Costaba decir qué resultaba más frustrante: que hubieran asesinado a su hermano y el caso hubiera quedado sin resolver, o que un maldito irresponsable hubiera matado a sus padres. El tipo pasaría unos años en la cárcel, pero ¿qué importaba eso? El resultado final no cambiaba. Su familia había sido borrada del mundo.
Kennicott conducía el coche del detective Greene, que avanzaba con facilidad entre el escaso tráfico de primera hora de la mañana. Era un Oldsmobile anticuado que no encajaba en la imagen discreta y convencional de un detective de Homicidios. Unos años antes, cuando Greene había empezado a trabajar en el caso de su hermano, Kennicott había preguntado al detective por su viejo cacharro.
– Es el vehículo más seguro que circula -había respondido Greene-. Hecho de puro acero. Muy estable. No puede con él ni una apisonadora.
Y el trasto tiene buena potencia, pensó Kennicott mientras adelantaba a un tranvía a toda velocidad. Estaba en una carrera contra el tiempo. Veinte minutos antes, Greene se había presentado en el apartamento de Brace y, tras un breve vistazo, había entregado a Kennicott las llaves del Oldsmobile.
– Necesito que vaya enseguida a King City -le había dicho-. Allí viven los padres de la víctima. Era su única hija. Procure llegar antes de que esto salga en las noticias.
Decirle a la familia que uno de los suyos había muerto era una de las partes más duras de ser policía. En la academia te entrenaban: establezca contacto visual para crear confianza; hable con firmeza, pues las vacilaciones no harán sino aumentar la ansiedad; utilice un lenguaje sencillo porque la gente responde mal a la jerga. No hable demasiado.
Kennicott recordó cuando Greene le había dado la noticia de la muerte de su hermano. Estaba en el despacho de Lloyd Granwell, el abogado que lo había reclutado para el bufete, en un gran rascacielos de Bay Street con vistas al Ayuntamiento Viejo. Granwell, que conocía a absolutamente todo el mundo, había llamado a Hap Charlton, el jefe de policía. Después, habían esperado. Fue una tortura. El reloj del Ayuntamiento Viejo acababa de dar las nueve cuando la secretaria de Granwell entró.
– Alguien pregunta por usted en el vestíbulo, señor Kennicott.
Por la mirada turbada de la mujer, Kennicott había sabido que no se trataba de nada bueno. Salió y vio a un hombre alto y bien vestido, que tenía en la mano un bloc de notas encuadernado en piel marrón. El corazón le dio un vuelco.
– Señor Kennicott, soy el detective Greene, de la policía de Toronto. ¿Hay algún lugar tranquilo donde podamos hablar?
Cuando recordaba aquella escena, Kennicott debía reconocer que Greene había sido muy profesional. Había establecido contacto visual directo, había mantenido un tono de voz firme y contenido, y había empleado un lenguaje sencillo y claro. No había apartado la mirada ni un instante. Y había dicho que era de la policía de Toronto, no de Homicidios.
Kennicott pasó al tranvía y patinó en los raíles. El Oldsmobile transmitía una confortable solidez. Encendió la anticuada radio para ver si ya había saltado la noticia y escuchó la voz de un locutor de noticias en francés. Pulsó la tecla para cambiar de emisora. Otra voz en francés.
Después de cuatro años y medio de conocerse, Kennicott no sabía gran cosa de Greene, que era muy reservado respecto a su vida personal. Kennicott no tenía idea de que el detective hablara francés. Interesante. Comprobar las emisoras de radio programadas en el coche de otra persona era como mirar a hurtadillas en los cajones de su mesa. Era fisgar en su vida privada. El tercer canal era la 102.1, una emisora muy actual que escuchaban los jóvenes. La siguiente era Q107, la principal competidora de la anterior. Greene debía de tener un hijo adolescente. Qué raro que nunca hubiese mencionado que tenía familia.
Kennicott pulsó la última tecla y escuchó la voz de Donald Dundas, el locutor más joven que solía sustituir a Kevin Brace la mañana de los lunes. Dundas puso una música de tambores nativa de un grupo del norte de Ontario que había sido invitado a Roma para visitar al Papa y entrevistó a un grupo de mujeres de un pueblo de Alberta que intentaba salir en el Libro Guiness de los Récords por construir la mayor escultura de hielo del mundo. La figura gigante de un castor.
«A continuación, llegan las noticias -anunció Dundas casi sobre las señales horarias-. Después, seguiré como conductor del programa el resto de la semana.» Su voz radiofónica, normalmente firme, sonó insegura. Como si no viera el momento de quedar fuera de antena. «Volvemos a las ocho.»
Entró el almibarado tema musical. Dundas no había dicho una palabra de Brace.
En el boletín horario no se dijo nada respecto a que Kevin Brace hubiera sido detenido, ni del hallazgo del cadáver de su esposa en la bañera. Bien. Tal vez la familia aún no lo sabía. Kennicott pulsó la tecla de la Q107.
– Ahora, una bomba -dijo el joven locutor-. Kevin Brace, el presentador de El viajero del alba, el programa de radio de difusión nacional, ha sido detenido bajo la acusación de asesinato en primer grado.
– Vaaaya -intervino su sarcástico colega de micrófono-. Esto debería ayudarnos a reducir la competencia por el mercado más culto.
– Sí, tío -dijo la primera voz-, pero ¿a quién le importa, en realidad? Los Maple Leafs ganaron anoche, así que todo va bien en Toronto…
Los dos se echaron a reír como si aquél fuera el mejor chiste que habían oído nunca.
Kennicott apagó la radio. Ya había salido de la autovía y estaba entrando en King City, que no era en absoluto una ciudad, sino un pueblecito opulento situado al norte de Toronto, habitado por ricos granjeros por afición que habían conseguido preservar en cierta medida un ambiente pintoresco entre la extensión urbana que lo envolvía.
A diferencia de Toronto, donde la nieve recién caída se transformaba enseguida en un horrible hielo pastoso y sucio, aquí se acumulaba a buena altura en las aceras. Kennicott se sintió como si hubiera llegado en pleno invierno. Desde el centro de la población, dobló hacia el norte y tomó una carreterita rural. Unos caminos particulares impecablemente despejados conducían a unas llamativas mansiones.
Recorrió un par de kilómetros hasta llegar a una casa que, a diferencia de sus vecinas -cercadas por muros y tapias- estaba rodeada de una valla de madera desvencijada. El largo camino particular había sido despejado de nieve descuidadamente. En un sencillo pedazo de madera de balsa se leía, escrito a mano: TORN.
Detuvo el coche delante de un gran garaje y se apeó. Hacía fresco y el aire traía un olor intenso a estiércol. La vivienda era una construcción irregular, con la casa de campo original en el centro y una serie de añadidos sin orden ni concierto que parecían haber sido levantados por capricho. Los peldaños de la entrada no estaban despejados y Kennicott pisó la nieve hasta la puerta. Miró qué hora era. Las 7.10. Ojalá no hayan oído la noticia, se dijo. Llamó.
En el interior de la casa estalló un torrente de ladridos. Oyó unas pisadas apresuradas en el recibidor y el ruido de unos cuerpos al lanzarse violentamente contra la puerta entre aullidos. Lo que me faltaba, pensó y bajó un peldaño, apartándose de la puerta. Una voz masculina exclamó:
– ¡Place, Show, venid aquí!
Tan de improviso como habían empezado, los ladridos cesaron. Kennicott esperó, suponiendo que la puerta se abriría., pero no sucedió nada.
Esperó un poco más y volvió a llamar.
Silencio.
A su derecha, oyó que se abría un portalón. Un hombre alto, de pelo cano, con un abrigo de piel de oveja sin abrochar, salió del garaje y se encaminó hacia él seguido de dos perrazos dóciles como corderos.
– Buenos días -dijo el hombre, andando hacia él con grandes zancadas.
– Hola -dijo Kennicott mientras bajaba los restantes escalones-. ¿Doctor Torn?