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Pero, cuando ella desapareció en la escalera, volvió a imaginarse rodeado de gente, la fotografía en los periódicos, la vergüenza de haberse orinado por las piernas abajo, y esperó todavía unos minutos. Y mientras arriba su mujer hacía llamadas telefónicas a todas partes, a la policía, al hospital, luchando para que creyesen en ella y no en su voz, dando su nombre y el de su marido, y el color del coche, y la marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y las imaginaciones, y encendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar, el automóvil ya había desaparecido y la rata se había escurrido del bordillo de la acera, por fin, y rodaba por la calle inclinada, arrastrada por el agua que corría de los desagües. La mujer gritó, pero las personas tardaron en aparecer y fue muy difícil de explicar.

Hasta el anochecer el hombre circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin existencias, poniéndose en colas de espera sin haberlo decidido, ansioso porque el dinero se le acababa y no sabía lo que podría suceder cuando no tuviese más dinero y el automóvil parase al lado de un surtidor para recibir más gasolina. Eso no sucedió, simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y las colas de espera que aún se veían tan sólo aguardaban al día siguiente, y entonces lo mejor era huir para no encontrar gasolineras aún abiertas, para no tener que parar. En una avenida muy larga y ancha, casi sin otro tránsito, un coche de la policía aceleró y le adelantó y, cuando le adelantaba, un guardia le hizo señas para que se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó detrás de sí la sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde, un motociclista uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su coche, dio un ronquido, un arranque poderoso, y salió, de un salto, hacia delante, hacia el acceso a una autopista. La policía le seguía de lejos, cada vez más lejos, y cuando la noche cerró no había señales de ellos y el automóvil rodaba por otra carretera.

Sentía hambre. Se había orinado otra vez, demasiado humillado para avergonzarse. Y deliraba un poco: humillado, himollado. Iba declinando sucesivamente, alternando las consonantes y las vocales, en un ejercicio inconsciente y obsesivo que le defendía de la realidad. No se detenía porque no sabía para qué iba a parar. Pero, de madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un acuerdo de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno. Dos veces habló bajito cuando el asiento le sujetó, dos veces intentó convencer al automóvil para que le dejase salir por las buenas, dos veces en el descampado nocturno y helado, donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir.

Toda la noche viajó, sin saber por dónde. Atravesó poblaciones de las que no vio el nombre, recorrió largas rectas, subió y bajó montes, hizo y deshizo lazos y desenlazos de curvas, y cuando la mañana empezó a nacer estaba en cualquier parte, en una carretera arruinada, donde el agua de la lluvia se juntaba en charcos erizados en la superficie. El motor roncaba poderosamente, arrancando las ruedas al lodo, y toda la estructura del coche vibraba, con un sonido inquietante. La mañana abrió por completo, sin que el sol llegara a mostrarse, pero la lluvia se detuvo de repente. La carretera se transformaba en un simple camino que adelante, a cada momento, parecía perderse entre piedras. ¿Dónde estaba el mundo? Ante los ojos estaba la sierra y un cielo asombrosamente bajo. Dio un grito y golpeó con los puños cerrados el volante. Fue en ese momento cuando vio que el puntero del depósito de gasolina estaba encima del cero. El motor pareció arrancarse a sí mismo y arrastró el coche veinte metros más. La carretera aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se había acabado.

La frente se le cubrió de sudor frío. Una náusea se apoderó de él y le sacudió de la cabeza a los pies, un velo le cubrió tres veces los ojos. A tientas, abrió la puerta para liberarse de la sofocación que le llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque el motor se había muerto, el cuerpo colgó hacia el lado izquierdo y se escurrió del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado sobre las piedras. La lluvia había empezado a caer de nuevo.

REFLUJO

En un principio, pues todo necesita tener un principio, incluso siendo ese principio aquel punto final que no se puede separar de él, y decir «no puede» no es decir «no quiere» o «no debe», es el extremo no poder, porque si tal separación se pudiese, es sabido que todo el universo se desmoronaría, puesto que el universo es una construcción frágil que no aguantaría soluciones de continuidad, en un principio se abrieron cuatro caminos. Cuatro carreteras largas acuartelaron el país, arrancando cada una de ellas de su punto cardinal, en línea recta o apenas curva por obediencia a la curvatura terrestre, y para eso tan rigurosamente cuanto es posible perforando las montañas, apartando las planicies y venciendo, equilibradas sobre pilares, los ríos y los valles que algunas veces tienen ríos también. A cinco kilómetros del sitio donde se cruzarían si ése hubiese sido el deseo de los constructores, o mejor dicho, si ésa hubiese sido la orden que de la persona real en el momento propicio hubieran recibido, las carreteras se plurifurcaron en una red de vías todavía principales y después secundarias, como gruesas arterias que para seguir adelante tuvieran que metamorfosearse en venas y en capilares, y dicha red se encontró inscrita en un cuadrado perfecto, obviamente con diez kilómetros de lado. Este cuadrado, que también en principio -guardada por idénticas razones la observación universal que abre el relato, había empezado por ser cuatro hileras de marcas de agrimensura dispuestas en el suelo, vino a convertirse más tarde, cuando las máquinas que abrían, alisaban y empedraban las cuatro carreteras apuntaron en el horizonte, venidas, como ha sido dicho, de los cuatro puntos cardinales- en un muro alto, cuatro lienzos de muro que, se vio en seguida y ya antes en las planchetas de dibujo, se sabía que delimitaban cien kilómetros cuadrados de terreno liso, o alisado, porque algunas operaciones de excavación hubo que hacer. Terreno cuya elección respondía a la primordial necesidad de equidistancia de aquel lugar con las fronteras, justicia relativa que después vino a ser afortunadamente confirmada por un elevado tenor de cal que ni los más optimistas osaban prever en sus planos cuando les fue pedida su opinión: todo esto vino a resultar a mayor gloria de la persona real, como desde la primera hora debería haber sido previsto si se hubiese prestado más atención a la historia de la dinastía: todos los reyes de la misma habían tenido siempre razón, y los otros mucho menos, conforme se mandó escribir y quedó escrito. Una obra así no podría ser hecha sin una fuerte voluntad y sin el dinero que permite tener voluntad y esperanza de satisfacerla, razón por la cual los cofres del país pagaban a toca teja las cuentas de la gigantesca empresa, para la cual, naturalmente, en su momento había sido ordenada una derrama general que alcanzó a toda la población, no según el nivel de las ganancias de cada ciudadano sino en función, en orden inverso, de la esperanza de vida, como se explicó ser de justicia y fue comprendido por todo el mundo: cuanto más avanzada la edad, más alto el impuesto.

Muchos fueron los hechos notables en obra de tal envergadura, muchas las dificultades, no pocas las víctimas mandadas por delante después de soterradas, caídas de alturas y gritando inútilmente en el aire, o segadas de súbito por la insolación, o de repente congeladas quedándose de pie, linfa, orina y sangre de piedra fría. Todas mandadas por delante. Pero la expresión del genio, la inmortalidad provisional, quitando la que, por inherencia, estaba por más tiempo asegurada al rey, cayó en suerte y merecimiento al discreto funcionario que fue del parecer de que eran dispensables los portones que, de acuerdo con el proyecto original, deberían cerrar los muros. Tenía razón. Habría sido absurdo construir y colocar portones que deberían estar siempre abiertos, a todas las horas del día y de la noche. Gracias al atento funcionario algunos dineros llegaron a ahorrarse, los que hubieran correspondido a veinte portones, cuatro principales y dieciséis secundarios, distribuidos igualmente por los cuatro lados del cuadrado y según una disposición lógica en cada uno: el principal en el medio y dos en cada parte del muro lateral. No había por lo tanto puertas, sino aberturas donde terminaban las carreteras. Los muros no necesitaban de los portones para mantenerse de pie: eran sólidos, gruesos en la base hasta la altura de tres metros, y después adelgazando en escalera hasta la cima, a nueve metros del suelo. Excusado sería añadir que las entradas laterales eran servidas por ramales que derivaban de la carretera principal a distancia conveniente. Excusado sería igualmente añadir que este esquema, geométricamente tan simple, estaba ligado, por medio de enlaces apropiados, a la red de ferrocarril general del país. Si todo va a dar a todas partes, todo iría a dar allí.