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La construcción, cuatro muros servidos por cuatro carreteras, era un cementerio. Y este cementerio iba a ser el único del país. Así había sido decidido por la persona real. Cuando la suprema grandeza y la suprema sensibilidad se reúnen en un rey, es posible un cementerio único. Grandes son todos los reyes, por definición y nacimiento: incluso si alguno no lo quisiese ser, en vano lo querría (hasta las excepciones de otras dinastías las son entre iguales). Pero sensibles lo serán o no, y aquí no se habla de aquella común, plebeya sensibilidad que se expresa con una lágrima en un rincón de los ojos o con un temblor irreprimible de los labios, sino de otra sensibilidad que sólo esta vez, y en este grado, aconteció en la historia del país y no se ha averiguado aún si del mundo: la sensibilidad por incapacidad de soportar la muerte o la simple vista de sus aparatos, accesorios y manifestaciones, sea el dolor de los parientes o las señales mercantiles del luto. Así era este rey. Como todos los reyes, y también los presidentes, tenía que viajar, visitar sus dominios, acariciar a las criaturas que el protocolo previamente escogía para el efecto, recibir las flores que la policía secreta antes había investigado en busca de veneno o bomba, cortar algunas cintas de colores firmes y no tóxicos. Todo esto y aún más hacía el rey de buen grado. Pero en cada viaje sufría mil sufrimientos: muerte, por todas partes muerte, señales de muerte, la punta aguda de un ciprés, el faldón negro de una viuda y, no pocas veces, dolor insoportable, el inesperado cortejo fúnebre que el protocolo imperdonablemente había ignorado o que por retraso o adelanto surgía en la hora más que todas respetable en la que el rey estaba o iba pasando. Cada vez el rey, vuelto a su palacio con ansias, creía morir él mismo. Y fue por tanto padecer los dolores ajenos y por su propia aflicción, por lo que un día que estaba reposando en la terraza más alta del palacio y vio a lo lejos (porque ese día la atmósfera estaba limpia como nunca lo había estado en toda la historia no de aquella dinastía sino de toda aquella civilización) el resplandor de cuatro inconfundibles paredes blancas, tuvo la sencilla idea que vino a ser el cementerio único, central y obligatorio.

Para un pueblo que se había habituado, durante milenios, a enterrar a sus muertos prácticamente a la vista de los ojos y de las ventanas, fue una revolución terrible. Pero quien temía a las revoluciones pasó a temer el caos cuando la idea del rey, con aquel paso firme y largo que tienen las ideas, mayormente cuando son reales, llegó más lejos, llegó a lo que los maldicientes designaron como delirio: todos los cementerios del país deberían ser desescombrados de huesos y de restos, fuese cual fuese su grado de descomposición, y todo eso metido en orden en ataúdes nuevos que serían transportados y enterrados en el nuevo cementerio. A esta orden no escapaban siquiera las regias cenizas de los antepasados del soberano: un nuevo panteón sería construido, en estilo quizá inspirado en las antiguas pirámides egipcias, y allí, en su momento, cuando la vida del país volviese al antiguo y aprovechable sosiego, con todos los honores, por la carretera principal del norte siguiendo entre hileras respetuosas de habitantes, irían a dar, por fin última morada, los venerables huesos de todo cuanto había llevado corona encima de la cabeza desde aquel primero que había sabido decir y convencer a los demás de eso con la palabra y la violencia: «Quiero una corona para mi cabeza, hacedla.» Hay quien afirma que esta igualitaria decisión fue lo que más contribuyó a aquietar los ánimos de cuantos se veían despojados de su parte de muertos. Naturalmente también habrá tenido su peso aquella satisfacción tácita de todos los que, por el contrario, consideraban que son un deber aburrido las reglas y tradiciones que hacen de los muertos, por la servidumbre que exigen, seres de transición entre una ya no vida y una todavía no verdadera muerte. De repente, todo el mundo empezó a pensar que la idea del rey era la mejor que jamás había nacido de cabeza humana, que ningún pueblo podía jactarse de tener un rey así, que habiendo determinado el destino que tal rey naciese y reinase allí, al pueblo le tocaba obedecerle, con feliz corazón, y también para comodidad de los muertos, no menos merecedores. La historia de los pueblos tiene momentos de puro júbilo: este momento lo fue, este pueblo lo tuvo.

Concluido, finalmente, el cementerio, empezó la gran operación de desenterramiento. En los primeros tiempos fue fáciclass="underline" los millares de cementerios existentes, entre grandes, medianos y pequeños, estaban también ellos delimitados por muros y, por así decir, en el interior de su perímetro, bastaba cavar hasta la profundidad estipulada de tres metros para mayor seguridad, y sacar todo, metros cúbicos y metros cúbicos de huesos, tablas podridas, cuerpos sueltos desmembrados por las sacudidas de las excavadoras, y después meter los despojos en ataúdes de diferentes tamaños, desde el recién nacido al adulto más corpulento, y en cada uno de ellos colocar una cantidad de huesos o carne, incluso diferentes, incluso dos cráneos y cuatro manos, incluso una minucia de costillas, incluso un seno aún firme y un vientre marchito, incluso, en fin, una simple esquirla o el diente de Buda o el omóplato del santo, o lo que de la sangre de san Genaro faltó en la ampolla milagrosa. Se estableció el principio de que cada parte de un muerto sería un muerto entero, y a esto se adhirieron los participantes en el infinito funeral que de todos los rincones del país se dirigía, minuciosamente, desde las aldeas, pueblos y ciudades, por caminos que se iban haciendo cada vez más anchos, hasta la red general de calzadas y desde allí, por las uniones a propósito construidas, a las carreteras que pasaron a ser llamadas de los muertos.

Al principio, como acaba de explicarse, no hubo dificultades. Pero después alguien discurrió, si el mérito de la idea no volvió a ser del precioso monarca del país, que antes de la enérgica disciplina de los cementerios los muertos habían sido enterrados por todas partes, en los montes y en los valles, en los atrios de las iglesias, a la sombra de los árboles, bajo el pavimento de las propias casas donde habían vivido, en cualquier sitio posible, apenas un poco más hondo de lo que discurre, por ejemplo, la punta del arado. Y esto sin hablar de las guerras, de las grandes fosas para millares de cadáveres, en el mundo entero de Asia y Europa y demás continentes, aunque conteniendo quizá menos, pues guerras también había habido, naturalmente, en el reino de este rey y por lo tanto cuerpos enterrados a voleo. Fue, hay que confesarlo, un gran momento de perplejidad. El mismo monarca, si había sido de él la nueva idea, no la calló, porque sencillamente eso le habría sido imposible. Nuevas órdenes se expidieron y, dado que el país no podía ser revuelto de punta a punta, como habían sido revueltos los cementerios, los sabios fueron llamados ante el rey para oír de la real boca la prescripción: inventar rápidamente aparatos capaces de detectar la presencia de cuerpos o restos enterrados, tal como se habían inventado aparatos para encontrar agua o metales. La cuestión era importante, reconocieron los sabios inmediatamente reunidos en seminario. Tres días pasaron discutiendo, y después cada cual se encerró en su laboratorio. Se abrieron otra vez los cofres del Estado, y fue lanzada nueva derrama general. El problema acabó por ser resuelto, pero, como siempre en estos casos, no de una sola vez. A modo de ejemplo, baste citar el caso de aquel sabio que inventó un aparato que daba señales luminosas y sonoras cuando encontraba cuerpos, pero que tenía el defecto capital de no distinguir entre cuerpos vivos y cuerpos muertos. El resultado fue que tal aparato, lógicamente manejado por gente viva, se comportaba como un poseso, gritando y agitando punteros furiosos, dividido por todas las solicitaciones vivas y muertas que lo rodeaban y, finalmente, incapaz de dar una información segura. El país entero se rió del desastrado hombre de ciencia, pero lo honró con loor y premio cuando, meses después, encontró la solución, introduciendo en el aparato una especie de memoria o idea fija: aplicando el oído se conseguía percibir en el interior del mecanismo una voz que repetía sin pausa: «sólo debo encontrar cuerpos muertos o restos, sólo debo encontrar cuerpos muertos, o restos, cuerpos muertos, o restos, o restos…»