– …mos con nosotros especialis… logía, seguridad industrial, operacionalidad biológica, pro… vir… ad…
Durante casi media hora la pantalla del televisor relampagueó, soltó palabras entrecortadas, a veces una frase que podía estar completa sin dar, no obstante, la seguridad de que lo estuviera. El funcionario se quedó ahí, sin tener la certeza él mismo de querer saber lo que estaría siendo dicho, sino porque se había habituado a estar sentado en frente del televisor (tv), y por ahora no podía hacer otra cosa. Si alguna vez llegaba a poder. Quería ver al gobierno (g) enseñar la mano, no porque el acto tuviese importancia, remediase los males de la ciudad o fuese a probar cualquier especie de inocencia, si era de eso de lo que se trataba, sino quizá por la rareza de ver tantas prioridades A y B juntas. Entonces la imagen se fijó durante algunos segundos más, el sonido se mantuvo firme y una voz desde el televisor dijo:
– …parece que está probado que no ha habido desapariciones durante el día. El día se distingue tan sólo por deficiencias de funcionamiento, por irregularidades, por averías en general. Todas las desapariciones se han producido durante la noche.
El locutor preguntó:
– ¿Qué cree que se debe hacer durante el período nocturno?
El entrevistado:
– En mi opinión…
La imagen desapareció, el sonido se apagó, ahora definitivamente. La televisión había dejado de funcionar. El gobierno no mostraría las manos a la ciudad.
El funcionario volvió al dormitorio. Como ya esperaba (pero no sabría decir por qué lo esperaba), el pedazo de película regeneradora no se encontraba en el mismo sitio. Lo tocó otra vez con la punta del zapato, casi inconsciente de su gesto. Entonces oyó, en el interior de su cerebro, repetirse las palabras del locutor: «¿Qué cree que se debe hacer durante el período nocturno?» Sí, ¿qué se debía hacer durante la noche? No se oían estallidos ahora. Todo el edificio crujía ininterrumpidamente, como si estuviese siendo estirado por dos voluntades en direcciones contrarias. El funcionario rasgó otra tira de la camisa, envolvió mejor y con más fuerza la mano, sacó del cajón todo el dinero que poseía. Aunque hiciese calor, se puso el abrigo: por la noche el tiempo debía refrescar y él no volvería a casa mientras el día no naciese. «Todas las desapariciones se habían producido durante la noche.» Fue a la cocina, se hizo otro bocadillo que metió en un bolsillo, paseó los ojos por toda la casa y salió.
En el descansillo, antes de dirigirse al ascensor, gritó hacia arriba, por el hueco de la escalera:
– ¿Hay alguien?
Nadie respondió. Toda la finca parecía oscilar y crujía. «¿Y si el ascensor no funciona? ¿Cómo voy a salir de aquí?» Se vio saltando a la calle desde la ventana de su segundo piso, y respiró hondo, con alivio, cuando la puerta de corredera se abrió normalmente y la luz se encendió. Receloso, apretó el botón. El ascensor dudó, como si se resistiese al impulso eléctrico que recibía, y después, despacio, con sacudidas lentas, bajó hasta la planta baja. La puerta se atascó al ser movida, apenas dejó espacio para que se introdujera y pudiese pasar el cuerpo y, a mitad del movimiento, se distendió bruscamente, encajonándolo. El disco pesado del pánico, que giraba ya rápidamente, se convirtió en vértigo. De súbito, como si renunciase o le bastase la amenaza, la puerta cedió y se dejó abrir. El funcionario corrió hasta la calle. Era noche cerrada ya, pero las farolas se mantenían apagadas. Pasaban bultos en silencio, raras eran las personas que levantaban ahora las manos. Pero en un lugar o en otro aún había quien encendía un mechero o una linterna de bolsillo para inspeccionar. El funcionario volvió a la entrada del edificio. Necesitaba salir, no aguantaba sentir la finca encima de sí, pero alguien acabaría por exigirle que enseñase la mano y la tenía vendada, sangrando. Podían creer que la venda era un disfraz, una tentativa para ocultar la palma de la mano so pretexto de una herida. Sintió un escalofrío de miedo. Pero el crujido del edificio se volvía más fuerte. Algo iba a suceder. Olvidado de la mano durante un segundo, saltó a la calle. Le dieron unas ganas casi irreprimibles de correr, pero se acordó de lo que le había sucedido por la tarde y, con la mano en ese estado (otra vez se acordó de la mano, y ahora hasta el final), comprendió hasta qué punto su situación era peligrosa. Esperó en la oscuridad un momento en el que hubiese menos figuras y menos mecheros y linternas encendiéndose y apagándose, y entonces, pegado a la pared, se apartó. Recorrió toda la calle en la que vivía sin que nadie le interpelase. Cobró valor. Levantar el brazo se había vuelto absurdo en una ciudad en la que no había alumbrado público y las personas, fatigadas de una vigilancia sin resultado, desistían, poco a poco, de exigir la verificación de la palma de las manos.
Pero el funcionario no había contado con la policía (p). Al volver una esquina que daba a una gran plaza, tropezó con una patrulla. Intentó retroceder, pero fue sorprendido su movimiento por el haz de una linterna. Le mandaron detenerse. Si intentaba huir, sería hombre muerto. Se aproximó a la patrulla.
– Enseñe la mano.
El haz luminoso de la linterna incidió sobre el paño blanco.
– ¿Qué es eso?
– Me herí en el dorso de la mano y tuve que ponerme una venda.
Los tres policías le rodearon.
– ¿Una venda? ¿Qué cuento es ése?
¿Cómo podría explicar que el líquido biológico le había arrancado la piel que se movía ahora en la oscuridad de su habitación? (Se movía ¿hacia dónde?)
– ¿Por qué no puso líquido biológico en la herida? Si es que tiene ahí alguna herida -masculló uno de los policías.
– La tengo, sí señor, pero si quito la venda la sangre no para.
– Bien. Acabemos con esta conversación. Enseñe la mano.
– Pero…
– Enseñe la mano o le pegamos un tiro aquí mismo.
El policía más próximo, con violencia, metió los dedos por debajo de la venda y tiró brutalmente. La sangre pareció dudar y, en seguida, bajo la luz violenta de la linterna, afloró en toda la superficie desollada. El policía volvió hacia arriba la palma de la mano y la letra quedó a la vista.
– Puede seguir.
– Por favor, ayúdenme a sujetar la venda otra vez -imploró el funcionario.
Reacio, refunfuñando: «Esto no es un hospital», uno de los policías accedió. Y después:
– Sería preferible que se quedara en casa.
El funcionario, apenas reprimiendo las lágrimas de dolor y de autoconmiseración, murmuró:
– Pero mi casa…
– Pues sí -respondió el policía-. Váyase ya.
Al otro lado de la plaza había algunas luces. Dudó. ¿Seguir hacia allí, con el riesgo de encontrar en cualquier momento personas que le obligasen a mostrar la palma de la mano? Se estremeció de dolor, de miedo, de angustia. La herida ya era mayor. ¿Qué hacer? ¿Ir andando por la oscuridad, como tantos otros, a tientas, tropezando? ¿O volver a casa? Había perdido el entusiasmo de cazador cívico con el que había salido por la mañana. Apareciese lo que apareciese, si es que era posible ver algo en medio de la oscuridad, no intervendría, no llamaría a nadie para testimoniar o ayudar. Salió de la plaza por una calle larga con dos hileras de árboles que hacían más espesas las tinieblas. Por allí nadie le exigiría que mostrase la mano. Pasaba gente rápidamente, pero la rapidez no significaba que tuviesen dónde estar o supiesen adónde ir. Andar deprisa era apenas, en todos los sentidos, una fuga.
A los dos lados de la calle los edificios crujían y estallaban. Se acordaba de que al fondo, en un cruce, había un monumento con bancos todo alrededor. Iría a sentarse allí un momento, a pasar el tiempo, tal vez toda la noche: no tenía a donde ir, ¿qué haría? Nadie tenía a donde ir. Aquella calle, como todas las demás, era un caudal de gente. Se diría que la población de la ciudad había aumentado. Se estremeció al pensar en eso. Y no se sorprendió cuando verificó que el monumento había desaparecido también. Estaban ahí todavía los bancos y había algunas personas sentadas. Entonces el funcionario se acordó de su mano herida y dudó. De la oscuridad salieron otras personas que ocuparon todo el espacio vacío. No podía sentarse.
No quería sentarse. Volvió a la izquierda, hacia una calle que había sido estrecha, pero que tenía ahora largas y profundas aberturas a los lados, verdaderos fosos donde antes había habido fincas. Tuvo la impresión de que si fuese de día todos aquellos espacios aparecerían como perspectivas enfiladas unas en las otras, hacia el norte y hacia el sur, hacia el naciente y hacia el poniente, hasta los límites de la ciudad, si tal nombre aún tenía justificación. Eso le dio una idea: salir de la ciudad, ir hacia los alrededores, hacia el campo abierto, donde no había edificios que desaparecían, automóviles que se disipaban por centenares, cosas que cambiaban de lugar y después dejaban de estar allí y no estaban en ninguna parte. En el espacio que ocupaban quedaba apenas el vacío y de vez en cuando algunos muertos. Se llenó de ánimo: por lo menos huiría de la pesadilla que sería pasar una noche así, entre amenazas invisibles, andando de un lado para otro. Con la luz del día quizá por fin se encontrase el remedio a la situación. El gobierno (g) estaría sin duda estudiando el asunto. Había habido otros casos antes, aunque menos graves, y siempre se había encontrado solución. Nada de desesperaciones. El buen orden volvería a la ciudad. Una crisis, una simple crisis y nada más.