Fue en ese instante cuando oyó voces detrás de sí. Una voz de hombre y una voz de mujer. No conseguía entender lo que decían. Quizá una pareja de enamorados a los que la proximidad del bombardeo había excitado sexualmente. Pero las voces eran tranquilas. Y, de súbito, nítidamente, el hombre dijo:
– Esperamos un poco más.
Y la mujer:
– Hasta el último momento.
El funcionario sintió que los cabellos se le erizaban. Los oumis. Miró ansioso hacia la planicie. Vio que las personas continuaban aproximándose como hormigueros negros y quiso conquistar aquella gloria, la precedencia C. Rodeó silenciosamente el macizo de arbustos, después se agachó, casi a rastras por detrás de un grupo de árboles muy juntos. Esperó un poco y finalmente se levantó, despacio, y observó. El hombre y la mujer estaban desnudos. Había visto esa noche otros cuerpos así, pero éstos estaban vivos. Rehusaba aceptar lo que tenía ante los ojos, deseaba que fuesen ya las siete, que el bombardeo empezase. Por entre las ramas veía gente de la ciudad que se aproximaba rápidamente. Tal vez estuviesen ya al alcance de la voz. Gritó:
– ¡Venid! ¡Aquí hay oumis!
El hombre y la mujer se volvieron de un salto y corrieron hacia él. Nadie más le había oído y no hubo tiempo para una segunda llamada. Sintió las manos del hombre en torno al cuello, y las manos de la mujer sobre la boca, apretando. Y antes todavía tuvo tiempo de ver (como ya sabía) que las manos que lo iban a matar no tenían ninguna letra, eran lisas, sin nada más que la pureza natural de la piel.
El hombre y la mujer desnudos arrastraron el cuerpo hacia el interior del bosque. Otros hombres y otras mujeres, también desnudos, aparecieron y rodearon el cadáver. Cuando se apartaron, el cuerpo continuaba extendido en el suelo, también completamente desnudo. Ni siquiera los anillos, si los había tenido. Ni siquiera la venda. De la herida en el dorso de la mano corrió un poco de sangre, que en seguida se estancó y empezó a secarse.
Entre el bosque y la ciudad no había ya espacio libre, toda la población había ido a asistir a la gran acción militar de represalia. A lo lejos se oía un zumbido: los aviones se aproximaban. Los relojes que aún funcionaban iban a dar las siete, o a marcarlas silenciosamente en la esfera. El oficial que comandaba la artillería sostenía el micrófono para dar la orden de fuego. Centenas de millares de personas, un millón, casi no respiraban de ansiedad. Pero ningún tiro llegó a ser disparado. En el preciso instante en el que el oficial iba a gritar: «¡Fuego!», el micrófono le huyó de las manos. Inexplicablemente los aviones hicieron una curva cerrada y volvieron atrás. Esta fue apenas la primera señal. Un silencio absoluto se extendió sobre la planicie. Y de repente la ciudad desapareció. En su lugar, hasta perderse de vista, surgió otra multitud de mujeres y hombres, desnudos, salidos de lo que había sido la ciudad. Desaparecieron las piezas de artillería y todas las demás armas, y los militares se quedaron desnudos, rodeados por los hombres y por las mujeres que antes habían sido ropas y armas. En el centro, la inmensa mancha oscura de la población de la ciudad. Pero también ésta, en el instante sucesivo, se metamorfoseó y multiplicó. La planicie se volvió súbitamente clara cuando el sol nació.
Fue entonces cuando del bosque salieron todos los hombres y mujeres que allí se habían escondido desde que la revuelta había comenzado, desde el primer oumi desaparecido. Y uno de ellos dijo:
– Ahora es necesario reconstruirlo todo. Y una mujer dijo:
– No teníamos otro remedio, puesto que las cosas éramos nosotros. No volverán los hombres a ser puestos en el lugar de las cosas.
CENTAURO
El caballo se detuvo. Los cascos sin herraduras se afirmaron en las piedras redondas y resbaladizas que cubrían el fondo casi seco del río. El hombre apartó con las manos, cautelosamente, las ramas espinosas que le tapaban la visión hacia el lado de la planicie. Amanecía ya. A lo lejos, donde las tierras subían, primero en suave pendiente, como creía recordar, sí eran allí iguales al paso por donde había descendido muy al norte, después abruptamente cortadas por un espinazo basáltico que se convertía en muralla vertical, había unas casas a aquella distancia bajísimas, rastreras, y unas luces que parecían estrellas. Sobre la montaña, que cerraba todo el horizonte por aquel lado, se veía una línea luminosa, como si una pincelada sutil hubiese recorrido las cimas y, húmeda, poco a poco se derramase por la vertiente. Por allí saldría el sol. El hombre soltó las ramas con un movimiento descuidado y se arañó: soltó un ronquido inarticulado y se llevó el dedo a la boca para chupar la sangre. El caballo reculó golpeando las patas, barrió con la cola las hierbas altas que absorbían los restos de la humedad aún conservada en la orilla del río por el abrigo que las ramas pendientes formaban una cortina negra a aquella hora. El río estaba reducido al hilo de agua que corría en la parte más honda del lecho, entre piedras, de trecho en trecho formando charcos donde sobrevivían ansiosos peces. Había en el aire una humedad que anunciaba lluvia, tempestad, seguramente no ese día, sino al siguiente, o pasados tres soles, o en la próxima luna. Muy lentamente el cielo aclaraba. Era hora de buscar un escondrijo, para descansar y dormir.
El caballo tenía sed. Se aproximó a la corriente de agua que estaba detenida bajo la plancha de la noche y, cuando las patas delanteras sintieron la frescura líquida, se echó en el suelo, de lado. El hombre, con el hombro apoyado en la arena áspera, bebió largamente, aunque no tuviese sed. Por encima del hombre y del caballo, la parte aún oscura del cielo rodaba despacio, arrastrando detrás de sí una luz pálida, apenas por el momento amarillenta, primero y, si no se conoce, engañador anuncio del carmín y del rojo que después explotarían por encima de la montaña, como en tantas otras montañas de tan diferentes lugares había visto ocurrir o en lo llano de las planicies. El caballo y el hombre se levantaron. Enfrente estaba la espesa barrera de los árboles, con defensas de zarzas entre los troncos. En lo alto de las ramas ya piaban los pájaros. El caballo atravesó el lecho del río con un trote inseguro y quiso entrar por la fuerza en lo enmarañado vegetal, pero el hombre prefería un paso más fácil. Con el tiempo, y había tenido mucho mucho tiempo para eso, había aprendido las maneras de moderar la impaciencia animal, algunas veces oponiéndose a ella con una violencia que explotaba y continuaba toda en su cerebro, o quizá en un punto cualquiera del cuerpo donde entrechocaban las órdenes que del mismo cerebro partían y los instintos oscuros alimentados tal vez entre los flancos, donde la piel era negra; otras veces cedía, desatento, a pensar en otras cosas, cosas que sí eran de este mundo físico en el que estaba, pero no de este tiempo. El cansancio había convertido al caballo en nervioso: la piel se estremecía como si quisiese sacudir un tábano frenético y sediento de sangre, y los movimientos de las patas se multiplicaban innecesarios y aún más fatigosos. Habría sido una imprudencia intentar abrir camino a través de lo entrelazado de las zarzas. Había demasiadas cicatrices en el pelo blanco del caballo. Una de ellas, muy antigua, trazaba en la grupa un rastro largo, oblicuo. Cuando el sol golpeaba fuerte, a plomo, o cuando, al contrario, el frío sacudía y erizaba el pelo, era como si allí, faja sensible y desprotegida, se asentase incandescente el filo de una espada. A pesar de saber muy bien que no iba a encontrar nada, a no ser una cicatriz mayor que las otras, el hombre, en esas ocasiones, torcía el tronco y miraba hacia atrás, como hacia el fin del mundo.
A corta distancia, hacia la desembocadura, la orilla del río se recogía hacia el interior del campo: había sin duda allí una albufera, o sería un afluente, igual de seco o aún más. El fondo era lodoso, tenía pocas piedras. Alrededor de esta especie de bolsa, al final simple brazo del río que se henchía y desaguaba con él, había árboles altos, negros, bajo la oscuridad que sólo lentamente se iba levantando de la tierra. Si la cortina de los troncos y de las ramas caídas fuese suficientemente densa, podría pasar allí el día, bien escondido, hasta que fuese otra vez de noche y pudiese continuar su camino. Apartó con las manos las hojas frescas e, impelido por la fuerza de los jarretes, venció el ribazo en la oscuridad casi total que las copas abundantes de los árboles defendían en aquel lugar. Inmediatamente a continuación el terreno volvía a descender hacia una zanja que, más adelante, probablemente, atravesaría el campo al descubierto. Había encontrado un buen escondrijo para descansar y dormir. Entre el río y la montaña había campos de cultivo, tierras roturadas, pero aquella zanja, profunda y estrecha, no mostraba señales de ser lugar de paso. Dio algunos pasos más, ahora en completo silencio. Los pájaros, asustados, observaban. Miró hacia arriba: vio iluminadas las puntas altas de las ramas. La luz rasante que venía de la montaña rozaba ahora la alta franja vegetal. Los pájaros habían empezado a gorjear otra vez. La luz descendía poco a poco, polvo verdoso que se convertía en rosado y blanco, neblina sutil e inestable del amanecer. Los troncos negrísimos de los árboles, contra la luz, parecían tener apenas dos dimensiones, como si hubiesen sido recortados de lo que quedaba de la noche y pegados sobre la transparencia luminosa que se sumergía en la zanja. El suelo estaba cubierto de espadañas. Un buen sitio para pasar el día durmiendo, un refugio tranquilo.