juntó los pedazos y, sentado en la cama, comió despacio, ya sin hambre, sólo por una especie de obligación que no quería discutir.
Cuando tragaba el último bocado fue cuando notó la mancha oscura que la sombra de un mueble casi escondía. Se aproximó, intrigado, pensando confusamente que, cuando por fin pudiese comprar la moqueta, todas esas imperfecciones del suelo desaparecerían. La mancha roja se había visto sorprendida (podía jurarlo) en lo que parecía ser un movimiento interrumpido. El funcionario extendió la punta del pie y la volvió. Ya sabía lo que iba a encontrar: del otro lado era la película que le había sido untada en el dorso de la mano, y lo rojo era la sangre, la sangre que había forrado por dentro la piel allí pegada. Entonces pensó que lo más probable era que nunca pudiese llegar a comprar la moqueta. Cerró la puerta de la habitación y se dirigió a la sala de estar. Parecía sereno, sosegado, pero dentro de sí el pánico giraba, por el momento todavía despacio, como un pesado disco armado de púas extensibles que no tardarían en herirle. Encendió la televisión y, mientras el aparato se calentaba, fue hasta la ventana que había dejado abierta desde por la mañana y así había permanecido todo el día. La tarde tocaba a su fin. Había mucha gente en la calle, pero nadie hablaba, no había grupos. Las personas parecían caminar al azar, sin destino, se limitaban a extender los brazos y a mostrar la mano derecha. Visto desde arriba, en aquel silencio, el espectáculo podría dar ganas de reír: los brazos subían y bajaban, las manos, blancas, con las manchas verdes de las letras, hacían un movimiento rápido y después caían, para repetirse el movimiento íntegro algunos pasos más adelante. Eran como dementes con una idea fija en la alameda de un manicomio.
El funcionario volvió al aparato de televisión (tv). Sentadas a una mesa que era el arco de un círculo había cinco personas con aspecto grave. Incluso antes de conseguir distinguir las palabras, las primeras, notó que la imagen estaba siendo constantemente interrumpida y con ella el sonido. Era el locutor que hablaba: