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– Llámeme Arden. Nadie usa nunca la puerta principal. -Torn extendió un largo brazo para estrecharle la mano-. Entramos siempre por el garaje.

– Lamento molestarlo a estas horas de la mañana.

Torn sonrió. Los ojos azules acuosos destacaban en su rostro de tez rubicunda y cabello cano.

– Llevo levantado desde las cinco. He sacado el remolque al camino. Vamos a llevar los caballos a Virginia Occidental para una exhibición.

Kennicott mantuvo la mirada fija en Torn.

– Soy el agente Daniel Kennicott, de la policía de Toronto.

– No se alarme por los perros. Son de campo, eso es todo. Siempre tenemos dos perros, nos parece que es cruel tener a uno solo, sin compañía.

– ¿Su esposa está en casa, señor?

Torn soltó la mano de Kennicott.

– Está en el establo.

– Quizá…

El hombre asintió y volvió la cabeza.

– Allie. -Su voz resonó por el amplio espacio nevado-. Será mejor que vengas.

Un momento después, una mujer mayor envuelta en una gruesa pelliza y con una gran bufanda al cuello, calzada con un par de grandes botas impermeables, emergió del establo.

Torn se volvió a Kennicott mientras éste se subía las solapas de la chaqueta y las sujetaba con una mano.

– Gracias -dijo el agente.

– Estuve en la guerra -dijo Torn con calma y bajó la mano para acariciar a los perros, sin apartar ni un instante sus ojos azules de Kennicott-. Sé distinguir cuándo se presenta alguien para traer malas noticias.

IX

Albert Fernández detestaba escuchar la radio mientras conducía. Para él, era perder el tiempo miserablemente durante la media hora que empleaba en desplazarse hasta la oficina de la Fiscalía General, en el edificio del Ayuntamiento Viejo. En lugar de poner la radio, escuchaba cintas. Cintas de autoayuda y superación personal, audiolibros y discursos de políticos destacados y líderes mundiales. Aquel mes estaba escuchando las alocuciones de Winston Churchill durante la guerra.

Fernández tenía once años cuando sus padres izquierdistas habían huido de Chile y habían llevado a su familia a Canadá. Ninguno de los dos hablaba inglés. Palmira, su hermana pequeña, lo había aprendido rápidamente, pero el nuevo idioma era, para Albert, toda una lucha. ¿Por qué había tantas palabras para decir lo mismo? Cerdo era tanto pig como hog, Street valía lo mismo que road para decir calle y la cena era supper o dinner, indistintamente. Ningún anglohablante parecía desconcertado ante ello, pero para él era una tortura. Siempre parecía escoger la equivocada.

Su recuerdo más doloroso de aquel primer año en Canadá era el de aquel día de noviembre en que su clase hizo una salida de campo a una zona natural protegida al norte de la ciudad. Después del almuerzo, el tiempo se había vuelto de pronto frío y húmedo. Albert, que llevaba unos zapatos de calle absolutamente inadecuados, resbaló por el margen de un río y cayó al agua. Cuando se volvió hacia los otros chicos de la orilla, todos los cuales llevaban botas o calzado de deporte, vio que se mofaban de él.

– Aid me-pidió auxilio a gritos, extendiendo la mano.

Los chicos se partieron de risa.

– Aid me? -bromeaban-. ¡Para pedir socorro se dice help me!

Durante los tres años siguientes, todos en la escuela lo llamaron Albert «Aid Me».

Y no consiguió resolver aquel rompecabezas idiomático hasta que hizo un curso de lingüística en la universidad. En la primerísima clase, el profesor, un hombre joven y delgado de cabellos rubios fibrosos y gafas de montura metálica, entró en el aula abarrotada, dividió la pizarra en dos partes con una raya y escribió «anglosajón» en la cabecera de un lado y «normando» en la del otro.

A continuación, anotó debajo, a cada lado de la línea, una serie de palabras con el mismo significado exacto. El inglés, explicó entonces, no era un idioma, sino una colisión de coches. Lenguas de toda clase -germánicas, latinas, nórdicas e incluso algunas célticas- pugnaban unas con otras, pero, gracias a la invasión francesa de Inglaterra en 1066, las dos principales, anglosajona y normanda, se habían impuesto en paralelo en todas partes.

Albert Fernández prestó mucha atención a lo que explicaba el profesor. De repente, toda su confusión respecto a aquella extraña lengua se había aclarado.

Aquí fue donde entró en juego Churchill. Gran estudioso de la historia inglesa y del idioma, Churchill entendía el poder de las sencillas palabras anglosajonas y las prefería a los floridos términos foráneos normandos.

Su famosísimo discurso «Los combatiremos en las playas…» era el mayor ejemplo. Todos los vocablos que contenía eran anglosajones, salvo el último de todos: «… y jamás nos rendiremos». Aquí empleaba surrender -la única palabra de tres sílabas de toda la alocución-, que era un florido término francés, en lugar del más simple give up anglosajón. De esta manera, Churchill subrayaba que la idea misma de la rendición era un concepto ajeno a su audiencia británica.

Años después, Fernández estaba en un tribunal escuchando a un testigo. Al principio, el hombre se le había antojado completamente creíble. Sin embargo, cuando llegó a la parte difícil de su declaración, la impresión que le produjo cambió por completo y, de inmediato, tuvo la certeza de que el hombre mentía. Sin embargo, no supo por qué estaba tan seguro de ello hasta más tarde, cuando, mientras leía la transcripción, se descubrió marcando con círculos las palabras normandas.

Cuando el testigo empleaba palabras anglosajonas sencillas y directas, sus frases eran muy francas: «Entré en el apartamento. Vi a Tamara. Estaba haciendo la cena». En cambio, cuando recurría a términos normandos, se mostraba evasivo: «Según creo recordar… manipulaba la sartén… para ser del todo sincero… pensé que se proponía arrojármela… estaba sopesando la posibilidad de pedir auxilio a la policía…». Estaba mintiendo.

Fernández sonrió mientras introducía la cinta en la radio del coche y salía del garaje subterráneo. Era asombroso cuántas veces, a lo largo de los años, había resultado acertado aquel sencillo análisis de las declaraciones de los testigos.

Treinta y cinco minutos después, llegó por fin a la zona de aparcamiento al noroeste de los juzgados del Ayuntamiento Viejo. Gracias al tráfico, que estaba peor porque había salido de casa más tarde, eran casi las ocho. Peor aún que perder la bonificación por llegar temprano fue ver aparcados en el lado sur derecho, uno junto a otro, tres coches que pertenecían a otros tantos colegas de la Fiscalía.

Maldita sea. Durante meses, Fernández había llegado al aparcamiento puntualmente a las siete y veinticinco, antes que nadie de su oficina. Y el único día en que se retrasaba para disfrutar de unos momentos extra de placer en casa, fíjate qué sucedía. Ocupó la siguiente plaza disponible.

Para llegar al Ayuntamiento Viejo tenía que cruzar a pie la gran plaza que se extendía delante del Ayuntamiento Nuevo. Incluso a aquella hora temprana, bullía de gente que cruzaba el vasto espacio a buen paso, camino del trabajo. En la parte sur, en la gran pista de hielo al aire libre, los patinadores se deslizaban grácilmente, unos con ropa de deportistas y otros vestidos con traje y corbata.

Cuando era un chaval, sus padres habían juntado el dinero para comprarle unos patines de segunda mano y los domingos por la tarde lo arrastraban a aquella pista, donde se encontraban con todas las demás familias de inmigrantes. Por mucho que lo había intentado, no había conseguido nunca que los tobillos dejaran de doblársele, ni había entendido cómo podían aquellos chicos canadienses impulsarse sobre la dura y blanca superficie con tan visible falta de esfuerzo.

Cruzó Bay Street a la carrera y entró por la puerta de atrás del Ayuntamiento Viejo. Enseñó sus credenciales al joven agente de servicio, subió corriendo una vieja escalera metálica y pasó su tarjeta por el lector de la entrada trasera de la oficina de la Fiscalía.